Casa Velaryon de Marcaderiva

Marea Alta

Una fría y densa niebla cubría Marcaderiva aquella noche. La fortaleza ancestral de la Casa Velaryon, un bastión a orillas del mar Angosto, estaba inquietantemente silenciosa. Sólo el eco del viento que rugía a través de las velas de los barcos y las olas que se estrellaban contra las rocas se atrevía a interrumpir el letargo de la noche. En el gran salón de la fortaleza, Corlys Velaryon, el famoso Serpiente Marina, caminaba en círculos, con el ceño fruncido y los puños apretados tras su espalda. Frente a él, sentada junto al fuego, Lady Rhaenys Targaryen, conocida como la Reina Que Nunca Fue, observaba las llamas, su rostro iluminado por la tenue luz anaranjada.

La noticia había llegado apenas unos momentos antes, traída por un mensajero exhausto y empapado por el rocío nocturno. Aegon II había sido coronado Rey en Desembarco del Rey por orden de Otto Hightower, la Mano del Rey. Habían ignorado la voluntad del difunto rey Viserys, quien había nombrado heredera a su hija, Rhaenyra Targaryen. Era un acto de traición y usurpación, un golpe destinado a desencadenar una guerra.

Corlys, deteniéndose, miró a Rhaenys con una mezcla de preocupación y frustración. “Esto era inevitable, pero no deja de ser una afrenta. Rhaenyra fue nombrada por Viserys. ¡Es su legítima heredera!”, exclamó, con la voz ronca por la rabia contenida.

Rhaenys, inmóvil en su silla, levantó la mirada lentamente hacia su esposo. Su expresión era más serena, aunque había una sombra de amargura en sus ojos. “Sabíamos que los Hightower no dejarían esto en manos del destino. Otto ha movido sus piezas con precisión y rapidez. Y ahora, Aegon se sienta en el Trono de Hierro. Si tomamos partido por Rhaenyra, habrá guerra. Y nuestras familias, nuestras tierras… estarán en juego.”

Corlys bufó, volviendo a caminar de un lado a otro. “¿Qué otra opción tenemos? ¿Abandonar a Rhaenyra? Si nos mantenemos al margen, los Hightower consolidarán su poder, y nuestra Casa será arrastrada a su sombra. He pasado mi vida asegurando que los Velaryon sean una potencia en los mares, y no pienso dejar que seamos meros espectadores en esta guerra de dragones.”

Rhaenys se levantó lentamente, con una gracia majestuosa, y caminó hacia él. “Yo también lo he dado todo, Corlys. He luchado contra las expectativas, contra las tradiciones. Y mira lo que nos ha costado. Mi propio derecho al trono fue negado por los mismos hombres que ahora coronan a Aegon. Pero esta no es solo nuestra batalla. Esta es una guerra entre Targaryens. Entre nuestros propios familiares. No podemos decidir esto a la ligera.”

Corlys la miró intensamente, su semblante suavizándose ligeramente ante las palabras de su esposa. “Tú fuiste la Reina Que Nunca Fue. Si hay alguien que entiende lo que significa que le arrebaten su derecho, es Rhaenyra. ¿Cómo podemos negarle nuestro apoyo? Si nos unimos a su causa, ella ganará. Tiene a los dragones, la lealtad de Rocadragón…”

“Y también tiene enemigos poderosos en Desembarco”, replicó Rhaenys con voz firme. “Los Verdes no vacilarán en enviar ejércitos contra nosotros si nos ponemos del lado de Rhaenyra. Los Lannister, el Dominio… son aliados fuertes de Aegon. Esto no será una batalla fácil.”

Corlys la tomó de las manos, apretándolas suavemente. “Entonces, ¿qué sugieres, Rhaenys? ¿Qué hacemos? ¿Dejamos que Rhaenyra luche sola mientras los Hightower retuercen todo lo que hemos trabajado por lograr?”

Rhaenys lo miró fijamente, con la mirada llena de una sabiduría que solo los años de sacrificio y experiencia podían otorgar. “No sugiero que nos quedemos al margen. Pero tampoco podemos lanzarnos ciegamente a esta guerra. Necesitamos estrategia. La guerra no se gana solo con dragones. Se gana con alianzas, con una visión clara de lo que está por venir. Aegon es joven, inexperto. Otto lo maneja como un títere. Si somos cuidadosos, si jugamos nuestras cartas correctamente, Rhaenyra puede prevalecer. Pero debemos ser pacientes.”

Corlys asintió lentamente, aunque la impaciencia aún brillaba en sus ojos. Sabía que su esposa tenía razón. Rhaenys se permitió una pequeña sonrisa. “Debemos asegurarnos de que cuando llegue el momento de la guerra, estemos preparados para todo lo que venga. La Danza de Dragones ha comenzado, Corlys. Y si vamos a bailar, debemos hacerlo con astucia y sin titubeos.”

El fuego seguía crepitando en la chimenea mientras ambos se quedaban en silencio, contemplando las llamas. La noticia había llegado, y la tormenta que se avecinaba sería feroz. Pero los Velaryon, al igual que el mar que los rodeaba, no se doblegarían tan fácilmente.

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Puerto Gaviota

En una noche brumosa en Puerto Gaviota, el sonido de las olas rompía en la costa mientras los marineros se reunían en la taberna “El Faro”. Entre el murmullo de las copas y las risas, un bardo de cabello rizado y mirada intensa se alzó en el centro del local. Su laúd resonaba con una melodía melancólica que atrajo la atención de todos.

“¡Silencio, amigos! Escuchen la historia que las olas han susurrado,” empezó el bardo, su voz potente y clara. “Una historia de valor y destino en las tierras de Vallescuro.”

Las velas parpadeaban, y el ambiente se tornó tenso mientras comenzaba a cantar:

“En las tierras de Vallescuro, bajo el cielo gris,
se enfrentaron dos hombres, con valor y desdén,
Aemond Targaryen, de sangre y de fuego,
y Ser Robert Draklyn, noble y sincero.”

