El caballero de los cráneos y los besos

— Eso está mal escrito. No es “e llegado”. Te falta una h al principio.

— ¿Y qué sentido tiene poner una letra que no se pronuncia?

— Porque la lengua ha evolucionado así. Así que si no queréis parecer un cazurro, deberéis escribirlo como corresponde.

Ser Richard agarró el papel en el que había escrito, lo arrugó y lo tiró al suelo con fuerza, donde fue a hacer compañía a muchos más que habían corrido la misma suerte. No tenía paciencia para la gramática, y le enfurecía no poder aprender más rápido. La sensación de sentirse inútil le resultaba sumamente desagradable. El maestre Pellinore cerró los ojos y suspiró, cansado. Sereno como era, no terminaba de acostumbrarse a la fogosidad del caballero.

— Debéis de tener paciencia, ser. Leer y escribir con fluidez no es una tarea nada fácil si no os instruyeron en ello durante vuestra niñez. Más señores de Poniente de los que os pensáis son analfabetos. Podéis consideraros afortunado.

— Y a Poniente le sobran señores inútiles por los cuatro costados. Así va el reino. En fin, se me ha agotado la paciencia por hoy —Richard apartó la pluma y el tintero lejos de su vista y alzó su mirada hacia Pellimore—. ¿No tendréis alguna carta por allí para leer, maestre?

— Pues sí, y muy oportunas —Pellinore sacó de su raída túnica varios pequeños trozos de pergamino enrollados y los dejó sobre la mesa con suavidad—. Son las respuestas que han llegado hoy de algunos vasallos de Rocadragón a las misivas que les enviamos. Hay buenas y malas noticias, la mayoría buenas. ¿Por cuales preferís empezar? ¿Por las buenas o por la malas?

— Es mejor acabar con los malos tragos cuanto antes para empezar con los buenos. Empezamos por las malas.

— Perfecto. Aquí tenéis.

Pellinore tomó una de los mensajes y se lo acercó a ser Richard, que lo desenrolló con soltura. El caballero entornó los ojos. Sospechaba que nunca se iba a acostumbrar por completo a la visión de las letras sobre el papel. Con razón muchos maestres terminaban mal de la vista antes de llegar a la vejez.

— Qué letra más pequeña. Seguro que lo ha hecho solo para molestarnos.

— Los mensajes de los cuervos deben de ser breves y concisos. No se puede enrollar mucho papel alrededor de la pata del animal, así que es mejor aprovecharlo al máximo. A menor tamaño de letra, mayor cantidad de información se puede transmitir.

— Tiene sentido. En fin, veamos… A Ser Rriii… Richard. A ser Richard Lonmouth. Qué ironía, mi apellido tiene una de esas jodidas h.

— No os despistéis, ser —le reprochó el maestre, aunque en un tono conciliador—. Concentración.

— Sí, tenéis razón. Perdonad. Marrrr… marca… mmmmgrrrr…

— Marcaderiva.

— Marcaderiva, demonios. Marcaderiva no obe… obedece ordenes de… de… ca… ca… cach…

— Cachorros.

— Marcaderiva no obecede órdenes de cachorros de dra… draaa…. dragón. La gue… la guerra es un a… a… asunto de… de… hom…bres. No veo nada más.

— Os queda el reverso.

— Ah, sí. Veamos… Es una firma. Aquí hay letras que no conozco, maestre.

Pellinore hizo lo posible por no reírse. Sonrío ligeramente.

— Lo que ocurre es que no estáis acostumbrado a la escritura con florituras. Es compresible. La firma Lord Lucerys Velaryon.

— La guerra es cosa de hombres, dice. Como si él lo fuera —bufó con desprecio ser Richard—. Rhaegar me dijo que no esperase nada de él. Veo que no se equivocó.

— Lord Lucerys ha medrado en la corte por criticar abiertamente al príncipe y defender a ultranza al rey Aerys —comentó el maestre con tristeza—. Además, ocupa un puesto en el Consejo Privado. Tiene poco que ganar abrazando la causa de Rhaegar. Al menos, Celtigar y Massey han respondido a la llamada. Acudirán. De Sunglass y Bar Emmon aún no sabemos nada.

— Perfecto. ¿Alguna novedad más?

— He oído a un comerciante decir que Hoster Tully ha conseguido escapar de las mismísimas celdas negras. No se sabe quién está detrás de todo, pero ha afirmado que un capitán de los Capas Doradas le había dicho que buscaban a Lord Jon Connington. A mí me parece un poco inverosímil, pero vivimos tiempos extraños, sin duda.

