Bebé Tyrell

Una turba de gente se amontonaba a la salida del castillo de Altojardín, esperando la señal para ser interrogada por los guardias de la fortaleza. Lady Leonette, indispuesta por el disgusto, permanecía recluida en sus aposentos sin salir. Mientras tanto, Ser Arthur Tyrell, tío del joven bebé Tyrell, había ordenado cerrar el castillo y reunir a todos los presentes: desde guardias hasta cocineros, tramperos de ratas, doncellas, músicos, entre otros. La tensión era palpable; todos estaban en un estado de nerviosismo constante, esperando ser los próximos en ser interrogados. Algunos ya habían sido encarcelados por cualquier motivo, pues la más mínima sospecha era suficiente en una situación tan delicada.

Por su parte, Lord Unwin Peake había preferido alejarse de todo aquel bullicio. Quien hubiera raptado al pequeño Lyonel sabía muy bien lo que hacía y, con toda probabilidad, contaba con apoyo dentro de la fortaleza. Sin embargo, Unwin no creía que los responsables siguieran allí. Si habían sido lo suficientemente hábiles como para secuestrar al bebé, seguramente ya habrían abandonado el castillo.

Con esa idea en mente, Lord Unwin solicitó un par de guardias y se retiró de la fortaleza. Cruzó la muralla exterior y la intermedia, atravesando el extenso laberinto de zarzas, un obstáculo defensivo natural, hasta llegar al último anillo, donde lo esperaban sus hombres. No eran guardias comunes ni mercenarios, eran las Sombras de Peake, lo mejor que había reunido Lord Unwin a lo largo de los años. Cada uno de ellos había sobrevivido a desafíos extremos desde sus primeros días y superado incontables pruebas. Si alguien podía encontrar a los raptores, eran ellos.

Lord Unwin les dio las órdenes, y los cuatro miembros de la banda iniciaron la búsqueda.

Pasaron dos largos días en los que nadie sabía nada acerca del paradero del bebé. Pero, al caer la noche del segundo día, mientras Lord Unwin se dirigía al castillo, uno de sus hombres, Maelis, apareció de entre las sombras.

—Mi señor—.

—¡Maldita sea, Maelis! —la repentina aparición del hombre había sorprendido a Unwin—. Espero que traigas buenas noticias.

—Sí, mi señor. —La mirada de Maelis no revelaba emoción alguna—. Los tenemos… y al bebé.

Lord Unwin se volvió hacia uno de los guardias que le acompañaban.

—Ve al castillo y anuncia lo ocurrido. Diles que me encamino para traer de vuelta al bebé, sano y salvo.

El guardia partió corriendo hacia la fortaleza, mientras Unwin contemplaba con satisfacción el curso de los acontecimientos. Imaginaba la gratitud de Lady Leonette al verlo regresar con su hijo, seguro y a salvo. Lord Unwin y Maelis se pusieron en marcha rápidamente, con Unwin revisando su espada y armadura.

Mientras caminaban, Maelis rompió el silencio.

—Mi señor, debéis estar satisfecho. El plan ha salido exactamente como ordenasteis.

—Sí, Maelis. —Unwin no pudo evitar esbozar una sonrisa—. Habéis hecho un excelente trabajo. Esta noche comeréis y beberéis cuanto os plazca. ¡Invitan los Tyrell! Pero aún no hemos terminado. Debemos centrarnos, el tiempo apremia.

—Todo está dispuesto, mi señor. Cada detalle, como acordamos —respondió Maelis con seguridad.

Se dirigieron con rapidez hacia el lugar donde habían interceptado a los raptores. Allí estaban las Sombras de Peake, habiendo reducido ya a los secuestradores, que yacían en el suelo, desarmados y con algunas magulladuras, aunque sin heridas graves. Uno de los hombres de Unwin mecía al infante Lyonel con una mano, mientras con la otra sostenía una botella de vino del Rejo.

Unwin, al ver la escena, frunció el ceño y lanzó una mirada fulminante.

—¡Por todos los dioses! ¿Cómo dejáis a Gorik a cargo del bebé? —espetó, dirigiéndose a Maelis, que estaba al mando de la operación.

Gorik, que apenas mantenía el equilibrio mientras mecía al bebé y bebía del vino, alzó la vista con una sonrisa torcida.

—Mi lord, no os preocupéis. El pequeño está más seguro conmigo que en una cuna de oro —balbuceó Gorik, con el vino aún en la mano—. ¡Puedo mecer bebés y botellas a la vez!

