El fuego del hogar crepitaba en la pequeña cabaña, iluminando los rostros de los dos hombres que conversaban en voz baja. El mercader, con una capa raída que había visto demasiados inviernos, se inclinaba hacia su primo, un granjero del norte del Valle, mientras tomaba un sorbo de la copa de vino aguado que le habían ofrecido.
—No creerías lo que he visto en este viaje, Elric. —Su voz tenía un tono sombrío, marcado por el cansancio—. Bajé al sur, a Puerto Gaviota, y allí conocí a algunos de los pobres diablos que lograron escapar de Soto Gris. Hombres y mujeres con los ojos perdidos, como si hubieran visto a los mismísimos Otros caminando entre ellos. Las historias que contaron… ni los cuervos se alimentaron bien de aquello, primo. Los cuerpos estaban mutilados, las casas quemadas. Dicen que todo lo hicieron en nombre de la guerra, pero, ¿quién puede justificar tanta crueldad?
Elric dejó su cuchara en el cuenco de estofado y frunció el ceño.
—¿Y esos desgraciados quiénes eran? ¿Gente de Soto Gris? —preguntó, tratando de procesar la gravedad de las palabras de su primo.
—Sí, pero apenas unos cuantos. El resto, todos muertos o desaparecidos. Sobrevivieron porque huyeron antes de que los hombres de Daemon y su jodido dragón llegaran. —El mercader hizo una pausa y tragó saliva—. Lo que no entiendo es cómo Lady Arryn puede apoyar a ese hombre. Es el responsable de esto, Elric. Y no solo de Soto Gris, ¿te acuerdas de cómo trató a Rhea Royce? Esa mujer tenía más honor que la mitad del Valle junto, y él la arrojó de su caballo como si fuera un saco de harina. ¡Y ahora abren las puertas del Valle para él!
Elric se recostó en su silla, cruzando los brazos.
—Siempre he dicho que esos señores del Valle solo se cuidan a sí mismos. Pero lo de Lady Arryn no tiene nombre. ¿Acaso ha olvidado que fue Daemon quien deshonró a los Royce? Si no tuvo reparos en matar a su propia esposa, ¿qué puede esperar del resto de nosotros? Quizás solo está jugando al juego de los tronos, pero, te lo digo, primo, esas alianzas con dragones nos traerán más desgracias. No se puede confiar en los Targaryen. Sus bestias escupen fuego, pero ellos mismos son aún más peligrosos.
El mercader asintió, suspirando profundamente.
—Eso mismo pienso. Por eso sigo viajando, primo. Quiero ver qué dicen en otros lugares, pero aquí, en el Valle, más vale que estemos preparados. Porque tarde o temprano, los dragones volverán a pasar por aquí. Y dudo mucho que Lady Arryn nos proteja como debería.
Los dos hombres callaron, dejando que el viento frío que soplaba fuera se llevara el eco de sus palabras. El fuego seguía ardiendo, pero entre ambos, la inquietud era más fuerte que el calor del hogar.