— ¿Connington, decís? Es un hombre íntegro y honrado. Y muy hábil con las armas. Es perfectamente posible, pero es una locura. No sé como van a escapar con vida de los hombres del rey.

— Veremos. El tiempo nos dirá. ¿Otra carta?

— ¿Ha sido tu primera batalla, ser?

— Sí, por fortuna —respondió Richard Lonmouth, con la mente entumecida por el dolor de su antebrazo, allí donde su viejo amigo Robert le había alcanzado con su martillo. Las escaramuzas que había vivido en el Bosque Real no tenían nada que ver con una batalla campal. No había terminado de digerir la derrota. «Tanta planificación, tanto esfuerzo…». El dolor que sentía ahogaba su rabia—. Qué carnicería. Y todo ha sido en vano.

— ¡Ja! —la risa de Ser Gormon Mares fue tan cortante como el puñal ensangrentado que llevaba en la mano—. Que no os escuchen los señoritos, o se ofenderán por vuestra franqueza. Ahora lo que necesitas es que te traten ese brazo, y después, un buen ron y una buena mujer. Mano de santo, te lo digo yo.

Ser Richard no pudo evitar reírse. Mares era un hombre de rostro tan común que resultaría fácil de olvidar. En su faz se notaba había sido maltratado por la vida y que no había disfrutado de muchas comodidades. Decía que era un bastardo de un Velaryon, aunque Richard lo dudaba sinceramente. “Y si no lo fuera, ¿qué más da? Ser Gormon Mares suena mejor que Ser Gormon el Bastardo”. Comandaba un pequeño pero curtido grupos de mercenarios que se habían constituido como la Compañía Carmesí, y habían tomado una cabeza de dragón roja por emblema. A pesar de que Richard era consciente de que cuando las cosas se torcieran demasiado sería el primero en desertar, apreciaba al capitán mercenario. Era un hombre de una cruda sinceridad, sin pelos en la lengua a la hora de decir lo que pensaba, y al igual que él, amante de las mujeres y el buen vino. Por supuesto, desdeñaba los absurdos protocolos de la nobleza.

Los dos hombres caminaban por el improvisado campamento que habían plantado cinco días antes, cuando desembarcaron. El lugar bullía de frenética actividad, los hombres corrían de un lado para otro, cargando los pocos víveres que habían dejado y loco de valor que podían cargar consigo mismos. Ser Richard deseaba encaminarse a su tienda para que el maestre Pellinore le entablillase el antebrazo -sospechaba que Robert le había roto algún hueso- y poder abandonar aquella maldita playa de una vez.

— Hablando de los señoritos —comentó Richard al mercenario, como quién no quiere la cosa—, me parece que por ahí vienen unos cuantos.

Y así era. El joven Ser Jon Massey se aproximaba hacia ellos encabezando una patrulla de hombres de Piedratormenta, acompañado con el codicioso Lord Ardrian Celtigar. El rostro del zarpeño hablaba por sí solo. «Guerrero, dame fuerza». Ser Richard y el mercenario se detuvieron para esperarlos. La ironía quiso que lo hicieran junto al montículo de piedras que habían hecho para darle lo más parecido a un entierro digno a Lord Hugh Grandison de Buenavista.

— Ser comandante—dijo respetuosamente Massey al tiempo que inclinaba la cabeza. Ni se molestó en saludar al mercenario, era una persona inexistente para él—. Hemos hecho ya el recuento de hombres, tal y como nos ordenasteis. Ni rastro de los hombre de Punta Aguda ni de Lord Guncer. Lord Sunglass está también desaparecido, pero muchos de sus caballeros y capitanes están presentes. Mi padre está con los hombres de mi Casa, organizando ya la partida.

— Perfecto. Buen trabajo, ser Jon. ¿Se sabe que ha sido de Penrose?

— Lamento deciros que no. No fue capaz de atravesar la retaguardia de lord Robert. Puede que haya conseguido volver a su castillo y organizar una resistencia.

— Quiera el Guerrero que sea así —ser Richard suspiró—. No creo que Robert nos haya seguido, sus hombres están cansados y también ha sufrido mucho, pero… tomad una docena de caballos y aseguraos de que el perímetro está asegurado. Partiremos en una hora… y media, como mucho.

— Como ordenéis, comandante.

Massey iba a marcharse, pero entonces Lord Celtigar dio un paso adelante. Ni se dignó a saludar y habló en un tono ronco y cortante.

