Cambio de vientos

El alba, pálida y enfermiza, se filtraba a través de la bruma que cubría las Tres Hermanas, tiñendo el Mar Angosto de un gris plomizo. Las aguas, antes mansas como un espejo, se encrespaban ahora, susurrando secretos ancestrales de tempestades y naufragios. El Lobo Marino, un lobo de mar forjado en acero y madera, se erguía desafiante en el puerto de Villahermana. Sus velas, hinchadas por una brisa gélida, parecían garras ansiosas por atrapar el viento.

Lord Triston, con la mirada fija en el horizonte, sentía el latido del mar en sus venas. El gran juego había comenzado, y las piezas ya estaban en movimiento. El destino lo llamaba, y él, como un peón en el gran tablero de los dioses, estaba dispuesto a jugar su partida. A su alrededor, los hombres de Villahermana, curtidos por el viento y el salitre, preparaban la nave para la travesía. Sus rostros, endurecidos por mil batallas, reflejaban una mezcla de determinación y temor.

La calma que había reinado en las islas se había desvanecido, dejando paso a una inquietud que se palpaba en el aire. Los vientos del cambio soplaban fuertes, anunciando una tormenta que sacudiría los cimientos de los Siete Reinos. Los cuervos graznaban presagios funestos, y las gaviotas, con sus gritos desgarradores, parecían despedirse de los marineros. El cielo, antes plomizo, se tornaba ahora de un ominoso color púrpura, como una herida abierta en el corazón del mundo.

Al romper el alba, el Lobo Marino se desprendió de sus amarras y se adentró en el mar embravecido. Las olas, como montañas de espuma, se levantaban para estrellarse contra el casco de la nave, sacudiéndola con violencia. Sin embargo, el barco, guiado por la mano experta de Triston, surcaba las aguas con la fiereza de un leviatán.

En la cubierta, el viento azotaba los rostros de los marineros, arrancándoles gritos de desafío. Triston, aferrado al mástil, sentía la fuerza de la naturaleza en su máxima expresión. Era un baile mortal entre el hombre y el mar, una danza en la que solo los más fuertes sobrevivirían. Y él, Lord Triston, estaba decidido a ser uno de ellos.

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El viento gélido silbaba entre las torres de Invernalia, llevando consigo el aroma de la nieve y la promesa de un invierno largo y gélido. Lord Sunderland, envuelto en su capa de terciopelo negro, descendía por los escalones de piedra hacia la explanada. Su hermana, Lady Lyra, le esperaba con la mirada fija en el horizonte, donde las montañas se alzaban como gigantes de hielo.

El silencio entre ellos era denso como la nieve que cubría el suelo, un silencio que hablaba de conversaciones arduas y de una esperanza menguante. La frialdad del norte parecía haberse instalado en el corazón de Sunderland, reflejándose en la dureza de su rostro y en la mirada gélida que dirigía a su hermana.

Lyra, con su capa de seda azul ondeando al viento, no necesitaba que su hermano pronunciara una sola palabra. La desconfianza se cernía sobre ellos como una sombra oscura, tan persistente como la nieve que cubría el suelo.

Sunderland tomó la mano de Lyra, sus dedos fríos y duros como la piedra. La presión de su agarre le transmitió un mensaje claro: era hora de partir. El norte, tenía una belleza gélida e implacable.

Sin una palabra más, Sunderland se dirigió hacia el camino que conducía a Puerto Blanco. Lyra lo siguió, su corazón lleno de una mezcla de alivio y tristeza. El norte se extendía ante ellos, inmenso, como un gigante dormido que podía despertar en cualquier momento. Pero ellos, con su determinación y su esperanza, se dirigían hacia un nuevo horizonte, hacia un futuro incierto que se abría ante ellos como un mar embravecido.

La sombra de los lobos, que se deslizaban sigilosamente entre las sombras, parecía seguirlos, un recordatorio de que el invierno no había terminado y que los peligros acechaban en cada rincón.

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