El bardo relató cómo Aemond, con su cabello plateado y mirada de dragón, había llegado con un ejército decidido a doblegar la resistencia de Vallescuro. El noble Robert, defensor de su hogar, levantó su espada, dispuesto a luchar.

“Las espadas brillaron, un canto de acero,
el orgullo ardía, el honor era primero.
Con cada estocada, el eco resonaba,
la tierra temblaba, la batalla estallaba.”

“‘Rinde la ciudad,’ Aemond clamó al viento,
mas Robert, firme, no cedió al tormento.
Con maestría y valor, luchó sin temor,
enfrentando la rabia del joven Targaryen, el destructor.”

El clímax de la batalla se dibujó en las mentes de todos, el bardo describió cómo las espadas danzaban bajo el cielo nublado, como sombras en un juego mortal.

“Bailaron las espadas, chispas al volar,
pero el destino acechaba, listo para actuar.
Con un giro certero, Robert dio el golpe,
y Aemond, desarmado, sintió el fin de su norte.”

Un murmullo recorrió la taberna; la emoción se palpaba en el aire. Los hombres recordaban sus propias luchas, sus propias victorias y derrotas.

“‘El honor prevalece,’ dijo el vencedor,
mas el orgullo herido, brotó en su interior.
Aemond, con rabia, su último aliento,
susurró un conjuro, en un oscuro momento.”

Con un gesto dramático, el bardo hizo una pausa, como si la tensión del momento necesitara más tiempo para hacerse sentir. Los ojos de los presentes estaban fijos en él, el corazón de cada uno latiendo al unísono.

“Y así, en la sombra, Vhagar se asomó,
desatando su furia, un rugido que heló.
Las llamas del dragón, voraces y fieras,
consumieron a Robert, sus hazañas enteras.”

La taberna quedó en silencio absoluto. El fuego crepitaba en la chimenea, pero el verdadero calor de la tragedia llenaba el lugar. El bardo concluyó su relato con un susurro de tristeza.

“En Vallescuro, la historia se escribe,
entre honor y traición, donde el fuego persiste.
Aemond, sin gloria, en su trono de pena,
bailó con las sombras, y el luto lo envenena.”

Un aplauso reverberó por la taberna, pero en las miradas de los oyentes había más que admiración. Había una mezcla de respeto por el sacrificio y un recordatorio de la fragilidad del honor.

El bardo sonrió, sabiendo que su historia resonaría en los corazones de aquellos que escucharon, un eco de lo que fue y lo que podría ser en un mundo donde los dragones todavía volaban y las espadas nunca dejaban de chocar.

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La bruma de la mañana se levantaba en Marcaderiva. Aquella isla nunca estaba en silencio. Las olas del mar siempre chocaban contra ella, una y otra vez, salpicando de espuma sus playas o rocas. Sin embargo, aquella mañana, el rumor era mucho más controlado.

Alyn Mares observaba el mar desde lo alto de un acantilado. Allí y allá podían verse los barcos de los Velaryon cerrando la entrada al Gaznate. ¿Cuántos barcos habían sido remolcados hasta Marcaderiva en esos días? Alyn no podía contarlos. Y aún haciendo una suposición no tendría idea alguna.

- Eres de Sal y Mar.- Addam apareció caminando. Llevaba en su mano una ciruela que había tomado de un mercante de Dorne que se dirigía a Desembarco del Rey.- Se nota que echas de menos el mar.

- Hemos nacido en una isla. Si no lo echamos de menos, deberíamos hacerlo. Es la única salida que nos queda en caso de querer irnos de aquí.- Los ojos violáceos del bastardo se posaron sobre su hermano. Fue entonces cuando escucharon un rugido y, en el sur, apareció una silueta de color blanca, en al aire, batiendo alas. Arrax se había despertado y llevaba a cabo su paseo matutino. Addam se quedó mirando al dragón largamente. Estuvo tentado a decirle algo a su hermano, pero se contuvo.

- Estando tan cerca, nunca había imaginado que Rocadragón sería tan enorme como la vimos.- Addam comentó, tras unos segundos en silencio. Su camino a Rocadragón, acompañado de Corlys, había sido la primera vez que ambos tuviesen contacto con una nobleza externa a la Velaryon. Lo entendía, sobre todo cuando Lady Rhaenys se encontraba en la propia isla. El haberles considerado hijos bastardo de Laenor Velaryon era algo no muy aceptado por todos. Aún así, su madre Marilda les juraba su origen y repetía una vez que el color de sus cabellos y sus ojo no era casualidad ninguna. Y tenía razón, la sangre valyria corría por las venas de ambos.

- Deberías mirar más al oeste. Es de donde tenemos que preocuparnos.- La noticia sobre la desgracia de Aemond Targaryen había llegado. Los hombres de las tierras de la corona, y cada vez más de otras regiones, comenzaban a saber del deshonor del Príncipe, el cual no solo había perdido su reto, si no que había actuado como un pleno cobarde dejando que su dragona, Vhagar, hiciese el trabajo que el juró hacer.

- No lo creo…- Addam caminó hasta quedar a la altura de su hermano. Miraba al horizonte. Arrax se acercaba, aunque aún quedaba lejos de ellos, muy lejos.- …pero siempre hemos sido así. Mientras tu miras a un lugar, yo miro hacia otro. Así siempre tendremos las espaldas cubiertas, Alyn.- Y tendió una parte de la ciruela, dispuesto a compartirla.

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El viento del mar azotaba las torres de Marcaderiva, cargado de rumores oscuros y presagios de guerra. Rhaenys Targaryen, la Reina que Nunca Fue, permanecía erguida sobre los muros del castillo, su mirada fija en el horizonte. Un cuervo había llegado esa mañana, trayendo noticias de Valleoscuro: Aegon II y su hermana-esposa Helaena se dirigían allí, montando a lomos de sus dragones Fuegosol y Sueñafuego, con la intención de arrasar la ciudad.