— Espero que estés orgulloso de la que has organizado, chico.

— En absoluto. Muchos buenos hombres han caído hoy. Sus muertes pesan en mi conciencia.

— Oh, sí, que lástima —comentó ácidamente Celtigar con falsa emoción—. El joven caballero está muy afectado. Lloraremos hoy de pena, para olvidarlos al siguiente amanecer y seguir con vuestros sueños de gloria imperecedera.

— Qué pena que hiléis tan mal los versos. Ya que no valéis para bardo, podríais hacer algo de utilidad, para variar.

— Si tuvierais la lengua tan afilada como la espada ahora estaríamos festejando la victoria en Los Pergaminos, con Lord Penrose. Se te han subido los humos y el poder a la cabeza, Ser Bajacuna.

— Lord Ardrian, estáis siendo injusto con él —intervino Massey, en tono conciliador—. ¿Quién iba a imaginar que Lord Robert y sus hombres iban a pelear con ese ímpetu? Parecían enviados por el mismísimo Guerrero. Suerte tenemos de haber podido retirarnos en orden.

Lord Celtigar negó con la cabeza. La explicación no servía para aplacar su enfado.

— Pues debería haberlo previsto, claro. ¿No conocía a su señoría en persona del torneo de Harrenhal? ¿No afirmó eso en el consejo de guerra de Punta Aguda? Creo que el chico sólo tiene memoria para lo que le interesa.

— Un torneo no es un campo de batalla. Era una bestia con su martillo, pero ignoraba que fuera un buen capitán. Se pasó medio torneo borracho. Y Lord Connington decía que era un cenutrio, un mamarracho.

— Bah —Lord Ardrian hizo un gesto de desdén con la mano—. El cuervo llama negro al grajo. Y vos sois tan mojigato de creerle. Todo pequeño vasallo tiene envidia de su señor, es normal que ese señor del grifo escupa culebras por la boca.

— Que vos seáis así no hace a todo el reino de la misma condición.

Celtigar dio un paso más y se puso cara a cara con Ser Richard. Podía notar su respiración, fuerte y agitada.

— Estoy empezando a cansarme de vuestra impertinencia, chico. Está claro que no tenéis criterio ninguno, que no valéis para mandar y dar ordenes.

— ¿Y vos sí? —ser Richard se le rió en la cara, sin poder contenerse— Igual para contar monedas. E incluso para eso tengo mis dudas.

— ¡Basta! —ser Jon Massey se interpuso entre los dos hombres, separándolos— Dejemos las rencillas a un lado. Ahora no es el momento de discutir y de empantanarnos en recriminaciones estúpidas.

— ¿Y por qué no? Es la verdad. No sé en qué estaría pensando el príncipe cuando te encargó el mando de esta misión. Estás tan verde que meas hierba.

— Ya es suficiente, Celtigar. Contened esa lengua.

— ¿Vas ahora de digno, Massey? —las palabras de Lord Ardrian destilaban veneno— Ayer mismo me decías que era una vergüenza que un noble de tan dudosa ascendencia te diera órdenes. ¿Os habéis dejado la hombría en el campo de batalla?

Massey tuvo al menos la decencia de parecer avergonzado. A Richard no le sorprendió la revelación, dos meses en la corte le habían bastado para saber que jamás sería aceptado entre los nobles de más lustroso linaje teniendo en cuenta que su abuelo había nacido como un caballero que tenía por señorío un simple pueblo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que los Lonmouth fueron un linaje de rancio abolengo. “¡Ser Joffrey Lonmouth fue el mejor amigo del príncipe Laenor Velaryon!”, repetía su abuelo, el ya difunto Peter, con entusiasmo. Pero cuando apoyas al bando perdedor en una guerra civil tan cruenta como la Danza de los Dragones, las consecuencias suelen ser catastróficas. Después de matar al príncipe Lucerys Velaryon en la Bahía de los Naufragios, Aemond Targaryen y su dragón Vhagar aprovecharon para hacer una visita a las tierras de los Lonmouth, quemándolas, incluyendo su castillo. Era el precio a pagar por mantenerse fieles a Rhaenyra y los Velaryon. Los señores colindantes, leales a Bastión y a Aegon II, no tardaron en acudir como buitres a la rapiña, destrozando lo poco que quedaba en pie. Tan sólo quedó con vida un primo lejano del señor, un caballero de poca fortuna cuya jurisdicción solo alcanzaba a un villorrio insignificante que tenía por nombre Las Cardelinas. El buen Aegon V le había devuelto a su familia la dignidad señorial por su lealtad frente a la rebelión de Lord Lyonel Baratheon, les había dado tierras y cartas de municipio, pero para los señoritos nobles no era suficiente. Demasiadas generaciones de Lonmouth se habían mezclado ya con sangre de baja alcurnia.

