Arde una ciudad

Estaban aquí por fin. Eran los heraldos del final de los tiempos, los que traían el amanecer de un mundo nuevo. Una flota inmensa procedente de entre las brumas de Albión, que se acercaba imparable a Marienburgo. La ciudad, joya del comercio y flor de la independencia frente a los poderes gemelos del Imperio y Bretonia, se alzaba sobre las marismas como un cadáver decadante. Hace apenas unas semanas parecía incapaz de ser asaltada. Una mole erizada de cañones, soldados y con una flota dispuesta a defenderla. Ahora solo era testigo de cómo ríos de ciudadanos huían hacia Altdorf, Middenheim o cualquier lugar donde hubiera un refugio seguro.

La flota, de navíos negros y velas con la estrella de ocho puntas, estaba ya cerca de la ciudad. No aminoraba la marcha ni hacía desembarcar a apenas hombres en las Tierras Desoladas. Avanzaba como un gigantesco espolón hacia el interior de la ciudad, directa hacia el lugar donde se desarrollaba el comercio, el gran mercado interior. A su alrededor se conjuraba una nube de maldad pura, como si los propios vientos de la magia se arremolinaran en torno a la flota.

¿Pero era maldad solamente? En la distancia, al este, se habían destacado varios estilizados veleros. Los mismos que habían llegado hace aproximadamente un año a la misma ciudad condenada. En cubierta del más grande de ellos, el Señor del Mar, Aislinn, y, a su lado, Teclis de Ulthuan, escoltado por hechiceros de los colegios de la magia. Sus manos estaban extendidas hacia el horizonte, buscando agitar los Vientos que se conjuraban en torno a la flota, y desgarrar la realidad justo encima de los navíos del caos. Pero el Elegido había sido previsor.

Sobre la cubierta de los navíos centrales, el propio Archaón alzaba su espada, invocando el favor de los Cuatro Dioses que lo habían traído hasta allí. A su lado, un cabal de magos, incluyendo a Ethrac Glott, favorito de Nurgle, y Kairos Tejedestinos, Señor del Cambio de Tzeentch, conjuraba sus propias energías para detener el poder que surgía de los navíos élficos. En los propios cielos pareció desatarse la misma batalla, cuando el Dios de la Sangre y el Dios del Cambio chocaron entre las nubes con la Diosa de la Luna y la dadora de vida. El combate, al principio silencioso, pronto tomó otro cariz, con las olas rugiendo con mayor fiereza, la lluvia descargando en determinados puntos o algún mago desplomándose en el suelo.

La flota del caos, mientras tanto, avanzaba. Avanzaba, impertérrita al retumbar de los pocos cañones que quedaban para defender el interior de Marienburgo. Virotes y balas golpeaban contra algunas astillas de madera, mientras que los propios barcos del caos lanzaban su munición infernal contra las murallas. Eran pocos los defensores, y menores aún sus ánimos, pero sabían que no habría lugar para la rendición en la carnicería que se iba a desatar. Con toda la precisión de los artilugios dispuestos en las murallas, hombres, elfos y enanos abrían fuego contra las naves que se precipitaban contra el gran mercado.

Y, entonces, el combate entre magos vio rotas las tablas. Teclis vio caer a varios de sus magos humanos alrededor, y él mismo tuvo que orar a Lileath para que lo protegiera. No fueron peores los efectos entre los hechiceros del caos. Del cielo surgió un rayo colosal que partió en dos a los navíos que encontró a su paso, desatando una pequeña tormenta entre el cielo gris. Los barcos situados cerca comenzaron a chocar entre ellos, a ver sus remos partidos y sus velas desgarradas. Por la borda se desplomaron varios hombres, cayendo al fondo del mar con sus grandes armaduras pesadas. Archaón dio orden de alejarse de aquel epicentro, mientras Kairos y su cónclave seguían luchando por redirigir la tempestad hacia los barcos élficos. Pero no hacía falta. Aislinn, sabedor de que demasiado tiempo allí haría que la flota entrara en rumbo de colisión con la gigantesca hueste, susurró al oído del archimago y los barcos se comenzaron a replegar. Los defensores de la ciudad, que habían jaleado la llegada de los navíos y celebrado la tormenta que se desataba, veían ahora como aquellos barcos se alejaban hacia el este, sin esperanza alguna de refuerzos para asegurar las precarias defensas.


