La Danza de las Tormentas

Dicen que es el mejor espadachín del reino – dijo una distraída Cassandra --.

¿Quién lo dice? – Maris parecía divertirse – ¿Las batallas del dragón también cuentan para su jinete?

Se dice que lo adiestró el propio Lord Comandante – el gesto de Cassandra se torció, como todas las veces que aleccionaba a sus hermanas --. Cuidado Melis, mucho cuidado con las palabras que utilizas.

Vale madre – dijo con aparente desinterés mientras saboreaba un higo – pero espero que maneje todas sus armas diestramente.

Las risas de Ellyn y Floris cerraron la conversación, las pequeñas Baratheon eran las que verdaderamente atraerían el amor frugal de cualquier hombre, pero eran incapaces de comprender el poder que aquello les otorgaba. Eran las mayores las que comprendían en plenitud lo que allí estaba en juego.

Los preparativos para recibir al príncipe fueron apresurados, pero consiguieron su objetivo a tiempo. Sin duda alguna, las cuatro hijas de Lord Borros Baratheon eran unas muchachas espabiladas. Desde muy pequeñas habían estado acostumbradas a organizar el servicio, como un pasatiempo y como el entrenamiento de una familia estricta. Salvo Cassandra, la mayor de todas, la aversión por lo inesperado y el amor por la vida en la corte eran rasgos que compartían el resto de sus hermanas y que las diferenciaba de su padre. Lady Elenda aborrecía el parecido que su primogénita tenía con su marido. Ambos testarudos, propensos a la ira y tremendamente confiados en sí mismos. En su opinión, los hombres eran los que debían mancharse las manos. Así había sido siempre en Canto Nocturno.

Quizás fue aquel carácter firme y decidido el que cautivó al príncipe Aemond, podría haber sido su solidez al tener frente a ella un dragón de aquella magnitud, que ensombrecía hasta el último rincón de su hogar, o puede que fuera solo simple atracción, pero pronto se pudo sentir como el invitado había hallado cierta comodidad en aquel viaje.


El silencio imperaba en los pasillos de la fortaleza. Los guardias la observaban, pero se limitaban a inclinar la cabeza y dejarla pasar. Sin duda era un beneficio de su posición, pero también había acostumbrado a los guardias a que su voz sonara como si saliera de las cuerdas vocales del señor. Su padre se había asegurado de ello desde que era joven. Hablarían, claro que hablarían, era parte de su plan, pero ya se encargaría de aquellos rumores próximamente. Aquella noche no importaba nada que no fuera lo que había venido a hacer.

Se había vestido una fina túnica blanca, se había bañado con agua perfumada con flores y llevaba un peinado suelto, salvaje, pero con sus tirabuzones perfectamente formados. A sus dieciocho años ya tenía un cuerpo plenamente de mujer y se había encargado de vestir y realzar sus bondades, era como si llevara toda la vida preparada para eso momento, su confianza y tranquilidad eran absolutas. Aquella noche cabalgaría sobre un príncipe. Al entrar en los aposentos de su invitado este se sobresaltó y trató de alcanzar su espada, pero se quedó paralizado al ver quién había importunad su estado de somnolencia. Su voz dulce y firme junto a sus caricias desarmaron pronto a su rival, el deseo fue despertado y supo que pronto daría comienzo a su pequeña e íntima danza.

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