— El honor nos exige obedecer al comandante que el príncipe Rhaegar ha designado.

— Honor —Celtigar escupió la palabra como si fuera veneno—. Yo no pienso seguir poniendo en riesgo la vida de mis hombres por los caprichos de un estúpido.

— ¿Os asusta la sangre, Celtigar? ¿Es eso? —ser Richard dio un paso al frente. Estaba harto de la arrogancia de esa cucaracha, cuya única motivación era la de llenar su propio bolsillo y que ponía cualquier excusa para evitar que comprometieran sus recursos para la causa común—. Así es la guerra. Si pensabais que esto iba a ser un camino fácil para amasar fortuna, tomad la jornada de hoy como un baño de realidad.

— Que te jodan, mocoso arrogante. Si no fueras la mascota de Rhaegar ya te habría ensartado. Pero ni si quiera tú puedes impedir que me marche de vuelta a mis tierras.

— Puedes marcharte, sí. Seguro que contar monedas y entregarse a banquetes lúdicos es mucho más grato que esto. Y cuando acabe esta rebelión, si sigo vivo, iré a buscarte con un ejército, te sacaré a rastras de tu castillo y te colgaré por traidor.

Al principio Lord Celtigar recibió las palabras en silencio, como si no terminase de creer lo que acababa de escuchar. Un incontenible rubor le ascendía por el cuello. Al final su repentino estallido de ira salpicó a todos los presentes.

— ¡Repetid eso con la espada en la mano, bastardo! —rugió al tiempo que echaba mano a su hacha de acero valyrio— ¡Vamos, desenfundad vuestra espada!

En su estado actual sabía que no tenía ninguna oportunidad, y aún con todo, ser Richard fue a echar mano de su arma para responder al desafío cuando una mano firme se posó sobre su hombro y lo echó a un lado sin ninguna ceremonia. Ser Gormon Mares, el capitán de la Compañía Carmesí, se enfrentó al furibundo señor de Isla Zarpa con una calma gélida.

— El ser está herido, cangrejito, pero si tienes redaños, puedes vértelas conmigo —ser Gorman echó su mano al puño de la espada. Su mirada tenía un brillo peligroso—. Venga, dejad de agitar esa hacha tan bonita que tenéis y atacad. Siempre he querido tener una hoja de acero valyrio.

Una cosa era amenazar a un joven caballero herido y otra muy distinta vérselas con un curtido veterano en mil batallas cuyo rostro lucía cubierto por la sangre de enemigos a los que había matado hacía apenas una hora. Lord Ardrian Celtigar reculó, y al final, rabioso, cerró sus puños, escupió al suelo y se dio la vuelta en dirección a su tienda, no sin antes dirigir una mirada asesina al mercenario y a Ser Richard. Tras la marcha de Celtigar, la tensión se rebajó considerablemente en el ambiente. Los hombres de Piedratormenta se escabulleron silenciosamente y ser Richard pudo dirigirse a su tienda sin más interrupciones, acompañado del mercenario.

— Voy a asegurarme que los muchachos están preparándose para partir —comentó ser Gormon antes de despedirse a la entrada de la tienda—. ¿Quieres que luego le dé un susto al canalla de Celtigar?

— No, no. Dejadle estar. Ya se arrepentirá del día de hoy más adelante.

El maestre Pellinore esperaba al caballero sentado en un improvisado escritorio mientras leía uno de los tratados que se había llevado de Rocadragón, ajeno en principio a todo lo que ocurría. Ser Richard lo conocía lo suficiente como para saber que a pesar de su aparente abstracción del mundo que le rodeaba ya estaba informado de todo, el maestre tenía unos nervios de acero y pocas cosas lo perturbaban. Aunque casi tuvo que encadenarlo para sacarlo de la seguridad de los muros de la ancestral fortaleza valyria para que le acompañase, pues de ninguna de las maneras quería hacerlo. “Yo no estoy acostumbrado al ambiente de campaña, ser. Y de poca utilidad pueden seros mis consejos. Seré una inútil carga”, había alegado. “Aquí no aportáis nada a nadie. El príncipe Rhaegar confiaba en vos y yo así lo haré. Vuestro prodigioso saber como médico en todo caso será apreciado. En la guerra hay muchos heridos”, le había respondido. Al final, tras muchas quejas y protestas, el hombre había accedido.

