El ejército que había puesto bajo asedio Valleoscuro se retiraba. Aegon y Aemond lo habían hecho poco antes. La conversación que había mantenido aquella noche con su sobrino ya había anticipado a Daemon que los Verdes no atacarían. Precaución. Miedo. Respeto. Muchas eran las opciones que habían hecho al tuerto retirarse. Sin embargo, este decía que actuaba por el bien de los súbditos de la Corona. Curiosa la forma en la que uno podía verse a sí mismo. Una imagen totalmente distorsionada de uno mismo. Daemon no se engañaba de aquella manera. Él sí sabía quién era.
Y como se aceptaba tal y como era, tras dar las órdenes pertinentes, subió a lomos de Caraxes para iniciar la búsqueda de Daeron Targaryen. Su sobrino había huido. O más bien, Tessarion, temerosa y herida, había desobedecido las órdenes de su jinete para escapar de aquella danza de garras y fuego. Y si el valyrio estaba en lo cierto, no podría haber ido demasiado lejos.
La caballería del Valleoscuro batiría los alrededores, mientras Daemon surcaba los cielos, a escasa altura, buscando el lugar donde su sobrino había aterrizado. Lo lógico era que hubiera volado a Desembarco del Rey, buscando refugio en Pozo Dragón. Pero quizás no había sido así. A lo mejor sólo había podido sobrevolar unas leguas antes de poner las garras en tierra y anidar para recuperarse. Daeron era un jinete joven y poco experimentado, y pese a que el vínculo que le unía a Tessarion era fuerte, pues el huevo habría eclosionado cuando su sobrino era aún pequeño, no podría forzarle a alzar el vuelo si el dragón se negaba.
Había sobrevolado los alrededores del Valleoscuro. Primero por el norte, y cuando los ejércitos de los Feudos se retiraron, batió el sur, alcanzando las inmediaciones de Rosby y Sotkeworth. Sin rastro de su sobrino. Fue en ese momento cuando sintió una corazonada. Las islas del mar Angosto. Escarpadas y solitarias, podrían ser un buen lugar donde descansar. Sin pensarlo, Daemon llevó a Caraxes al este, sobrevolando las olas, sin éxito alguno.
Frustrado, al anochecer, el Rey Consorte regresó al Valleoscuro donde ya estaban los caballeros que habían recorrido las tierras del oeste. Y pese a que habían tenido tan poco éxito como él mismo, las noticias eran interesantes. Los jinetes habían alcanzado Poza de la Doncella, sin rastro de Tessarion,… y sin noticias de la dragona azul. Era poco probable que Daeron hubiera volado a gran altura, con lo que si no había sido visto, sólo podía significar una cosa: seguía a su alcance.
No necesitó un mapa. Sólo había un lugar al que todavía no se habían dirigido. Un lugar con acantilados y pequeñas montañas más propicio para anidar que las llanuras que la caballería había recorrido: Punta Zarpa Rota.
Daemon estaba frustrado. Su instinto le había fallado. Estaba seguro de que Tessarion habría buscado las islas del Mar Angosto. Era lo que Caraxes hubiera hecho. Sin embargo, en su precipitación, había obviado un hecho muy importante. La dragona azul no estaba habituada a Rocadragón. Ni tan siquiera a aquellas tierras. Una bestia joven que había sido criada la mayor parte de su vida en Antigua. Y herida y aturdida, habría buscado parajes similares a los del Dominio. Y aquellos no los encontraría en los islotes del mar Angosto.
Había perdido un tiempo espléndido. Era posible que Tessarion se hubiera recuperado lo suficiente como para remontar el vuelo y dirigirse a Desembarco del Rey. Pero si dejaba pasar aquella oportunidad, la duda lo corroería.
Sin perder el tiempo, y pese a las protestas de Caraxes, Daemon emprendió nuevamente el vuelo en dirección al lugar donde podía encontrarse su sobrino. El tiempo había cambiado. Atrás habían quedado los cielos despejados y los días cálidos. La lluvia arreciaba. La más poderosa tormenta otoñal que recordaba la bahía golpeaba con fuerza las ruinas de los Susurros. Era mediodía, pero el cielo era negro como la más oscura de las noches y el frío los atenazaba. Las ropas del Rey, empapadas, le hacían tiritar. Sin embargo, su determinación no cambió. Debía encontrar a su sobrino.
