A Hal le gustaba aquel puesto. Era sencillo, no había demasiado ruido y se le pagaba con puntualidad todas las semanas. Había escuchado algo acerca de rumores de guerra, de los Ríos ardiendo y algo sobre Tywin Lannister, aquel tipo con tanta pinta de estirado, renegando de su juramento a la Casa Targaryen. Pero, por lo pronto, su paga no se había resentido, no había signos de violencia en el Lecho de Pulgas y su mujer no había decidido marcharse con sus tres hijos una tarde. Era una vida modesta, pero una vida buena.
Estaba el detalle de lo tenebroso de aquellas mazmorras, por supuesto. Allí se habían podrido más de una decena de nobles señores de todo Poniente, y eso solo en el tiempo que a él le había tocado vivir. ¿Quién sabe a cuántos más habían metido allí los dragones en otra era? Tampoco es que le importara. Estaban frescas cuando el sol del verano pegaba con fiereza sobre los muros rojos de la Fortaleza y al Rey Aerys no le apetecía pasarse por allí demasiado desde lo que había ocurrido en el Valle Oscuro.
Siete Dioses, menos mal que no le apetecía pasarse. Había oído historias acerca de lo que gustaba de hacer con los que le decepcionaban y…prefería no tener que experimentarlo. De todas formas, no le parecía motivo suficiente para rebelarse contra él. El tal Tywin tenía pinta de ser aún peor, con esa cara seria, esos ojos pétreos y ese tono de tener una escoba metida por el culo. A Aerys lo había visto reírse, y eso le inspiraba confianza. Estaba bien reírse.
El que no sonreía nunca era aquel prisionero. Lo entendía, por otra parte. Era un Gran Señor de esos de los que hablaban en los septs y frente a los que mucha gente tenía que inclinar la cabeza. Le gustaba la sensación de no tener que estar haciendo lo propio y verlo humillado frente a él. Los pelos entre canos y rojizos desordenados y los ojos azules más tristes que orgullosos, al contrario que cuando había entrado allí. No estaría mal un mundo en que no existieran más señores, pensaba. Un mundo en que hombres como yo pudiéramos tratarlos de tú a tú.
-La comida de hoy, Hoster. - Le gustaba llamarlo por su nombre, sin necesidad de un título delante. Era una pequeña victoria cotidiana. Un triunfo sencillo que le hinchaba el pecho. - Les he dicho que estás siendo bastante buen prisionero, así que te han puesto algo más de estofado.
Le pasó la escudilla al antiguo señor de…¿los ríos? Fuera lo que fuera, ahora no era más que un prisionero, a merced de Hal y de los otros Capas Doradas que se encargaban de vigilar aquella sección. Un simple mortal que…
Oh, mierda.
¿Pasaría algo si iba a la letrina ahora? No quedaba demasiado para cambiar el turno y tampoco es que fuera a haber alguien curioseando por allí, ¿no? Y, joder, debía ser aquella infecta comida de hoy. Marvin perjuraba que era pollo y no rata lo que les había cocinado de rancho, pero sabía al séptimo infierno y le había sentado como un lanzazo. Joder, se cagaba demasiado.
-Vuelvo enseguida.
Hoster Tully acercó la hogaza de pan al estofado, sonriendo para sus adentros mientras el rugido del estómago del guardia se acompasaba a la rapidez de sus pasos marchándose. No es que hubiera tenido muchos motivos para la felicidad desde el juicio, por lo que aquello al menos lo apartaba de sus pensamientos más negros. Probó un poco de la carne y, sorprendentemente, no sabía demasiado mal. ¿Quizás contratar a algún cocinero de la Fortaleza Roja para Aguasdulces?
Una sombra se cernió sobre la puerta. Hoster alzó la mirada y vio como una figura ocupaba el lugar en el que apenas instantes antes había estado el Capa Dorada, probablemente aún corriendo hacia la letrina más cercana para atender a la llamada de la naturaleza. El extraño era un hombre algo más alto, cubierto con una capucha y una larga túnica que le cubría todo el cuerpo. SIn embargo, bajo el ropaje marrón destellaba el acero.
-¿Así que el Rey se ha cansado de mí?, ¿de verdad va a ser en la oscuridad, como un perro?, ¿no queda honor en la Casa Targaryen?
-Queda, pero no en el que se sienta ahora en el trono. - La voz le sonaba familiar. La figura se retiró la capucha y vio un rostro joven, de ojos claros y cabellos rojizos. Una espesa barba le poblaba ahora la cara, pero lo reconocía…
-¿Connington?, ¿qué hacéis aquí, por los Siete infiernos? - Hoster dejó el plato y se acercó a la puerta. Lord Jon sacaba una llave y peleaba con la cerradura. Pronto se oyó el sonido de la puerta abriéndose.
-Es mi profesión la de la caballería. Son mis leyes, el deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal. - Conocía ese pasaje. Era de uno de aquellos libros de caballería que tanto furor habían tenido en el reino de Aegon V y que aún eran cantados por los bardos de cuando en cuando. - Enmiendo mis errores, Lord Hoster.
Era libre. Hoster Tully dio un paso fuera de la fría celda en la que había estado encerrado. Junto a él, Connington observaba la entrada. El guardia no tardaría en regresar.
-Vámonos