— Maestre, será mejor que examinéis cuanto antes esta herida —comentó Richard al tiempo que le alzaba el antebrazo herido—. Creo que tengo algún hueso roto.

— Será mejor que os sentéis, ser —respondió al tiempo que se levantaba y señalaba al caballero un cómodo asiento libre. Ser Richard obedeció—. Veamos que tenemos por aquí.

Pellinore tomó con sus manos el brazo herido de ser Richard. El maestre le ayudó a quitarse la armadura y a desnudarle el brazo para que pudiera examinarlo a placer. Miró con detenimiento, y tocó y palpó donde consideraba necesario. Ser Richard gruñía y apretaba los dientes cuando le apretaban en un lugar delicado. Al final, tras un par de minutos, Pellinore hizo su veredicto.

— Mala cosa, pero podría haber sido peor. Debéis dar gracia al herrero que os armó, os ha salvado de un buen golpe. No os ha destrozado las venas principales, eso habría sido fatal y os seguramente os habría hecho gangrena, con la consecuente amputación. Tenéis el radio roto, como bien sospechabais.

— Me entabillaréis entonces y todo resuelto, ¿no?

— Mientras guardéis reposo y no hagáis ninguna locura no debería haber ninguna complicación, no. Olvidaos de luchar las próximas semanas.

— Bah —Ser Richard escupió al suelo. Pellinore hizo una mueca de desagrado al verlo—. Me tacharán de cobarde, entonces.

— Sólo los imbéciles, ser. Y de esos no os tenéis que preocupar.

— Es extraño, pero… Creo que no quería matarme —comentó Richard, mirando al techo, pensativo—. Podría haberlo hecho, estoy seguro. Pero me perdonó.

— ¿Habláis del hombre que os ha hecho la herida?

— Sí. De Robert Baratheon.

— Entonces debéis consideraros afortunado. Por lo que he oído pelea como el Guerrero encarnado. Entablasteis relación con el en Harrenhal, ¿no? Debe de guardaros aprecio. La guerra no tiene por qué quebrar vínculos de amistad, a pesar de encontraros en bandos opuestos, ser. Puede que llegado el momento podáis corresponder a su gratitud.

— Es posible.

Iba a añadir algo, pero entonces una presencia irrumpió en la tienda como un incontenible torbellino. A ser Richard le dio un vuelco el corazón.

— ¡Richard! —gritó una muchacha pequeña, joven y menuda, de hermosísima melena platinada, al tiempo que se acercaba al caballero y se arrodillaba junto a él mientras le agarraba del brazo que tenía libre— Oh, gracias a los Dioses que estas vivo. Cuando vi a los hombres regresar me temí lo peor… Estaba muy preocupada.

— Mujer, ¿no ves que estoy atendiéndole? —la voz de Pellinore era cortante. No había terminado de tragar su presencia, y Richard sospechaba que nunca lo haría—. Si os quedáis aquí para ayudarme y hacer algo productivo, bien. Si no, será mejor que os marchéis.

— Vamos, no seáis tan duro con ella —intervino Richard en tono conciliador—. Déjala estar. Ayuda al maestre en lo que te diga, Elenei.

La muchacha asintió mientras Pellinore cogía los materiales necesarios para entablillar el hueso de manera adecuada y daba órdenes.

«Ah, hermosa Elenei», pensó Richard mientras se dejaba hacer. Había encargado a Ser Gormon antes de partir de Rocadragón de que le buscase una chica guapa para que le calentase la cama. Y vaya que si la había encontrado. “Bueno, al dueño del lupanar no le hacía mucha gracia despojarse de la mejor flor que tenía, por mucho dinero que le ofreciese —había dicho el mercenario—. Cambió de parecer cuando le puse el cuchillo en la garganta” “Creo que te dije que nada de altercados” “Y creo que me dijiste que querías una chica agraciada. Aunque si lo prefieres, te traigo a la gorda o a la que tenía labios de babosa. Seguro que el hombre estará encantado de hacer el trueque”

Elenei era baja y menuda y su pecho brillaba por su ausencia, pero su rostro era digno del de los señores dragón de Valyria: de largos y platinados cabellos, facciones gráciles y delicados y unos ojos a medio camino entre el azul claro y el violeta. En cualquier lugar de Poniente habría sido imposible encontrar algo así, pero no en Rocadragón, donde la sangre de valyria era fuerte en alguna familias del vulgo, que descendían de bastardos de los señores de la isla. Las semillas de dragón, se les conocía. Y la muchacha no solo le calentaba la cama, también le hacía la comida, le lavaba la ropa y le daba conversación. Ser Richard le pagaba generosamente. Se había empezado a encariñar con ella, no solo por su belleza, a pesar de ser una puta tenía una sensibilidad atípica en la profesión. Pellinore la detestaba, aunque para un hombre de su orden era comprensible. “Ahora representáis al príncipe Rhaegar y ofrecéis una pésima imagen como putero. No podéis seguir por ese camino”. El caballero le había mandado a paseo.