Marienburgo cayó en aquel año 2521 después de Sigmar. Había caído cuando la flota se había situado tan cerca, de forma inesperada y sin posibilidad de ayuda. Había caído cuando el miedo se instaló en el corazón de los hombres, y cuando las colas para huir eran muy superiores a las colas para tomar las armas. Pero, sobre todo, cayó por la furia con la que las huestes del caos golpearon el corazón de la ciudad y luego el sur, donde los distritos más ricos se convirtieron en polvo y cenizas en apenas cuestión de horas. Aquellos que no habían huido fueron masacrados. Aquellos que combatieron dieron su vida por preservar la ciudad durante unos minutos más, formando pilas de cadáveres de hombres y mujeres de toda raza y nación. La ciudad mestiza ardía, mientras los lugartenientes del Señor del Fin de los Tiempos desembarcaban para cumplir la obra de los Poderes Ruinosos. Destacado entre ellos fue Sigvald, el Magnífico. Su espada se movía como la lengua de una serpiente, y en su escudo espejado se reflejó el rostro de innumerables cadáveres que aun no sabían que lo eran, asegurando prácticamente solo el puente hacia el norte de la ciudad. Junto con él, siervos del resto de poderes hacían de Marienburgo un campo de entrenamiento gigantesco.

Último en llegar fue el propio Archaón, cuya espada deshizo el alma misma del primer valiente que osó cruzar su acero con él. Cubierto en su armadura atravesó las ruinas de las barricadas, cortando en dos a los pocos defensores que se atrevieron a ponerse a su paso. El sur de Marienburgo ardía, y en el norte Kairos y Sigvald habían comenzado a hacer avances. Caminaba con paso firme hacia el Gran Mercado, donde unos pocos valientes se habían atrincherado, desafiando a las huestes que comenzaban a arremolinarse allí.

Poco después todo había terminado. Y donde había habido un grupo de valientes tras unas barricadas, ahora solo estaba el Señor del Fin de los Tiempos, cubierto de sangre y contemplando su obra. Marienburgo ya no existía. Marienburgo era suya. El Caos había llegado a las puertas mismas del Imperio.

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La flota del Caos ocupaba todo el ancho del río, extendiéndose por cientos de metros en la lejanía. Su avance era lento pero imparable. Archaon, en la popa del primero de los buques, observaba el horizonte, atento a cualquier contratiempo. A su lado se hallaban los paladines del caos: Sigvald y Valkia parecían distraídos, pensando en la masacre que desatarían. A una indicación del Elegido, saltaron a las naves colindantes dispuestos a cumplir sus órdenes.

Algo pareció cambiar en la lejanía. Apenas perceptible al principio, el viento había mutado súbitamente, pareciendo oponerse a su inexorable avance. Poco a poco la superficie del agua comenzó a embravecerse, mas nada hizo cambiar el gesto de Archaon, preparado para aquel tipo de contingencias. Simplemente hubo de girar su cabeza en dirección Ethrac, quien pronto se unió a Archaon y Kairos para llamar la atención de los Dioses del Caos, quienes no tardaron en acudir a la llamada. El Elegido nunca antes había sentido un poder similar al que se desató.

La contienda alcanzó dimensiones colosales, mas pronto quedó patente que ni tan siquiera la magia de los elfos podría detenerles. La desolación había llegado, y el fin de los tiempos era imparable. Aquello resultaba tan patente que pronto los elfos abandonaron el lugar, con el rabo entre las piernas, abandonando a su suerte aquello que habían jurado proteger. Sin embargo, tal acto no sorprendió al Elegido, quien ya sabía de la cobardía élfica. Al contrario que los cobardes, las valerosas gentes de Marienburgo permanecían en sus puestos. Al menos aquellos que habían decidido quedarse a combatir pese a la evacuación que ya había tenido lugar. Mas nada parecía inquietar al Señor del Fin de los Tiempos. Pronto la estrategia definida comenzó a ponerse en marcha.

Valkia desembarcó en el sur, mientras Sigvald lo hacía en el norte. Archaon, por su parte, continuó su imparable avance hasta el corazón de la ciudad. La huida de los elfos había dejado aquel lugar a la merced del Caos, levantándose una densa niebla que ocultaba los movimientos. En cualquier caso, el destino de Marienburgo estaba escrito desde el momento en que los elfos abandonaron la ciudad.

En el corazón de la ciudad, Archaon aguardó a que llegasen Sigvald y Valkia, quienes confirmaron lo que ya sabía: la ciudad había caído. — Destruidla, que sólo quede polvo y ceniza — ordenó, marchando sus lugartenientes a cumplir sus órdenes. No les resultó difícil, pues los defensores apenas pudieron agotar la pólvora que se almacenaba en la ciudad. Fue una labor tenaz y concienzuda, pues no quedó edificio alguno en pie tras horas y horas. En ese tiempo, gran parte del ejército marchó en persecución de aquellos que habían intentado huir del Caos, sin saber que no había escapatoria posible.

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