Unwin soltó un suspiro de frustración mientras arrebataba al bebé de las manos de Gorik.

—Agradezco tu… dedicación, Gorik —dijo con sarcasmo—, pero prefiero que el niño llegue sano a su madre.

El bebé no tenía un solo rasguño, pero lloraba desconsolado, perturbado por todo lo que había ocurrido. Unwin entregó al niño a Maelis, que lo recibió con gesto torpe, como si nunca hubiera sostenido un bebé en su vida.

—Mi señor, aquí está la nota y el mapa —dijo Oren, otro de los hombres de Unwin, acercándose en silencio y hablando en voz baja para evitar que los curiosos oyeran demasiado.

Unwin tomó la nota y la examinó con una mirada calculadora.

—Buen trabajo, servirá —murmuró, guardando el papel con disimulo.

A su alrededor, algunos mercaderes, campesinos y curiosos observaban la escena desde la distancia, susurrando entre ellos. Sabían que algo importante estaba ocurriendo, y los rumores no tardarían en correr.

Unwin se giró hacia los dos raptores, que yacían amordazados, con expresiones de pánico en sus rostros. Con un gesto de su mano, ordenó que les quitaran las mordazas y los desataran.

—Vosotros —comenzó, su tono frío y autoritario—, ¿para quién trabajáis? ¿Por qué habéis secuestrado al bebé?

Uno de los hombres, temblando, comenzó a llorar.

—¡Nosotros no hemos sido, mi señor! —balbuceó entre lágrimas—. ¿Por qué íbamos a raptar a este niño? ¡Ni siquiera sabíamos quién era!

—¡Fueron ellos! ¡Ellos nos…! —gritó el otro, pero antes de que pudiera continuar, Unwin lo interrumpió.

—¡Basta! —tronó, su voz impregnada de autoridad—. Tenemos el mapa y la nota. No me interesan vuestras mentiras. Habéis cometido un delito imperdonable, y si no tenéis nada útil que decir, vuestras vidas terminarán aquí y ahora.

—¿Pero qué…?

Antes de que pudieran reaccionar, Oren les lanzó un par de espadas. Los secuestradores miraban las armas con terror, sin intención alguna de usarlas.

—Por los delitos que habéis cometido, estáis sentenciados a muerte —sentenció Unwin con frialdad.

Desenfundó su espada y la levantó, apuntando directamente a los dos hombres, mientras las Sombras de Peake observaban, impasibles, desde la distancia. Ninguno de los secuestradores hizo el más mínimo intento de atacarlo.

—Muy bien, como prefiráis —dijo Unwin, antes de alzar su espada y descargarla sobre el primer hombre, penetrando desde el hombro hasta el pecho. El grito de dolor del hombre resonó en la calle, y algunos campesinos cercanos gritaron de horror ante la escena.

El segundo raptor, lleno de pánico, se levantó y trató de huir, pero Oren se le adelantó. En un movimiento rápido y preciso, Oren le asestó dos puñaladas en el pecho. El hombre se detuvo en seco, parpadeando mientras la sangre manaba lentamente de las heridas, y finalmente cayó inerte al suelo.

Los guardias de Altojardín llegaron poco después, encabezados por Ser Arthur Tyrell, quien se acercó de inmediato a Lord Unwin, buscando explicaciones. Detrás de él, Lady Leonette, al ver a su pequeño hijo, corrió hacia él, abrazándolo con fuerza mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

Lady Leonette recuperaba poco a poco el aliento.

—¿Quién ha sido? ¿Quién nos ha hecho esto? ¿Quiénes son esos hombres? —exigía con cierta locura, su voz temblando de ira y angustia.

—Mi señora, hemos averiguado algunas cosas. Tenemos una nota, un mapa y las indicaciones… —Unwin hizo una pausa, consciente de la gravedad de lo que estaba a punto de revelar—. Estos dos hombres han sido contratados; estamos casi seguros de quién está detrás de esto, pero la sorpresa hace dudar de la veracidad de todo. Sería mejor hablarlo en un lugar privado, mi señora.

—¡Basta! —interrumpió ella, su voz elevándose—. ¡Decidme quién ha sido! ¡Cargará con toda mi ira!

Unwin la miró a los ojos, sintiendo el peso de su desesperación, y lo dijo:

—Hightower, mi señora. Ellos están detrás de todo esto.