Un día más

Daemon aterrizó sobre la plaza mayor del Valleoscuro. Allí se arremolinaban los curiosos. Daemon no les prestó atención. Estaba cansado. Los años pesaban, y aquel día, había mantenido a raya a Vhagar mientras se preocupaba por Lucerys. No le preocupaba en exceso aquel muchacho, sin embargo, había prometido a Rhaenyra que cuidaría de él. Tras aflojar las cinchas que lo mantenían unido a Caraxes, el valyrio se acercó a una mujer que llevaba un cubo de agua en las manos. Durante horas, los lugareños habían sofocado los incendios que las llamas de los traidores habían producido. Sin decir nada, se lo echó encima para refrescarse. El calor de las llamaradas lo había hecho sudar. Sentía sus cabellos apelmazados contra su piel, con lo que el agua fresca que cubrió de salitre su piel fue un regalo divino.

El frescor le hizo recobrar los ánimos. Sentía la voz seca cuando las órdenes brotaron de sus labios. — Traed comida para los dragones, ovejas o vacas — demandó a la pobre mujer que se encontraba frente a él, pero que no dudó en asentir e ir a buscar a aquel que pudiera cumplir sus exigencias. En la distancia, Lucerys lucía un gesto contradictorio, una mezcla de alivio y frustración. Exhalando un suspiro de resignación, Daemon se acercó al muchacho. Odiaba cuando tenía que hacer de padre. No hizo falta decir nada. Tan pronto puso sus iris violeta en los avellana del Velaryon, este agachó la cabeza, incapaz de mantener su fría mirada. — Hemos perdido la flota — musitó el pequeño — si me hubiera mantenido lejos del alcance de Aegon como pedisteis, Aemond no lo hubiera podido hacer — se flageló Lucerys. Estaba bien que el muchacho quisiera mejorar, pero si se fustigaba, no podría dormir. Y si no descansaba lo suficiente, mañana le sería del todo inútil.

Una taimada sonrisa curvó los labios del Targaryen. — La flota sólo servía para que algunos de los presentes tuviera la esperanza de poder escapar. Tus tíos han negado la posibilidad de huir a los defensores de Valleoscuro, quienes sólo puede luchar o morir — le dijo, en un tono de voz que sólo ambos podían escuchar. — Después de lo que le sucedió a Ser Robert Darklyn, nadie aquí puede esperar que si rinden la plaza sus vidas sean respetadas, con lo que Aemond nos ha dado un ejército de fieles que lucharán hasta la muerte — añadió, antes de encogerse de hombros. Habían ganado un día. Habían demostrado que ellos podían hacer frente a los tres dragones de los verdes. Y si las cosas se torcían, ellos podrían huir. No, la pequeña victoria de Aemond sería insignificante.

No pudo decir más, pues Lord Gunthor hizo acto de presencia. Pertrechado en su inmaculada armadura, pues la guerra no había llegado a los muros de Valleoscuro, hincó la rodilla frente al Rey Consorte. La llegada de los Negros había evitado una masacre. Cuando se puso en pie, la voz del señor de la ciudad se alzó sobre los cuchicheos de todos los allí presentes. — Hace semanas, Aemond desafió en combate singular a Ser Robert, quien le venció en justa lid y perdonó su vida. Sin embargo, el pérfido y cobarde ordenó a su bestia acabar con su vida — recordó, alzándose nuevamente la frustración de los allí presentes. — Hoy ha regresado a acabar su trabajo, y sólo la presencia del esposo e hijo de nuestra reina Rhaenyra ha evitado que lo consiga — añadió, comenzándose a escuchar vítores entre los que poco a poco se habían ido congregando en la plaza. — Un Targaryen llenó la sangre real de deshonor, y hoy el rey consorte y el hijo de la reina han restituido el honor perdido — concluyó, quedando su voz acallada por el fervor de los allí presentes.

Fue entonces cuando Daemon se acercó ligeramente a Lord Gunthor, a quien susurró unas palabras en el oído antes de retirarse. Las cejas del señor de la plaza se alzaron ligeramente, antes de recuperar la compostura. — Muchacho, de rodillas — ordenó, antes de desenvainar su espada.

— En el nombre del Guerrero, os encomiendo ser valiente — terció, dando un ligero toque con la hoja de la espada, antes de elevarla sobre la cabeza del Velaryon para posarla sobre su hombro izquierdo. — En el nombre del Padre, os encomiendo ser justo — continuó, recitando aquellas palabras que Daemon había llegado a escuchar en lo que sin duda debía haber sido una burla a los Dioses. — En el nombre de la Madre os encomiendo defender a los jóvenes y a los inocentes — prosiguió, llevando la hoja de la espada de un hombro a otro. — En el nombre de la Doncella, os encomiendo proteger a todas las mujeres, en el nombre de la Vieja, os encomiendo actuar con sabiduría y en el nombre del Herrero, os encomiendo proteger a los indefensos — añadió, antes de detenerse un segundo. Muchos caballeros finalizaban allí el nombramiento, temerosos de invocar el nombre del Desconocido. Sin embargo, Siete eran los Dioses y a todos ellos debían honrar. — Que el Desconocido se lleve a aquellos que incumplan sus votos — advirtió el Darklyn, en un tono que sólo Daemon y Lucerys pudieron escuchar.

El regocijo de la plaza se desbordó. Lucerys había sido armado caballero a la edad de catorce días del nombre. Sin embargo, lo merecía. Había demostrado luchar con valor, y así podría recuperar la confianza perdida. Acercándose al muchacho, Daemon puso su mano sobre su hombro. — Hoy tendrías que velar a los Dioses, pero prefiero que descanses. Ya lo harás cuando todo esto acabe. Ahora sólo podemos pensar en que hemos ganado un día más —.