Harrenhal, que bien resistes.
Harrenhal, que bien resistes.
Harrenhal, que bien resistes, mamita mía, estos asedios, estos asedios.
De los Tully se ríen.
De los Tully se ríen.
De los Tully se ríen, mamita mía, los Harrenhaleños, Harrenhaleños.
La lira estaba algo estropeada y la voz del bardo no era la mejor, pero habría que conformarse con eso. Una ronda de aplausos por parte de los hombres a su alrededor y luego una de vino. Hace un par de días se podía considerar que había empezado a escasear, pero la muerte que había descendido sobre el castillo había reducido drásticamente el número de consumidores. No, no tendrían problemas.
-¡Una por el viejo Simon!
Los hombres jalearon mientras las jarras chocaban y el alcohol descendía por las gargantas. Criston esbozó una sonrisa triste. En un solo día había perdido a aquel viejo, al que tantos meses de campaña le habían hecho coger cariño, y a Aemond, muerto en combate contra Daemon. Pero Harrenhal resistía. Él resistía. Y su mente volaba constantemente a Alicent, con las noticias que llegaban desde Desembarco del Rey y la conquista por parte de la puta de Rocadragón.
No le fallaría.
Dio un trago a la jarra. Los soldados brindaban ahora por el Príncipe Aemond y por “Las Vacas que cayeron del cielo”. No pudo evitar reírse al recordar la escena, pero el castillo había aguantado unos días más gracias a aquello. No sabía si sería la última vez que podría rememorar los buenos momentos, pero sí sabía que si se iba a ir al infierno, lo haría mandando a Elmo, el estirado de Cregan Stark y toda su tropa a las puertas del mismo junto con él.
Levantó la mirada y vio los ojos azules y el cabello rojizo, que indicaban su ascendencia del norte de los ríos, de Bertha Darry. Le sonrió antes de desvanecerse por una puerta cercana. Sabía lo que significaba. Se puso en pie, apuró el resto de la jarra y se retiró lo más sigilosamente posible. Los hombres se merecían aquel descanso.
Perdóname, Alicent
Más allá de las murallas, los cuervos continuaban con su festín.