Ecos de la Antigua Valyria

Quaithe le había llevado a ver a su maestro. A Dany no le inspiraba confianza el aspecto del susodicho. El anciano tenía el aspecto de un profeta caído en desgracia, con una sencilla túnica blanca roída y agrisada por el paso. Estaba sentado sobre un viejo trono de madera, reposado sobre el mismo en una expresión de infinito cansancio y con la cabeza inclinada hacia delante. Las carnes se le habían fundido sobre los huesos, aunque mantenía una blanca cabellera de pelo fino y quebradizo sobre su cabeza. Quaithe decía que su decadencia se había agudizado con la muerte de los dragones, y que pronto su vida llegaría a su fin. Ni siquiera tenía fuerzas para hablar, pero no le hacía falta. Era capaz hacer resonar sus pensamientos en las mentes de otros. Y esa voz resonaba con fuerza y vigor en la cabeza de Dany.

«El pozo de la sabiduría. Te mostraré algunas memorias interesantes. ¿Querías conocer la Antigua Valyria, verdad? Entonces bebe»

Entre el anciano y ella se alzaba un pequeño pilastre de piedra coronado con una sencilla pila, rellena de un extraño y denso líquido púrpura. Quaithe previamente había hecho un pequeño corte con un puñal de plata sobre el brazo del anciano y había echado finas gotas de sangre negra y espesa sobre la pila.

«Un dragón no debe tener miedo», se dijo. Había estado en la Casa de los Eternos y había visto lo impensable. No podía haber nada peor que aquello. Los ojos argénteos del anciano la miraban, expectantes. Dany entonces se decidió, tomó el pequeño cáliz que Quaithe le ofrecía y lo llenó con el extraño líquido púrpura que llenaba la pila. Cuando lo bebió, no notó sabor alguno.

«Pronto abandonarás esta estancia. Irás a visitar un pasado remoto, y lo verás con los ojos de un hombre que pereció tiempo ha…»

De repente Dany sintió como una sensación de debilidad general se apoderaba de su cuerpo. De repente estaba muy cansada, necesitaba descansar a toda costa. Sus párpados cayeron, pesados, y en apariencia, se durmió.

Cuando despertó, estaba caminando sobre un camino de tierra hosco. El olor a ceniza y polvo llenaba sus fosas nasales. Observó minas a cielo abierto allá donde alcanzaba a cubrir la vista, excavadas sobre montañas que exudaban vapores de la tierra. Multitud de hombres de distinto sexo y condición se movían como hormigas por ellas, algunos con cadenas, dirigidos por crueles capataces.

A Dany le acompañaban dos personas, un hombre y una mujer, cuyos rostros parecían tallados por el más virtuoso de los escultores. Eran de unas proporciones y de una belleza inhumanas, de rasgos finos y delicados, piel pálida y cabellos platinados. El corazón le dio un vuelco. «¿Son Targaryen? ¿Son antepasados míos?», se preguntó. Ambos vestían con armaduras negras ornamentadas con formas imposibles, rematadas con detalles de rubíes que brillaban como estrellas y con capas negras que el viento agitaba ligeramente sobre sus espaldas.

Necesitas nuevos esclavos —comentó el hombre—. Estos ya están muy gastados, ¿no crees?

Bah, tonterías —resopló la mujer—. Aún pueden seguir cumpliendo su cometido.

Pues ese de ahí no opina lo mismo —respondió divertido, señalando a un hombre que yacía de espaldas a un lado del sendero por el que caminaban.

La mujer se acercó y le pegó un par de patadas al esclavo caído, como quién patea a un saco de pan. Al no obtener reacción, se arrodilló junto a él y le susurró al oído unas palabras que Dany no alcanzó a escuchar. De repente, el esclavo empezó a dar señales de vida, y se alzó, con lentitud. Dany entonces reparó que tenía la espalda destrozada a latigazos, hasta el punto que se le veía el músculo desnudo. Una mezcla de maravilla y horror la invadió. «¿Cómo es posible que un hombre tan destrozado pueda siquiera mantenerse en pie? Entonces recordó lo que le había contado y enseñado Quaithe. «Magia. Lo están animando con magia», pensó, asqueada.

Sigue caminando, escoria —no había piedad ninguna en la voz de la mujer. El esclavo, silencioso, obedeció. Dany no le había visto el rostro, estaba de espaldas. Quizá fuera mejor. El que tenía aspecto de señor dragón contemplaba la escena con ojos divertidos—. Aún no te he dado permiso para morirte. La siguiente vez, te haré sufrir de verdad. ¡Andando!

Eres una perra muy tacaña, ¿lo sabías? Deberías pagarte nuevos esclavos de tu bolsillo.