— Hale, ya está —el maestre se permitió dar una ultima mirada a su meticuloso trabajo y sonrió, satisfecho—. Procurad que las tablillas no se os moje demasiado. Os revisaré periódicamente el brazo para ver que todo está en orden.

— Sin duda sois tan buen médico como afirma el Príncipe —respondió Richard con sinceridad—. Gracias, maestre. Y ahora, si nos podéis dejar un rato a solas…

— Os recuerdo que debéis de guardar reposo.

— Descuidad. Solo vamos a hablar un poco.

Pellinore puso los ojos en blanco. La mirada que Elenei le dedicó al maestre fue punto menos que insolente, pero este se marchó sin decir nada y dejaron a la mujer y el caballero a solas. Elenei se sentó sobre el regazo de ser Richard, con cuidado de no hacer apoyo en su brazo entablillado.

— Ahora voy a ser yo la que va a tener que cuidar de ti —Elenei le dio un beso en la boca. La lengua de ser Richard se lo devolvió gustosa y ávida—. Tendré que tener mano dura —comentó al tiempo que le pegaba un suave puñetazo en el pecho— porque eres muy revoltoso.

— Mira quién fue a decírmelo.

La voz del caballero era algo desganada, y la mujer se percató.

— Te veo preocupado —Elenei se puso repentinamente seria. Le acarició el rostro con dulzura—. Y no es por esa herida ni por la derrota.

Ser Richard cerró los ojos y respiró hondo.

— Los señores de mi ejército no me respetan —confesó con un susurro—. Ya lo sospechaba, pero esta derrota les ha venido como anillo al dedo para quitarse la máscara. Y un comandante al que no respetan ni sus propios capitanes es un comandante muerto.

— Pues colocad a otros que sí os respeten.

El caballero no pudo evitar sonreír. Qué inocente que era.

— Si lo hago, esos hombres me abandonarán. No es tan sencillo. Esos señores tienen hombres, oro y tierras, los necesito para tirar del carro, con mis fuerzas no es suficiente. No puedo deshacerme de ellos.

— Pues entonces tienes que buscar más apoyos para no tener que depender de ellos.

— Ya me dirás donde.

— En el pueblo, mi buen caballero.

— El pueblo está atado a la tierra, que depende de los señores. Sin ellos no puedo hacer nada.

— El poder de esos señores se basa en el pueblo, en nosotros. Sin el pueblo, no son nada.

Ser Richard asintió, tenía razón. No sabía a donde quería llegar Elenei, así que se mantuvo en silencio, expectante, a que se explicase mejor.

— Conoces de primera mano la precaria situación del pueblo llano. Te compadeces de ellos porque has vivido rodeado de su mundo, porque eres una buena persona. Dale al pueblo cosas que puedan entender. No les llenes los oídos hablando del príncipe regente y su causa justa. Dales en su nombre tierras y mejores perspectivas. Quitáselas a esos señores que os han traicionado o que no te reconocen, y tendrás a centenares de hombres dispuestos a luchar y morir por lo que les has dado.

«Hay que reconocer que no tiene ni un pelo de tonta. Y la idea es tentadora». A veces Rhaegar le había hablado de lo buenas que eran las reformas de Aegon V para el pueblo, y amargamente el príncipe le decía que los terratenientes las habían saboteado. Aquel rey Targaryen había preferido preservar la paz, pero ahora ya no había paz que guardar, no tenía nada que perder intentándolo. Necesitaba ahora ir a un lugar seguro para rehacerse y encontrar un lugar donde poder plantar una emboscada. Lord Robert le había hecho aprender por las malas que era imposible batirle en campo abierto.

— Tendré que pensarlo.

— Tendrás que pensarlo, sí, pero no ahora —la muchacha deslizó una de sus manos hacia su polla al tiempo que le mordía el cuello. No tardó mucho en ponerse erecta—. Ahora es momento de tu merecida recompensa tras la batalla.