Los labios de Rhaenys se curvaron en una línea dura. Conocía bien a su sobrino. Aegon no permitiría que ningún asentamiento le negara su lealtad, y Valleoscuro, bastión de resistencia, estaba a punto de convertirse en una pira de llamas y cenizas si nadie intervenía.

—Es ahora o nunca —murmuró, su voz firme como el acero.

A su lado, Lucerys Velaryon, su nieto y el heredero de Marcaderiva, escuchaba en silencio. Aunque joven, Lucerys había vivido suficientes tormentas para entender lo que se avecinaba. La guerra no era nueva para él, pero esta batalla tendría un sabor diferente. Sabía que el destino de su familia y de todo el reino podría depender de lo que ocurriese en las próximas horas.

—Nos superan en número y poder —dijo Lucerys, con un matiz de duda en la voz, pero Rhaenys negó con la cabeza, firme.

—El poder no siempre lo es todo en la guerra. La astucia y la rapidez son nuestras armas. Meleys puede no ser tan grande como Fuegosol, pero la Reina Roja es más rápida y ágil que cualquier dragón. Si usamos eso a nuestro favor, podemos igualar las probabilidades.

Lucerys asintió, sus ojos verdes destellando con determinación. Sabía que Arrax, su dragón, sería vulnerable frente a las bestias más grandes de Aegon y Helaena. Pero también sabía que Rhaenys era una de las jinetes de dragón más experimentadas de los Siete Reinos, y no dudaría en liderar la carga.

—Prepárate —ordenó Rhaenys—. Partimos de inmediato.


En menos de una hora, los dragones de los Velaryon surcaban los cielos sobre la isla de Marcaderiva. Meleys, con sus escamas rojas como la sangre, lideraba el vuelo. Cada aleteo de sus poderosas alas parecía hacer eco en el corazón de Lucerys, que montaba sobre Arrax, siguiendo de cerca a su abuela. Bajo ellos, la flota Velaryon cortaba las olas con determinación, dispuesta a hacer lo que fuera necesario para defender Valleoscuro.

El viaje fue rápido, pero el peso de lo que les esperaba hacía que cada momento pareciera eterno. Las tierras de Valleoscuro finalmente aparecieron en el horizonte, sus campos ondulantes y las murallas de la ciudad apenas visibles en la lejanía. Sin embargo, el humo que ascendía desde las aldeas cercanas advertía que el conflicto ya había comenzado.

—Están aquí —gruñó Rhaenys, con los ojos afilados como cuchillas.


La visión de Helaena extrañó a Rhaenys. Siempre había sabido que era una buena jinete de dragón. Le había encantado montar a Sueñafuego, pero nunca había pensado verla dispuesta a la batalla. Aquella niña no estaba hecha para la guerra, y que su madre Alicent hubiese aceptado a ello le parecía más que reprochable. No, si estaba allí era solo para intimidar, con su presencia. Incluso Lucerys tenía más capacidad a la hora de batallar que ella, sobre todo después del arduo trabajo que sabía que había hecho este último tiempo. Sin embargo, la presencia de la Reina, había provocado que pudiese darse aquel parlamento en el que Aegon había aceptado volver a Desembarco del Rey. Gracias a ellas dos no se había derramado sangre en aquella ciudad.

Y Valleoscuro lo celebró cuando observó como las tropas de Aegon se replegaban. Muchos lanzaron vítores hacia Rhaenys Targaryen y Lucerys Velaryon, pues gracias a ellos la ciudad se había librado del hálito de los dragones. Aquello había demostrado algo a todos aquellos que seguían a Rhaenyra Targaryen: Que no estaban solos. Y que eran capaces de infundir el miedo en sus enemigos.

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El sol comenzaba a ocultarse tras las colinas, pintando el cielo de tonos anaranjados y morados, cuando Addam y Alyn, los bastardos de Marcaderiva, se preparaban para el desafío que cambiaría sus vidas. En la distancia, se erguía Bruma, el dragón de escamas grises como las tormentas que azotaban el mar, reposando sobre su lecho de piedra.

Alyn, más joven y lleno de impaciencia, miraba al dragón con admiración y ansiedad. Addam, el mayor, sentía una mezcla de nervios y determinación.

—Recuerda lo que hablamos —le dijo Addam, mientras revisaban las cuerdas y arneses que habían traído—. Debemos acercarnos con calma. No podemos asustarlo.

Alyn asintió, pero sus ojos ardían con la emoción del momento. Con un gesto decidido, se adelantó, acercándose al dragón. Sin embargo, cuando dio su primer paso, Bruma levantó la cabeza y rugió, un sonido que resonó como un trueno en el aire.

—¡Alyn, retrocede! —gritó Addam, pero ya era demasiado tarde. Alyn, incapaz de contener su impulso, se lanzó hacia el dragón.

En un instante, Bruma se giró con una rapidez asombrosa. La cola del dragón se movió como un rayo, golpeando a Alyn con tal fuerza que lo lanzó varios metros hacia atrás. Addam sintió que su corazón se detenía al ver a su hermano caer, un grito desgarrador escapando de sus labios.

Corrió hacia Alyn, quien yacía en el suelo, su rostro pálido y una profunda herida en el costado. La sangre manaba con fuerza, y la angustia invadió a Addam.

—¡Alyn! —exclamó, arrodillándose a su lado—. ¡No! ¡Tienes que quedarte aquí, te ayudaré!

A pesar del dolor que lo consumía, Alyn intentó levantarse, pero la debilidad lo venció. Con un hilo de voz, dijo: —Ve… ¡doma a Bruma!

En ese momento, Lucerys Velaryon llegó volando, su dragón Arrax aterrizando con gracia a su lado. Al ver la escena, su expresión se tornó seria.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, rápidamente arrodillándose junto a Alyn—. Necesita ayuda, Addam.

