Torrhen Stark, el Bueno

Majestad, os pido un justo y severo castigo para los Lobos del Invierno que se batían en duelo y que atacaron a mi guardia cuando intentaron impedírselo –Brandon Nieve hablaba en un tono tan frío como su apellido–. Ya es hora de poner en vereda a estos espadachines pendencieros…

Torrhen tuvo que hacer un esfuerzo para no bostezar. Frente a él, el primer ministro y el comandante de la guardia real habían vuelto a enzarzarse en otra de sus interminables discusiones. Al monarca le costaba comprender como es que dos hombres que se habían probado de una indefectible lealtad pudieran tener tantas diferencias. Era, sin duda, una cuestión que escapaba a su mente, igual que el modo de poder reconciliar a dos hombres tan distintos. Torrhen se estremeció ante la mención de un duelo, desde la muerte de su segundo hijo en uno los había prohibido, nadie más debía de perecer en una barbarie semejante.

¿Cómo os atrevéis a llamarnos espadachines pendencieros? –replicó Carl Cassel, indignado por la acusación y encarándose con el primer ministro– La realidad, Majestad, es que dos de mis Lobos estaban dando clase de esgrima a un aspirante a la guardia real y la guardia de Su Eminencia lo confundió con un duelo.

Nieve bufó, despectivo.

¿Pensáis que una fábula así tiene alguna credibilidad?

Es la verdad, Majestad.

Cassel miró entonces a su rey a los ojos. Este, algo perturbado, bajó su mirada a sus manos. Nieve volvió a la carga.

Si fue como contáis, ¿por qué vuestros Lobos atacaron a mis guardias?

Los míos no atacaron, defendieron sus vidas.

Si no atacaron, ¿cómo es que tengo unos cuantos heridos?

En verdad no quería aburrir a Su Majestad con ciertos detalles, pero ya que no dejáis otra alternativa… Majestad –Torrhen volvió a levantar la vista ante la interpelación–, en los últimos días mis Lobos han sido objeto de continuas provocaciones por parte de la guardia de Su Eminencia, ¡y no sabemos por qué!

¡Eso es falso, Cassel –la voz de Nieve restalló como un látigo–, retirad esa acusación!

¡Vos sabéis que no miento, que todo lo que digo es verdad!

«Esto ya es insoportable». El rey entoces se levantó y se colocó entre los dos rivales, separándolos con sus regias manos, intentado mostrarse conciliador.

Amigos, amigos, por favor, no levantéis a las bajas pasiones… He llegado a una conclusión, que los dos queréis el bien del Norte y el mío, por lo tanto no decretaré castigo alguno. El rey Bueno, como me llama el pueblo ha dictado sentencia.

¡Sin duda el pueblo tiene razón al llamaros el Bueno, Majestad!

Gracias Cassel, me alegro de que tú también pienses lo mismo. ¿Y tú, hermano mío, que opinas?

Yo, Majestad, pienso lo mismo… –Nieve se llevó una mano al pecho e inclinó levemente la cabeza, con respeto– Sois un dechado de bondad.

¡Ah! ¡Qué alegría! –Torrhen no pudo evitar sonreír y estrechar sus manos– Me alegro de que todos estemos de acuerdo. Muy bien, estoy contento y muy satisfecho de mí –el rey volvió a tomar asiento–. Si no tenéis más peticiones, mi señores, podéis retiraros, le he prometido a mi Lana que leería los versos que ha escrito… ¡y que mal padre sería si no lo hiciera!

Cassel y Nieve se lanzaron una última mirada de animadversión, pero no comentaron nada más al respecto. Se despidieron con las formúlas de rigor y dejaron a Torrhen sentado plácidamente en su escritorio, leyendo la poesía que su hija había escrito y deleitándose con ella, ajeno a las intrigas que le rodeaban.