Lo había intentando. Nadie podría decir que Daemon Targaryen no empleó la vía diplomática a la hora de abordar a su sobrino. Pese al nulo afecto que sentía por los vástagos de Alicent Hightower, aquel muchacho no dejaba de llevar la sangre de su hermano; su propia sangre. Y al contrario que los mayores, era una víctima de las decisiones de otros. Si Daeron se hubiera rendido, lo hubiera convertido en su cautivo y le hubiera perdonado la vida, permitiéndole vestir el negro. Además, los dragones no les pertenecían. Eran un recurso de la casa Targaryen. Cuando Daeron muriera, Tessarion podría encontrar otro jinete.
Pero no había sido así. Su sobrino, terco y desconfiado, había huido. No le culpaba. Era lo normal. Sin embargo, sin saberlo, había desaprovechado su única oportunidad. En otras circunstancias, podría haber escapado. La velocidad de un dragón joven podía haber sido suficiente para escapar de Caraxes… Sin embargo, la lluvia arreciaba. La mayor tormenta que Daemon Targaryen había visto jamás.
Un jinete inexperto y un dragón herido batiéndose contra la tempestad. Quizás incluso se matasen ellos solos. Era más que probable que Tessarion no pudiera remontar el vuelo a la búsqueda de un lugar seguro. De hecho, él mismo corría ese mismo riesgo. Caraxes estaba agotado. Tras varias jornadas de vuelo sin descanso y dos largos enfrentamientos ante Vhagar, sólo el tesón, la férrea voluntad del jinete y un vínculo sólido como ninguno lo hacían continuar.
Daemon se tenía que asegurar. Había invertido demasiado esfuerzo en aquella búsqueda como para echarse atrás. A fin de cuentas, si los verdes perdían un dragón, Valleoscuro habría merecido la pena.
Por ello, tan pronto como Caraxes acabó con la oveja que estaba devorando, y antes de que la bestia pudiera sumirse en un sueño reparador al amparo de las ruinas de los Susurros, Daemon se izó sobre el dragón y emprendió el vuelo. Los quejidos de Caraxes fueron audibles, pero pronto fueron reemplazados por rugidos que rivalizaban con los truenos que los acompañaban. Por su parte, el valyrio apenas podía ver. La lluvia golpeaba su rostro, haciendo que entrecerrara los ojos. Confiaba en el dragón. Sólo tenían que dirigirse al norte, y pronto su montura detectaría el rastro de Tessarion. Al contrario que él, el Anfíptero de Sangre sí era capaz de cazar en aquellas circunstancias.
Sólo podía confiar en el instinto del reptil. Daban giros y vueltas por los aires, perdiendo el rumbo y cualquier referencia. Daemon no sabía si seguían dirigiéndose al norte, hacia el Valle de Arryn, o si regresaban a Rocadragón. Estaba a la merced de Caraxes y de los elementos. El tiempo se volvió un borrón de relámpagos y sombras, de fuerza y tensión. Había cedido las riendas y el Rey Consorte se limitaba a mantenerse sobre la bestia. El frío y la humedad lo mantenían aterido, estrechándose contra el dragón para recibir algo del calor de la bestia y protegerse de las inclemencias. Cuando parecía que el rastro de Tessarion se desvanecía una vez más, un destello de fuego azul se vislumbró a lo lejos, surcando la oscuridad de la noche como una señal.
El alivio lo embargó, y pareció contagiarse a Caraxes, quien rugió triunfante al ver tan cerca a su presa. Con el nuevo rastro el Rey Consorte cruzó las últimas leguas que le separaban de las costas del Valle y pronto comprendió el destino de su presa, Puerto Gaviota refulgía como la joya más brillante del Valle y allí, en su centro, en la plaza del mercado, Tessarion descansaba. Daemon no lo dudo ni un segundo, — ¿a quién sirven los Grafton? — se preguntó, mientras sobrevolaba la distancia que los separaba. Lo último que sabía se debía a un cuervo que había llegado al Valleoscuro y que había leído tras su primer intento de encontrar a su sobrino. Jacaerys había negociado junto a Lady Jeyne Arryn con Lord Grafton para asegurar su lealtad al Valle. Sin embargo, el ávido Señor de Puerto Gaviota había jugado a dos bandas y había traicionado la confianza de la Reina. Que Daeron estuviera en la plaza del mercado sin que nadie lo hostigara era prueba más que suficiente de por quién bebían los vientos en la ciudad costera.
Pese a que la ciudad le sería hostil, Daemon no se amilanó. No lo había hecho cuando había acudido a defender Valleoscuro ante Vhagar, no lo haría ante un dragón como Tessarion y su jinete, por mucho que los defensores de la ciudad intentasen acribillarlo a flechazos. Días antes los defensores del Valleoscuro lo habían intentado con un tiempo propicio. Un día como aquel, con viento y lluvia, dudaba que los arqueros lo incomodasen lo más mínimo, pese a que la distancia sería mucho menor.