—Alyn está herido, pero debo intentar domar a Bruma —respondió Addam, la urgencia marcando su tono—. Debemos actuar rápido.

Lucerys asintió, comprendiendo la gravedad de la situación. —Voy a ayudarte. Arrax puede distraerlo mientras tú te acercas.

Con su corazón palpitante, Addam se giró hacia el dragón, que lo miraba con ojos llenos de desafío. Bruma, consciente del tumulto, parecía más furioso que antes. Addam sabía que debía ser valiente.

—Bruma, escúchame —dijo con voz firme, avanzando lentamente—. No soy tu enemigo. He venido a mostrarte que podemos convivir.

Con cada paso, sintió que el aire se volvía más pesado. Bruma lanzó un rugido que reverberó en la colina, y Addam sintió que el miedo intentaba apoderarse de él. Pero debía seguir adelante.

—¡Ahora, Lucerys! —gritó Addam.

Lucerys hizo que Arrax volara cerca de Bruma, el dragón joven lanzando llamas controladas al aire para distraer al enorme reptil. El destello de fuego y el sonido de las alas crearon una cortina de caos que permitió a Addam acercarse un poco más.

Con determinación, Addam habló con calma, extendiendo su mano. —Confía en mí, Bruma. No quiero hacerte daño.

Bruma se encorvó, y el aire a su alrededor se volvió tenso. Addam continuó, su voz resonando como un eco en el silencio. Finalmente, en un instante de conexión, Bruma giró la cabeza hacia él, y Addam sintió que algo en el dragón comenzaba a ceder.

—Eso es… —susurró, acercándose aún más—. Sé que eres poderoso, pero no tienes que estar solo.

En ese momento, Bruma, como si respondiera a sus palabras, inclinó su cabeza hacia Addam, permitiéndole acariciar suavemente su escamoso rostro. La conexión se estableció, y el dragón, al fin, había comenzado a someterse.

Mientras tanto, Alyn, aunque herido y débil, observaba la escena desde el suelo. Con un hilo de aliento, sonrió al ver a su hermano lograr lo imposible. A pesar de su dolor, su espíritu seguía fuerte.

Finalmente, con un movimiento delicado, Bruma se inclinó ante Addam, y el joven sintió que la victoria le inundaba el corazón. Había logrado domar al dragón, un logro que pocos podían reivindicar.

Sin embargo, la alegría duró poco. Al mirar a Alyn, Addam sintió el peso del sacrificio que había hecho su hermano. Se volvió hacia Lucerys, quien aún estaba agachado junto a Alyn.

—Llévalo a un lugar seguro —ordenó Addam—. Alyn necesita atención inmediata.

Lucerys, asintiendo, ayudó a Alyn a levantarse, mientras Arrax se preparaba para volar con ellos. Addam se quedó junto a Bruma, contemplando el nuevo vínculo que había formado, pero su mente estaba centrada en su hermano.

Con Bruma ahora bajo su control, Addam sintió una mezcla de orgullo y preocupación. Sabía que la doma del dragón era solo el comienzo de su camino. Mientras Arrax volaba con Alyn en su lomo, Addam se comprometió a luchar por su hermano y su futuro, uniendo sus destinos como un solo ser.

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El cielo gris se rasgó con el sonido del viento, presagiando fuego y destrucción. Desde la lejanía, las torres de Sotomiel parecían hundirse bajo el yugo de los estandartes Hightower, que ondeaban sobre un ejército imponente. Las armas de asedio cercaban la fortaleza, listas para derribar sus muros en cualquier momento, mientras los defensores, agotados y desesperados, miraban hacia el horizonte en busca de un milagro.

Ese milagro llegó en la forma de una dragona. Meleys, la Reina Roja, descendía desde las nubes como una tormenta de fuego encarnada, montada por la imponente figura de Rhaenys Targaryen. El rugido del dragón hizo que los soldados en tierra miraran al cielo, congelados por el terror. Las órdenes de los comandantes Hightower se ahogaban en el caos, pero ya era tarde: Meleys había llegado.

Rhaenys observó el campo de batalla desde su montura, sus ojos de acero barriendo el sitio con una determinación fría. No había compasión en su mirada, solo la misión que le había sido encomendada: liberar Sotomiel y quebrar el asedio. A una orden suya, Meleys lanzó un torrente de fuego que devoró las máquinas de asedio. Las enormes estructuras de madera crujieron, se derritieron y se desmoronaron en cuestión de segundos, envueltas en llamas rojas y doradas. Los gritos de los soldados Hightower se alzaron como ecos perdidos, mientras huían desesperados del dragón. Las catapultas y torres de asedio que habían rodeado la ciudad, ya no eran más que un montón de brasas y cenizas.

Con la ofensiva arruinada, Rhaenys guió a Meleys hacia una colina cercana, donde el estandarte de los Hightower aún ondeaba, señalando el campamento de Ormund Hightower. Este, al ver el poder que se cernía sobre ellos, no tuvo más opción que aceptar el inevitable parlamento.

Rhaenys descendió de su dragona, con la capa ondeando a sus espaldas, la armadura brillante y el rostro marcado por la resolución de alguien que conocía la guerra. Ormund, acompañado de sus capitanes, salió a su encuentro con una mirada tensa y contenida. El respeto se mezclaba con el miedo en su expresión.

Lord Ormund Hightower —dijo Rhaenys, su voz fuerte y clara—. La ciudad de Sotomiel está bajo mi protección, y no permitiré que ningún ejército ponga sus manos en ella. Tu asedio ha terminado.

Ormund la miró desafiante por un momento, pero el rugido de Meleys a su espalda lo hizo titubear.

—¿Nos ofreces rendirnos, princesa? —preguntó finalmente, con un deje de amargura.

Rhaenys esbozó una ligera sonrisa, aunque en su rostro no había alegría.

