Los gritos recorrían Rocadragón. Jacaerys, el primogénito de la reina, no recordaba nada igual. Cuando Lucerys nació, el príncipe de Rocadragón era demasiado joven como para recordar nada, pero, ni en los nacimientos de Joffrey, Aegon o Viseyrs su madre había padecido algo igual. Además, de acuerdo con el maestre Gerardys, aún faltaba una luna para que su madre saliera de cuentas.
El muchacho había acudido a la alcoba de Rhaenyra, incapaz de permanecer al margen. Daemon había dejado Rocadragón días atrás ante las noticias que habían llegado desde la Capital. Noticias preocupantes que él mismo había trasladado a su madre. ¿Habrían motivado esas palabras aquella situación? ¿Acaso podía el estrés y la frustración provocar el parto? Demasiadas preguntas para las que sólo el maestre Gerardys tenía respuesta. Y este estaba demasiado ocupado tratando a la Reina.
Junto a su cama, Jacaerys apretaba su mano. O más bien dejaba que la Targaryen apretase la suya con una fuerza inusitada. El trataba de permanecer tranquilo, buscando contagiarla de su serenidad. Pero aquello era imposible. La situación le superaba.
Fue entonces cuando las puertas se abrieron de par en par y Daemon Targaryen entró en la sala, recorriendo la distancia al lecho a grandes zancadas. No dijo nada, simplemente palmeó su espalda antes de tomar el la mano de su esposa. Jacaerys no se marchó, sino que simplemente dio unos pasos atrás, mientras su madre continuaba desgañitándose y las matronas continuaban con su trabajo.
Estas andaban con premura, de un lado a otro. El Velaryon no había presenciado ningún parto, y pese a ello estaba seguro de que algo no iba bien.