Caraxes tomó tierra con un rugido ante la sorpresa de todos los presentes, un puñado de guardias corrieron a su encuentro pero una poderosa llamarada consumió sus cuerpos y la plaza se vació con premura. Solo Daemon y su presa quedaron allí. En silencio, el Rey miró a su sobrino, con una mezcla de tristeza y cansancio. ― T … Tío ― el joven príncipe tartamudeó mientras trataba de volver subir a Tessarion que siseaba ante Caraxes ― ¿Qué haces? — preguntó, en lo que dibujó una triste sonrisa en los labios del Rey.
No pronunció palabra alguna, sino que permaneció en silencio mientras su sobrino se izaba sobre la Reina Azul. Aquella era una muy buena pregunta, que quizás tendrían que haber respondido los verdes unos días antes. A Daemon no le había pasado inadvertida la fiereza con la que sus sobrinos se habían desempeñado días atrás, buscando acabar con sus propias vidas, con la del propio Lucerys. El primer acto de guerra lo habían cometido los Verdes cuando quemaron la flota e hirieron a Caraxes, Arrax y Bruma. Ahora tenían que pagar las consecuencias. Una lección que Daeron Targaryen nunca olvidaría. Tan pronto Daeron subió en su dragona, el Rey realizó un simple simple gesto que incitó a Caraxes a lanzarse a por su presa.
Tessarion se valía de su juventud y agilidad para revolverse en el suelo, usando los edificios y callejuelas a su favor. Sin embargo, Caraxes no tenía compasión alguna; con las garras, cola y mandíbulas derribaba los muros y destruía todo aquello que se interponía en su camino y que la pequeña dragona usaba como escudo. La plaza se comenzó a llenar de nuevo, y la guardia de Puerto Gaviota vacilaba, buscando quedar al margen de aquella disputa, temerosa de que cualquiera de las bestias se fijara en ellos. Sin embargo, los traidores al Valle no eran sólo los Grafton. A los arqueros de la ciudad se unieron hombres con la enseña de la casa Royce, y pronto cientos de arqueros comenzaron a hostigar al Anfíptero de Sangre, quien hacía caso omiso a las provocaciones, centrado en su presa.
Daemon no tenía tanta suerte. Había prescindido de la armadura para el viaje y cualquier saeta podía acabar con su vida. Toda su atención se dedicaba a no ser ensartado, mientras era Caraxes quien se encargaba de la persecución. De no ser por los arqueros de la ciudad, hubieran alcanzado antes a la dragona y puesto fin a su agonía. Pero aquel inconveniente también afectaba a Daeron, pues el clima hacía imposible que los arqueros pudieran apuntar y sólo pudieran limitarse a disparar a los lugares donde debían hallarse, en un baño de flechas para los que las bestias aladas eran vulnerables.
Tessarion alzó el vuelo, huyendo de las flechas y de la cercanía de Caraxes, en lo que sin duda fue la peor decisión que pudo tomar. Quizás creyera que podría huir. Y de haber sido otras las condiciones climáticas, lo hubiera logrado. Pero la lluvia hacía el vuelo más difícil, más valiosa la fuerza de Caraxes y de su peso un beneficio, imperturbable a los vaivenes de la tormenta. Tessario, por el contrario, se veía a merced de los elementos y de su enemigo.
La joven Tessarion era rápida, mucho más que Caraxes, pero el terror la inundaba y no sabía bien lo que hacía. Tomó rumbo al sureste, hacia la bahía, esperando perder a su agresor en la oscuridad, pero nada iba a hacer que el Rey Consorte dejase escapar a su presa.
Era una persecución acompañada de relámpagos y truenos. Desde las murallas de Puerto Gaviota, los defensores se afanaban por ver qué sucedía cuando un rayo iluminaba los cielos. Daeron trataba de escapar, mientras su tío no perdía la calma, buscando siempre la altura. Tras varias horas de vuelos, finalmente las garras de Caraxes tomaron el ala de Tessarion y todo quedó sentenciado en unos segundos. Un chillido quebró los cielos cuando la membrana fue desgarrada. La Reina Azul era incapaz de mantener el vuelo por sus propios medios, y sólo gracias a que la bestia roja mantuviera su garra cerrada sobre el ala de la pequeña dragona la mantuvo en el aire… por unos instantes.
La poderosa mandíbula del Anfíptero de Sangre rodeó el cuello de la dragona que, en sus últimos estertores, desgarró el costado de su asesino, allá donde Vhagar había abierto sus heridas. Un quejido opacó el trueno que acababa de romper el firmamento, abriendo Caraxes su presa y dejando que esta cayera al vacío, hundiéndose ambos, jinete y dragona, en la Bahía de los Cangrejos.