—Te ofrezco vivir. Lleva a tus hombres de vuelta a Antigua. No harás más daño a Sotomiel ni a ningún otro aliado de la Reina Rhaenyra. Si te retiras ahora, se te permitirá volver en paz. Pero si te atreves a quedarte, el fuego de mi dragona caerá sobre ti y no quedará rastro de tus hombres ni de tus armas. Elige bien, Lord Hightower.

Ormund, mirando las ruinas de sus armas de asedio y el dragón que aún lanzaba humo por sus fauces, entendió que no tenía opción. Bajó la cabeza, su orgullo herido, pero su vida intacta.

—Acepto tus términos —dijo con amargura—. Partiremos al amanecer.

Con el enemigo en retirada, Rhaenys volvió a montarse en Meleys y voló hacia Sotomiel, donde la recibieron con vítores desde las murallas. El pueblo había sido testigo de su salvación, y el alivio inundaba a los defensores.

En el patio principal de Sotomiel, Lord Alan Beesbury, señor del castillo, esperaba de pie junto a sus hombres. Cuando Rhaenys aterrizó, el joven señor se acercó con reverencia, inclinando la cabeza ante ella.

Lady Rhaenys, la Reina que Nunca Fue, salvadora de Sotomiel. Os debemos más de lo que jamás podríamos pagar.

Rhaenys inclinó la cabeza con humildad, pero su porte seguía siendo majestuoso.

—Servid a la Reina Rhaenyra como siempre lo habéis hecho, y será suficiente, mi lord.

Con ese gesto, Lord Beesbury cayó de rodillas, levantando la espada en señal de juramento.

Juro lealtad a la Reina Rhaenyra Targaryen, mi señora. Mi vida y mi casa son suyos.

Los murmullos de lealtad se extendieron entre los presentes. El viento frío de la guerra seguía soplando, pero por ese día, en Sotomiel, la paz había sido restaurada gracias a Rhaenys y su dragona, la Reina Roja.

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El sol comenzaba a descender sobre la Bahía del Aguasnegras, bañando el cielo con tonos rojizos que se mezclaban con el oscuro azul de las aguas, cuando dos sombras colosales se dibujaron en el horizonte. Dos dragones titánicos, bestias de leyenda que hacían estremecer el corazón de los hombres más valientes, se aproximaban hacia el punto de colisión. La Bahía sería su campo de batalla.

En lo alto de Meleys, la “Reina Roja”, Rhaenys Targaryen sentía el cansancio de su dragona vibrar bajo sus piernas. El largo viaje desde Sotomiel había cobrado su precio, pero Meleys seguía siendo tan rápida como un relámpago. Sus escamas escarlatas brillaban bajo el moribundo sol, como si el propio fuego corriera por sus venas. Rhaenys sabía que su dragona estaba exhausta, pero también conocía su coraje, su orgullo. Meleys no huiría de una batalla, y mucho menos de Vhagar.

Frente a ellas, la imponente figura de Vhagar oscurecía el cielo. A lomos de la dragona más antigua y temible de todos los Targaryen, Aemond Targaryen observaba con un ojo frío y calculador. Vhagar rugía con furia, pero bajo ese grito agónico había fatiga. La gigantesca bestia había combatido sin descanso en Valleoscuro, enfrentándose a la furia del propio Daemon Targaryen. Su cuerpo estaba cubierto de heridas cicatrizadas, sus alas pesaban como el plomo, pero Aemond la obligaba a volar una vez más, a enfrentar a su último desafío: Rhaenys y su Reina Roja.

El choque era inevitable.

El rugido de las bestias resonó por todo el cielo cuando Meleys descendió en picado hacia Vhagar, lanzando una llamarada de fuego ardiente que se desplegó en el aire como una lengua infernal. Vhagar respondió, soltando una llamarada que desgarró el aire como un río de destrucción. Los cielos temblaron bajo la furia de las dos reinas dracónicas, sus llamas mezclándose, creando una tormenta de fuego y humo sobre la bahía.

Rhaenys se inclinó sobre el lomo de Meleys, confiando en la velocidad de su dragona para evadir el gigantesco embate de Vhagar. El viento cortaba sus rostros mientras Meleys giraba, buscando flanquear a Vhagar, cuyo tamaño hacía que sus movimientos fueran lentos pero devastadores. Un aleteo de Vhagar levantaba olas gigantescas en la bahía, sus zarpas golpeaban el aire, buscando derribar a la Reina Roja del cielo.

Aemond sonrió con una mezcla de desprecio y fervor. Estaba convencido de que Vhagar dominaría, como lo había hecho tantas veces antes, pero cada golpe se sentía más pesado que el anterior. Vhagar jadeaba entre rugidos. Las horas pasaban y el duelo aéreo no tenía fin. Las bestias lanzaban llamas, arañazos, dentelladas, mientras sus jinetes intentaban guiar cada movimiento en una danza letal.

El sudor perlaba la frente de Rhaenys. Sabía que la resistencia de Meleys no duraría mucho más. A lo lejos, nubes negras se acercaban sobre las aguas, y un trueno resonó en la distancia.

Fue en ese instante cuando el cielo se partió en dos. Una lluvia torrencial cayó con la fuerza de mil lanzas. El fuego en el aire se extinguió con un siseo agónico, y la furia de los dragones se apagó momentáneamente bajo el torrente que ahogaba las llamas. Meleys agitó sus alas con fuerza, tratando de mantenerse en vuelo mientras el agua empapaba sus escamas y hacía que el aire pareciera más pesado. Vhagar, igualmente agotada, dejó escapar un rugido lastimero, sus ojos dorados buscaban el horizonte como si ya no tuviera más energía que gastar.

Por primera vez en horas, Rhaenys y Aemond se miraron sin odio, sino con la comprensión de que la batalla había llegado a un punto muerto. Ninguna de las dos criaturas tenía la fuerza para continuar. La lluvia caía implacable, lavando la sangre y el fuego de los cielos, cubriendo el campo de batalla con una cortina de silencio.