Si el Senado te estuviera buscando las cosquillas todos los meses, no hablarías igual —la señora no le devolvió la sonrisa— “Necesitamos más oro. Estas minas pueden producir más, los registros históricos así lo muestran: no vamos a darte más medios”, repiten como loros. No se atreven a acusarme directamente, claro, pero creen que estoy apropiándome de oro del Feudo para mis propios fines, cuando no hago más que respetarles hasta la última moneda que de aquí se extrae. Incluso me veo obligada a recurrir a mi propia fortuna personal para cumplir con las delirantes demandas de oro que me exigen. Sinvergüenzas —escupió al suelo para poner énfasis sobre lo que pensaba de todo aquello—. Estoy cansada de seguir cavando más putos túneles y galerías en estas montañas. Cuanto más profundo excavamos, más gusanos de fuego encontramos. Encontrar a uno supone perder a decenas de esclavos, cuando no a algún hechicero. No sabes lo peligrosas que son esas bestias. Y eso no es lo peor, claro.

Tranquila, Lysandra. Al menos, las legiones de Garin siguen aún enterradas en las profundidades del Rhoyne.

Está ese culto extraño, ese Dios de Muchos Rostros —Lysandra ignoró el comentario y continúo con su exposición—. Cada vez tiene más adeptos. Imposible encontrar a los cabecillas, no importan las torturas que apliquemos, el resultado siempre es el mismo: inconcluso. Esos hijos de mala madre se dedican a dar el descanso eterno a los esclavos, diezmando mi mano de obra. Lo peor es que se están volviendo más osados. La semana pasada mataron a un capataz hechicero, y hace un mes, uno de esos desgraciados intentó acabar con mi vida. Por desgracia, no pude interrogarlo. Me obligó a matarlo antes de que pudiera hacer nada.

Una verdadera lástima —le respondió el hombre en el mismo tono que podría haber dicho “Qué ricos están estos melocotones”—. Aunque me preocupa que digas que han sido capaces de abatir a uno de nuestros magos. Ellos mantienen el control de los fuegos bajo estas montañas. Deberías andarte con cuidado, si no quieres que un estallido de magma destroce todo el complejo de túneles. No es la primera vez que pasa…

Qué listo eres, Aurion. No me habría podido dar cuenta yo sola. Resulta que no es tan sencillo lidiar con estos insurrectos, son capaces de cambiar de rostro a voluntad —Lysandra suspiró—. En cierto modo los admiro, no te creas. Tienen la astucia de una rata. Mis sospechas es que tienen apoyo entre algunos los nuestros, no pueden haber aprendido esa clase de magia por sí solos. Esos Tasenarys, siempre dando apasionados discursos defendiendo la libertad de los esclavos y otras formas de alternativas de generar riqueza —el desprecio se dejaba traslucir tras cada una de sus palabras—. Quizá habría que investigarlos, a ver qué canción nos cantan. Con discreción y dulces palabras.

Este año no vas a salir elegida Arconte, así que no les vas a poder poner tus suaves manos encima. Me da que te vas a tener que quedar con las ganas.

Por desgracia. Más vale la vida de uno de estos pobres diablos que la de un traidor al Senado y al Feudo Franco. —Lysandra cambió de tema repentinamente— ¿Escuchaste los últimos rumores? Aenar el Viejo está vendiendo todas sus posesiones. Planear marchar al Lejano Oeste, a Rocadragón.

Aenar el Chocho, sí —Aurion puso los ojos en blanco—. Deberías darte prisa en comprar antes de que se te adelanten, porque está malvendiendo muchas de sus fincas, tiene mucha prisa por partir. Dicen que se escapa a esa roca lúgubre porque su hija ha visto Valyria entera consumida por las llamas. Un fuego capaz de consumir incluso a nuestros dragones. Tonterías. El viejo Targaryen tiene demasiados enemigos en Valyria, huye para ponerse a salvo. Como si poner leguas de distancia le fuera a salvar, si el Senado lo declara Enemigo del Feudo.

Entre los nuestros los ha habido con sueños proféticos, bien lo sabes. Quizá estemos cavando demasiado profundo, Aurion —aventuró Lysandra, con una nota de duda mirando hacia el horizonte—. Quizá haya algo aún más terrible que los gusanos de fuego en las profundidades de estas montañas, un demonio de los Tiempos Antiguos…

Por lo que se ve, tú también empiezas a chochear —sentenció Aurion burlonamente—. Has aspirado demasiado azufre aquí en las Catorce Llamas, me temo. A ver cuando te destinan a otro lugar. Lys, eso estaría bien, ¿eh? Todo el día entre músicos y barcazas de placer. Bueno, ¿y tú qué opinas, Vaeryn? —los ojos del tal Aurion taladraban a Dany, fríos. La sonrisa que mostraba no era compartida por su mirada—. Ni una palabra has dicho en todo este rato. ¿No has desayunado hoy, o qué?

Creo que todo hombre sabio haría bien en temer a los dioses —Dany notó como una voz que no era la suya brotaba de su boca—. Sobre todo los que ponen orden en la naturaleza.

Baladronadas —bufó Aurion, con desprecio—. Los dioses harían bien en temernos, en todo caso.

De repente, todo se oscureció, y tras unos instantes, Daenerys volvía a estar de pie, en el interior de aquella habitación oscura, alzada en frente de esa pileta de piedra que sostenía la extraña pila llena del líquido púrpura. Quaithe la miraba fijamente. Solo sabía que en lugar de tener más certezas, tenía más dudas.

4 Me gusta