Dragón y jinete habían recorrido la totalidad de Punta Zarpa Rota en apenas unas horas sin encontrar ni rastro de Daeron y Tessarion y ante ellos se alzaba el fin del mundo, o al menos el fin de Poniente. Las ruinas de los Susurros eran impresionantes, pese a los mil años de decadencia que las acosaban aún resistían fuertes y cualquiera con un minimo de habilidad las podría hacer habitables y defendibles, por las grietas de la argamasa un resplandor ténue se filtraba, ¿una hoguera?
Una sonrisa curvó los labios de Daemon. Sus dientes castañeaban y ya se había mordido la lengua, pero todo ello merecería la pena si prendía a su sobrino. ¿Qué otra cosa podría hacer Daeron sino rendirse? Lo cargaría en Caraxes y ordenaría a Tessarion que lo siguiera. Ya lo había hecho en el pasado con Vhagar cuando Laena se dirigió en barco junto a las gemelas desde Pentos a Marcaderiva. Aquello, pese a la lluvia, no podría ser más difícil.
También podría matarlo. No le preocupaban las maldiciones divinas, sin embargo, no quería derramar la sangre de su hermano que corría por las venas del muchacho. Al menos no en el caso de Daeron, el más parecido a Viserys de entre sus vástagos. Podría vestir el Negro. Y décadas después, cuando falleciera en el frío Norte, otro podría domar a su montura. Los dragones no les pertenecían a ellos, sino a los Targaryen. Y matarlos era una imprudencia que podría costar caro a la dinastía. Eran los dragones quienes los habían hecho reyes.
En eso pensaba Daemon cuando puso pie a tierra para dirigirse al encuentro de su sobrino. Con paso calmado y sin desenvainar la espada, el rey verdaderamente creía que su sobrino rendiría sus armas y entendería cuál era su única opción.
Estaba equivocado.
— ¡Muchacho! — gritó el rey consorte — vengo en son de paz, sólo quiero hablar — añadió, desvelando su posición mientras agudizaba sus sentidos. Que él no quisiera derramar sangre no significaba que Daeron obrase de la misma forma. A fin de cuentas, ya había visto cómo esos días Aegon y él habían hecho todo lo posible por acabar con Lucerys.
Un chasquido fue toda la respuesta, seguido tras un susurro y el chisporroteo del agua apagando una hoguera. Fuera los relámpagos golpeaban sin cesar y sólo su luz guiaba al príncipe canalla. — No debierais haber venido, tío — escuchó, siendo inconfundible la voz de su sobrino, que resonó entre las ruinas acompañada del siseo de Tessarion. — ¡Vete!— gritó el muchacho — no quiero nada que ver contigo — añadió, mientras Daemon exhalaba un suspiro cansado. Había volado durante días, y en aquel instante, la terquedad del joven ante algo irremediable le estaba haciendo perder la paciencia.
Aún así, se obligó a mantener la calma. — Sobrino, no sabes lo que haces, tranquilízate, ven conmigo y … — expuso, antes de verse interrumpido por un rugido y una llamarada azul intenso. En un reflejo, Daemon se agachó y se cubrió con los brazos, mientras Tessarion marchaba a escasos metros de él como un rayo azulado. Los labios del valyrio se curvaron en una maliciosa sonrisa. Había intentado hacerlo por las buenas. Había querido honrar la memoria de su hermano evitando un derramamiento de sangre. Y había fallado.
Contra el negro cielo la dragona era casi invisible pero Daemon la veía alejarse hacia el norte. Pero después de tanto tiempo a la caza, el príncipe Canalla no pensaba volverse con las manos vacías. Atrás quedaron las buenas palabras. Corriendo, se dirigió al encuentro de Caraxes. La lluvia golpeaba su rostro.
El Anfíptero de Sangre lo recibió con un rugido. Una advertencia simple y eficaz. La bestia había cazado una oveja y la estaba devorando con calma. Y no tenía ninguna intención de remontar los cielos hasta terminar.