Rhaenys acarició suavemente el cuello de Meleys, sintiendo el temblor en su piel. Era suficiente. Era hora de retirarse. Meleys, agradecida, giró lentamente y comenzó a ascender, buscando las nubes más altas, alejándose de la furia de Vhagar.

Aemond observó en silencio, con la mandíbula apretada, la retirada de su tía. No era una victoria, pero tampoco había sido una derrota. Sin más opción, tiró de las riendas de Vhagar, y la gigantesca bestia comenzó a volar en dirección opuesta, sus alas moviéndose pesadamente bajo la lluvia.

El rugido de los dragones se apagó en la distancia, mientras la tormenta continuaba su curso. La Bahía del Aguasnegras quedaba en silencio, testigo de una batalla que, aunque inconclusa, quedaría grabada en la memoria de quienes habían presenciado la furia de los dragones.

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Las aguas de Marea Alta resplandecían bajo el cielo despejado cuando la ceremonia nupcial de Lucerys Velaryon y Rhaena Targaryen estaba por comenzar. El sol se reflejaba en las torres de mármol de la fortaleza, y los banderines de la Casa Velaryon ondeaban con el emblema del caballito de mar en plata sobre un fondo azul verdoso. La nobleza de Rocadragón y Marcaderiva había llegado desde temprano, y una atmósfera de expectación y solemnidad llenaba el aire.

Lucerys esperaba en el gran salón, rodeado de su familia y allegados. Vestido con una túnica de fino terciopelo azul oscuro y un broche de oro en forma de caballito de mar, mostraba con orgullo su herencia Velaryon. Su cabello oscuro, de rizos rebeldes, de igual color que sus ojos marrones. Nervioso, lanzaba miradas furtivas hacia la puerta cada vez que esta se abría.

Corlys Velaryon, su abuelo, la Mano de la Reina, se colocó a su lado, su rostro surcado de arrugas pero con una expresión de firmeza y orgullo. Corlys, el legendario Señor de las Mareas, se había asegurado de que el día fuera perfecto. Sabía que este matrimonio no era solo una alianza de sangre, sino un símbolo de la unión entre las casas Targaryen y Velaryon. Posó una mano en el hombro de Lucerys, como si con ese simple gesto pudiera transmitirle la experiencia de una vida marcada por los desafíos y el honor.

Mientras tanto, Rhaena Targaryen descendía de los aposentos de Marea Alta acompañada por la el Rey Consorte Daemon Targaryen. La joven Rhaena, envuelta en un vestido de seda rojo y negro, portaba una corona de flores plateadas sobre su cabello blanco, brillando como si llevara una corona de estrellas. Su sonrisa serena mostraba su emoción, pero también su determinación. Aunque su carácter era dulce y calmado, Rhaena tenía el espíritu de sus ancestros dragones, y sus ojos violetas resplandecían de una fuerza interna.

Daemon, que caminaba a su lado, vestía sus colores reales de negro y rojo, y su presencia era imponente. El que antaño fuese Príncipe, llevaba a una de sus hijas a casarse con aquel que había compartido la lucha en Valleoscuro y al que había alzado como caballero con apenas catorce años.

Cuando Rhaena llegó junto a Lucerys, los murmullos entre los invitados cesaron. Ambos jóvenes se miraron por un largo momento, con una mezcla de cariño y complicidad. Corlys tomó la mano de su nieto y la colocó sobre la de Rhaena, uniendo ambas manos entre las suyas. Luego, Daemon avanzó para poner su propio sello en la unión: con una mirada solemne y poderosa, proclamó la bendición de la Casa Targaryen sobre la unión de su hija y su sobrino.

La ceremonia transcurrió bajo las antiguas tradiciones, con las palabras que recordaban la herencia de los dragones y el poder del mar. Corlys habló de la fortaleza y la resiliencia de la Casa Velaryon, mientras que Daemon evocaba la sangre de los dragones y su promesa de proteger los lazos de su familia.

Finalmente, cuando los votos fueron pronunciados y los anillos intercambiados, Lucerys y Rhaena compartieron un beso que fue recibido con aplausos y vítores de los presentes. El gran salón estalló en alegría, y los tambores y laúdes comenzaron a tocar en honor a los recién casados.

La fiesta en Marea Alta continuó hasta bien entrada la noche, con un banquete deslumbrante. Los invitados bailaban bajo las estrellas, y tanto los Velaryon como los Targaryen celebraban esta nueva alianza que consolidaba el poder de ambas casas. En los riscos, los dragones de la familia - Arrax, , Caraxes, Bruma, Syrax y Bailarina Lunar - rugieron al unísono, alzando sus alas en honor a la pareja y a la promesa de una nueva era que los unía.

Y mientras Lucerys y Rhaena compartían una última mirada desde los balcones de Marea Alta, sabían que, unidos por el mar y el fuego, enfrentarían juntos los desafíos que el destino les deparara

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La luna llena iluminaba el horizonte mientras los hombres de Corlys Velaryon, la “Serpiente del Mar”, avanzaban silenciosamente hacia Grajal. La fortaleza se erguía en la distancia, una imponente torre de piedra negra que antaño había sido símbolo de la nobleza y el poder de los Staunton. Ahora, sin embargo, solo era un vestigio de lo que había sido, envuelta en un aire de decadencia y desolación. El viento del mar, cargado con el aroma salobre de la sal y el metal, azotaba los rostros.

Corlys Velaryon, con su imponente armadura plateada, dio una última mirada a sus hombres, muy distintos a aquella turba de mercenarios que se habían dirigido a la torre por tierra, desde Valleoscuro.

Rhaenys Targaryen, la Reina que Nunca Fue, se acercó a su lado, su mirada feroz como el dragón que llevaba en su corazón. Montaba sobre Meleys, la Reina Roja, que tenía las escamas tan brillantes como el oro y la furia de los dioses en sus ojos.

