Los hombres del Imperio no vieron lo que se les venía encima.
Habían caminado por aquellos caminos, recorrido aquellos bosques. Sabían las rutas ocultas, los senderos por los que perderse para evitar emboscadas y las historias acerca de las bestias que moraban entre los árboles. Pero no estaban preparados para la violencia de lo que se abalanzó sobre ellos.
Primero fueron las visiones. Los cadáveres desparramados, las casas incendiadas y las extremidades y la sangre mezclándose en el suelo. Luego el olor, la podredumbre y las moscas acumulándose sobre hombres y bestias por igual. Y luego la sensación. El aroma de la magia que se elevaba de un pequeño lago cercano, donde cadáveres con tres ojos parecían abrazarse a niños malformes y monstruosidades procedentes de un reino que no era el de los mortales.
Era una visión de pesadilla a la que siguió el ulular de la batalla y el entrechocar de los aceros. Antes de que se pudieran dar cuenta, había ungors y gors sobre ellos, monstruosidades emergiendo de los bosques y cuernos atravesando sus armaduras. Ser Eimer, señor de los Caballeros Pantera, la legendaria Orden Imperial, se vio atravesado sin miramientos por una lanza que cruzó el cielo, y pisoteado por pezuñas furiosas.
Entre el caos y la sangre emergió la figura de una bestia de pesadilla, que observaba la batalla con un solo ojo y un hacha que había derramado demasiada sangre. Nadie sobrevivió. Nadie excepto Manich, el Cazador, que logró escabullirse y huir, para su eterna vergüenza, corriendo en dirección contraria a la pesadilla que era Nupstedt. Más bestias emergían de entre las sombras, cortando la retirada de los batidores y caballeros que allí se habían reunido. Y mientras Manich huía, solo escuchaba el sonido de las lágrimas y los quejidos, el olor de la muerte y el aroma de la magia que crepitaba…
Khazrak buscó entre los enemigos humanos. A uno lo escuchó gritar más que a los demás, con miedo en su voz, pero percibió también determinación. La clase de determinación que hacía que los débiles humanos ocasionalmente plantaran cara a sus manadas. Su trampa había resultado, claramente habían cazado a un humano notable entre los humanos. Sus armas lo atestiguaban casi tanto como su voz de mando. Humanos así complicaban la tarea, no mucho más que una corriente de agua podía frenar a sus bestigors, pero si de esos que convenía matar pronto en la batalla.
Pateo a un ungor que había cerca, le arrebató la lanza con furia y mientras dibujaba una temible mueca, la arrojó súbitamente. Siseó brevemente en el aire, cruzando el campo sobre las cabezas de gors y ungors que mataban alegremente a la menguada tropa humana. El siseo se detuvo, dando paso a los gritos de horror de los humanos que aun luchaban junto a su caudillo. La lanza negra se freno al atravesar acero, carne y clavarse en el suelo. Como un estandarte grotesco, allí quedó otro pequeño pero orgulloso humano que creyó que podía hacer frente a Khazrak.
Con el hacha al hombro, Khazkrak se retiró hacia su guarida entre bramidos y gritos de pelea de ungors y gors, que ahora peleaban entre si por los mejores bocados. Esa noche, muchos hombres bestia bebieron sangre de bebé humano, en los craneos de sus padres y ante la mirada de sus madres.