El sol caía a plomo sobre el mar, pintando el agua de un dorado intenso que se extendía hasta el horizonte. Sir Marius Sunderland, a bordo de su imponente nave insignia, el “Martillo de Hierro”, observaba con satisfacción la formación de su flota. No era una simple agrupación de barcos; era una obra de arte naval, un despliegue de poder y belleza que quitaba el aliento. Una extensión de madera, lona y acero que parecía abarcar medio océano. Los galeones, majestuosos con sus altas proas esculpidas y sus velas hinchadas como vientres de gigantes, formaban el corazón de la flota, una muralla flotante de poderío. Entre ellos, serpenteaban los barcoluengos, más ágiles y veloces, como escoltas danzando alrededor de los titanes.
Sir Marius se volvió hacia su segundo de a bordo, un hombre corpulento de nombre capitán Thorne, cuyo rostro curtido por el sol reflejaba la misma admiración que sentía el propio Sir Marius.
“Impresionante, ¿verdad, Thorne?”, dijo Sir Marius, su voz apenas audible por encima del rugido del viento y el mar.
Thorne asintió, sus ojos recorriendo la inmensa flota. “Nunca he visto nada igual, mi señor. Un espectáculo digno de las leyendas. La formación es perfecta, cada barco ocupa su lugar con una precisión admirable.”
Sir Marius sonrió, un gesto breve y casi imperceptible. “Cada hombre a bordo conoce su deber, cada capitán su posición. No es solo una flota; es una máquina de guerra finamente calibrada.” Señaló con un gesto amplio hacia el horizonte. “Y hoy, esa máquina se pondrá en marcha.”
Thorne se irguió, su mirada fija en el horizonte. “Espero con impaciencia las órdenes, mi señor. Nuestros hombres están ansiosos por mostrar su valía.”
Sir Marius asintió de nuevo, sus ojos brillando con una mezcla de orgullo y determinación. “La valía se demostrará en su momento, Thorne. Por ahora, admira este espectáculo. Es un testimonio de todo lo que hemos construido, de todo lo que la Casa Sunderland representa.” Se quedó en silencio por un momento, observando la majestuosidad de la flota. Luego, susurró: “Un ejército flotante, listo para la batalla… o para la gloria.” El brillo de las armas, colocadas estratégicamente en los costados de cada barco, añadía una nota de poderío, un recordatorio silencioso de la fuerza que representaba aquella armada.
La imagen era tan esplendorosa e impactante que incluso Sir Marius, un hombre curtido en mil batallas y acostumbrado al espectáculo de la fuerza naval, se sentía sobrecogido. Era un espectáculo digno de los dioses. Un ejército flotante que avanzaba hacia un destino desconocido, dejando tras de sí una estela de espuma y un recuerdo imborrable en el corazón de todos aquellos que tenían el privilegio de presenciarlo. Un espectáculo que, sin duda, resonaría en las crónicas y en la memoria de los hombres durante siglos.