— ¿Está todo en orden, Corlys? —preguntó Rhaenys, la voz de su desconfianza fluyendo con la brisa.

El Velaryon frunció el ceño, observando la fortaleza. El resplandor de las hogueras comenzaba a iluminar la murmurante oscuridad, y a lo lejos, se escuchaban risas, gritos, y el sonido metálico de algo que se rompía.

— No me gusta lo que oigo —murmuró Corlys, mientras su rostro se endurecía—. Algo no está bien. Vayamos.

Ambos cabalgaron hacia el interior de la fortaleza, con la mirada fija en la gran puerta de Grajal. La fortaleza había caído sin resistencia, sus habitantes, nobles y campesinos por igual, habían sido capturados sin esperanza de escape. La promesa de libertad para quienes se rindieran sin lucha se había convertido en una cruel mentira. Las viejas murallas de Grajal, que alguna vez fueron guardianes de la paz, se habían convertido en prisión de los inocentes.

Al entrar en el patio principal, los dos líderes del ejército quedaron horrorizados. Los mercenarios, su ejército de temibles guerreros, se hallaban ebrios y fuera de control. Varios de ellos se tambaleaban, riendo de manera grotesca, mientras otros arrancaban objetos preciosos de las casas y las salas del castillo. La destrucción era palpable, pero lo peor aún estaba por verse.

Los gritos desgarradores de las mujeres y los niños llegaron hasta los oídos de Rhaenys, y el horror se apoderó de ella. Los mercenarios no solo se habían entregado al saqueo, sino también a la tortura y la violación, llevando la vileza humana hasta su más bajo nivel. Rhaenys sintió una furia que casi la consumía. Pero Corlys, al igual que ella, no mostró debilidad. Su mirada se desvió hacia Rhaenys, quien, sin decir una palabra, dio una orden con la mano. En el cielo oscuro, Meleys emitió un rugido de fuego que hizo temblar las paredes. La reina Targaryen, con su voluntad férrea, había tomado la decisión.

Corlys decidió que hacer y los hombres de Marcaderiva cumplieron las órdenes de su señor sin duda alguna, aunque pese al espectáculo que tenían ante si muchos se preguntaban si lo que iban hacer tendría perdón de los Siete. Pero se lo preguntaron mientras apuntalaban el gran portón del castillo y tomaban posiciones. Rhaenys esperaba intranquila mientras los minutos pasaban, Lord Corlys había entrado tan solo acompañado por un puñado de hombres y con cada respiración se temía lo peor.

Pero la serpiente marina sabia lo que hacía y un puñado de borrachos y violadores no iban a detenerlo. Con sagacidad navegó la bacanal en que se había convertido el castillo y pronto encontró a Belico Vhasar.

Te estaba espe …hic… rando, Lord Corlys― dijo el volantino burlonamente ―Toma, te he guardado a la mejor, mi señor― La reverencia del mercenario hizo que casi se cayera mientras empujaba a la joven Cassandra Staunton a sus pies.

Lord Corlys dudo por un instante, podia desenvainar la espada y acabar con el desgraciado en ese mismo instante, peor borrachos o no lo rodeaban miles de hombres y el plan pedía que les siguiera el juego. Lord Corlys le sonrió de vuelta y apunto al hermano menor de la muchacha ―Dame a ese también, hoy voy a pasarmelo bien.

[…]

Menos de una hora habia pasado desde que ingreso en Grajal hasta que cruzó sus puertas de nuevo, acompañado de todo aquel que pudo rescatar. Las puertas se cerraron y Meleys tomó los cielos para hacer su trabajo.

Lord Corlys dio las órdenes y los hombres marcharon al sur, de vuelta al Valleoscuro. Nadie necesitaba ver el espectáculo que iba a desatarse.

[…]

Las primeras llamas tomaron el patio de armas, cientos de hombres desprevenidos que corrieron a las puertas, apuntaladas por los hombres de Marcaderiva, y al pozo, cegado por Lord Corlys. Sin escapatoria posible muchos trataron de tomar arcos y lanzas, pero borrachos y desorientados no tenían ninguna oportunidad. Torre a torre Meleys fue cazando a los emrcenarios que, aterrorizados, buscaban escapar por todos los medios posibles. Algunos lo hicieron descolgándose por los muros o saltando al foso pero la mayoria fueron cazados por la dragona antes de alejarse más de un centenar de metros. Pero eran muchos, varios miles, y la carnicería se alargó durante horas y con su atencion puesta en el castillo Rhaenys no pudo divisar a la negra figura que se acercaba desde el norte hasta que fue demasiado tarde.

Rhaenys observó a la inmensidad que era la negra figura de Vhagar contra el cielo mientras trataba que la Reina Roja tomara impulso para levantar el vuelo. La ágil dragona comenzó la carrera, desde el patio de armas a la muralla y de ahí a la torre del homenaja tratando de ganar altura pero se encontró de frente con la oscura llamarada de Vhagar. Pese al evidente peligro Rhaenys espoleó a su montura sabiendo que su vida dependía de tomar los cielos y Meleys atravesó la columna de fuego justo a tiempo pues Vhagar descendió como un plomo contra la torre del homenaje que se derrumbó con el impacto.

Ya en los cielos la reina que nunca fue trataba de orientarse, pero sus ropas aún incandescían y y la ceniza de su piel quemada le impedían distinguir norte de sur y solo la pesadez de su rival le daban algo de aire. Guiada tan solo por instinto el duo tomó rumbo hacia el mar, sabiendo que su única oportunidad era ir hacia Rocadragón y rezar porque sus aliados la socorrieran. Una y otra vez seguía evitando las llamaradads de Vhagar que aunque más lenta no estaba herida y era guiada con maestría por el príncipe Aemond.

