Barnock dió la señal. Algún orgulloso señor del Imperio habría considerado una ofensa seguir a pies juntillas las órdenes de un extranjero, y más si era de otra raza. No era el caso de Balthasar Gelt. El mago era, ante todo, pragmático, y confiaba en los métodos que funcionaban, sin importar su origen.
Una solitaria bengala se alzó hacia cielo, mientras las tropas imperiales, desplegadas en perfecta formación de combate esperaban, silenciosas y expectantes. Balthasar Gelt alzó el brazo y lo mantuvo en el aire, sabedor de lo que venía después. Tras unos instantes de incertidumbre, toneladas de pólvora que habían sido cuidadosamente colocadas por expertos zapadores enanos bajo tierra estallaron. Las puertas de Grung Arzufak saltaron por los aires con un estruendo atronador. Las filas imperiales se estremecieron, inquietas. Su comandante en jefe, sin embargo, observaba impertérrito la escena, pues no era más que el evidente resultado de una ciencia cuyos secretos tan bien conocía. No comentó nada cuando volvió a bajar el brazo, pero sí lo hizo su heraldo.
—¡A POR ELLOS!
Varias trompetas sonaron al unísono, a las que se sumaron profundos cuernos de los aliados enanos. Los estandartes de los batallones imperiales bajaron. Y miles de hombres y enanos se movieron en perfecta formación hacia la inmensa montaña que se alzaba frente a ellos, dispuestos a limpiarla de las alimañas que en su interior habitaban.
Gelt, sin embargo, era prudente. Skarsnik tenía la astucia de una bestia salvaje y no debía ser subestimado. Unos pocos batallones y regimientos se habían quedado atrás, a la espera y defendiendo el campamento con sus bagajes; junto con toda la artillería, inútil para la lucha en la montaña y sus túneles. Su prudencia se vería, minutos después, recompensada.
Varias decenas de cientos de goblins se dejaron aparecer por las faldas de las montañas circundantes. Estaba claro que su plan pasaba por rodear a los incautos que se habían atrevido a entrar a la montaña-fortaleza y masacrarles sin piedad, al cortarles la escapatoria. Quizá ese habría sido el destino de los enanos si los ejércitos imperiales no hubieran acudido en su ayuda.
— Que todos nuestros cañones apunten a ellos. Fuego a discreción.
«Nunca debe cargarse contra una formación cerrada de infantería que no haya sido sometida a fuego de artillería». Aunque, haciendo honor a la verdad, calificar el despliegue de los goblins como formación habría resultado demasiado generoso. Gelt no hacía sino más que seguir al pie de la letra lo que el manual de estrategia en el que se basaban los generales del Imperio desde hace más de un siglo, el célebre “Estratagemas”; de título tan escueto como sus postulados.
“¡¡FUEGO!!”, gritó un oficial. Veinte cañones imperiales dispararon con orden y eficiencia contra la formación enemiga. Los artilleros de Nuln se movían frenéticos para volver a poner los cañones a punto para efectuar una nueva andanada de destrucción. Gelt se volvió entonces hacia su segundo al mando.
— Barón Kreiglitz. Que vuestros hombres flanqueen las posiciones de esas bestias y barran el pie de la montaña. Ninguna debe de escapar con vida.
— Como ordenéis, general.
Bajo la máscara, Gelt se permitió una sonrisa. Aquello iba camino de convertirse en una matanza fríamente planeada y calculada, como a él le gustaban. Era consciente, sin embargo, que sin la cabeza de Skarsnik la victoria sería agridulce. Espoleó a su montura y cargó a la batalla.
— ¡Una victoria absoluta, mi general! —el oficial imperial al mando de la artillería no podía evitar el júbilo al reportar a Gelt—. Son tantos los enemigos caídos que no alcanzan los números para contarlos. Y nuestras bajas han sido mínimas. ¡No hay duda de que Sigmar lo ha dispuesto!
— ¿Qué hay de Skarsnik? ¿Se ha localizado su cádaver?
— ¡Ay! Mucho me temo que no, mi general. Pero aún no hemos examinado todos los cuerpos. Puede aparecer antes de que anochezca.
— Nada está hecho sin la cabeza de esta bestia. Pero podemos decir que hemos defendido con creces el honor de las armas imperiales.
Gelt ya podía imaginarse a las imprentas del Emperador trabajando a sin descanso para hacer correr la voz del triunfo. Acaso, incluso, podía vislumbrar con claridad la cabecera de las misivas. «VEINTE MIL GOBLINS MUERTOS EN UN SOLO DÍA». No obstante, debía de apresurarse. La amenaza en ese lugar había sido cortada, pero los enemigos del Imperio no otorgaban nunca tregua. Debía ahora cabalgar para reunirse con el Emperador, o donde el enemigo acechase.