Quizás si la lluvia hubiera amainado Rhaenys habría tenido mejores opciones, pero cansada, herida y desorientada solo tenía que cometer un error y tras varios minutos dando vueltas y revueltas lo cometió, para evitar el fuego de Vhagar viró demasiado al sur, permitiendo que la dragona negra se posicionara entre ella y Rocadragón. Sin una ruta clara amazona y dragona se lo jugaron todo a una carta tratando de dejar atrás a su rival por pura velocidad, y perdieron.

Las garras de Vhagar se clavaron en el costado de la Reina Roja y sus colmillos se cerraron contra una de sus piernas. Meleys empezó a caer en espiral y para evitar verse arrastrado Aemond obligó a Vhagar a soltar a su presa. El ojo del príncipe brilló con felicidad mientras su tía golpeaba las agitadas aguas del Gaznate. Aemond se preguntaba si merecería la pena descender a acabar con lo empezado cuando desde el este una llamarada azul anunció la llegada de más rivales.

Bruma avanzaba pesadamente bajo la lluvia azuzada por el bastardo de Marcaderiva y, tras él, el fuego rojo de Caraxes llenaba el horizonte.

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El sol comenzaba a hundirse en el horizonte, tiñendo de tonos dorados y escarlatas las aguas de Marea Alta, mientras las galeras de la flota Velaryon se alineaban a lo largo de la costa. Corlys Velaryon, el Señor de las Mareas, observaba en silencio desde el muelle, su mirada fija en el mar que pronto lo llamaría a partir hacia Desembarco del Rey. La pesada carga de la guerra y el futuro de su familia recaían sobre sus hombros, pero el peso de la despedida parecía aún más abrumador.

Rhaenys Targaryen, la Reina que nunca fue, se acercó a él con paso firme. En su rostro, marcado por los años de luchas y sacrificios, no se leía tristeza, sino una mezcla de determinación y una quietud triste que solo compartían aquellos que sabían que el destino estaba a punto de separarlos, tal vez para siempre.

—¿Estás listo? —preguntó ella, su voz tan serena como las aguas del puerto.

Corlys asintió lentamente, sin apartar la vista del horizonte. Había pasado tanto tiempo con ella, en la calma de Marea Alta, que ahora, en este momento de incertidumbre, todo parecía irreparablemente efímero.

—Nunca estaré listo, Rhaenys. Pero debo hacerlo. Es la única forma de asegurar que nuestra causa persista.

Rhaenys no respondió de inmediato, solo miró el mar, como si también estuviera buscando una respuesta en la inmensidad de las olas. Luego, sus ojos se encontraron con los de él, tan intensos como siempre.

—Lo sé. Y yo también debo marcharme. A Harrenhall, a luchar junto a los Stark y Tully. La guerra no tiene tregua, y no puedo quedarme aquí esperando. Debemos hacer lo que sea necesario para que nuestro linaje pueda vivir en un reino digno.

Una brisa suave jugaba con los cabellos plateados de Rhaenys, que se alzaban al viento como si también quisiera tomar su vuelo. A su lado, Meleys, la dragona roja, rugía suavemente en el fondo de la bahía, esperando su llamada. Alyn Mares, a lomos de Ala de Plata, planeaba a lo lejos, su figura diminuta frente a la enormidad del reptil.

—Quizás… —dijo Corlys, su tono un susurro apenas audible—. Quizás no haya regreso, Rhaenys. La guerra es impredecible, y el destino puede ser cruel.

El corazón de Rhaenys se apretó, pero no lo mostró. La vida de los Targaryen siempre había sido una danza al filo de la espada, un juego de poder y sacrificio. El amor que compartían, tan profundo como la marisma de sus tierras, había sido siempre su ancla. Pero este momento, en particular, pesaba como nunca antes.

—Lo sé, mi amor —respondió ella, con una leve sonrisa triste. Dio un paso hacia él y lo tomó de las manos. El roce de sus dedos era tan familiar, tan lleno de recuerdos de un tiempo mejor. Los ojos de ambos se encontraron, buscando consuelo en lo único que quedaba: su lealtad y el amor inquebrantable que siempre había existido entre ellos.

—Prométeme algo —dijo Rhaenys, con voz firme a pesar de la emoción que comenzaba a ahogarla—. Si alguna vez… si alguna vez las mareas cambian y nuestras tierras caen, cuida de todos.

Corlys apretó sus manos en las suyas, sintiendo la firmeza de su promesa. Era un pacto que iban a sellar en esa despedida que se sentía definitiva.

—Te lo prometo, Rhaenys. Y cuando regrese, no importa cuán lejos esté, no importa cuán alto vuele la guerra, siempre te encontraré. No habrá distancia que nos separe.

Ella asintió, sabiendo que sus palabras eran más que un simple juramento. Eran una verdad compartida, un entendimiento profundo que solo los dos, en su lugar, podrían comprender. El destino les había llevado por caminos diferentes, pero el amor que los unía era un lazo tan fuerte como el acero.

Con un último suspiro, Rhaenys se separó de él, caminando hacia Meleys, donde Alyn Mares ya la esperaba. La dragona, imponente y majestuosa, extendió sus alas, tomando el aire con una gracia tan feroz como su carácter.

Corlys, mirando la figura de su esposa alejarse, sintió un vacío que nunca podría llenar. Un vacío que solo podría sanar con el regreso de ella, pero también con la esperanza de que su lucha no fuera en vano. Era una despedida, sí, pero no una rendición. No mientras el fuego de su causa ardiera en sus corazones.

—Adiós, mi reina —murmuró él, casi como un susurro al viento.

Y con un último vistazo, Rhaenys, firme y decidida, se lanzó al cielo, dejando atrás Marea Alta, su hogar, su familia, y a Corlys, con la promesa de que la guerra no haría que su amor se desvaneciera.

El viento llevó su imagen hacia las estrellas, mientras las olas de la guerra se preparaban para lo que estaba por venir.

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