La guerra no había terminado.
Nunca lo había hecho. No desde que habían asesinado a su hermano. Quién sabe si desde que el maldito Rey Loco había quemado a Lord Stark y tratado de asesinar a Robert y Eddard no había sembrado las semillas de aquel conflicto. Él, que había resistido un año en Bastión de Tormentas, que había sangrado frente a Pyke, Desembarco del Rey y Sarsfield. Él, que había luchado hasta la extenuación por pacificar Poniente durante los últimos dos años, estaba cansado.
“¿Cuántos días he conocido de auténtica felicidad?” Stannis Baratheon se sorprendió a si mismo reflexionando. Su felicidad nunca le había importado. Era una cuestión secundaria frente a su deber y su honor. Había rechinado los dientes cuando le habían concedido Rocadragón. Había seguido a Robert a una guerra loca y sentido las garras frías del hambre, y había parlamentado hasta con su mayor enemigo para mantener a salvo el Reino…¿pero qué quedaba de Stannis, el hombre? No Stannis I, de la Casa Baratheon, poseedor de un Trono en el que no se había sentado más de una semana desde que lo había conquistado.
Ese Stannis era una sombra del niño que había sido, una carcasa del hombre que fue. Lo notaba en sus huesos, debilitados. En su carne, recia pero cada vez más escasa. Algo lo consumía por dentro, entre pesadillas, profecías y responsabilidades. Apenas dormía y no veía más que imágenes del enemigo, tanto el mortal como el que amenazaba con acabar con los reinos de los hombres, en el lejano norte. Stannis Baratheon, el último de los tres hermanos, era un hombre cansado e infeliz. Un rey agotado.
Cabalgaba ahora hacia Invernalia, veloz, liderando los ejércitos de las Tormentas y tras haber pactado con el Gnomo la rendición de Occidente. Otro territorio pacificado, otra pieza del puzzle encajada. Rechinó los dientes y clavó los ojos azules en el horizonte. No podía desplomarse ahora, venirse abajo. No era solo el Trono de Hierro, sino la propia existencia de Poniente y de los hombres lo que estaba en juego.
Stannis Baratheon, el Primero de su Nombre, Señor de los Siete Reinos y Protector del Reino. Stannis, el hermano de hierro de los Baratheon, que prefería quebrarse antes que doblarse. Azor Ahai, si las leyendas no mentían.
Invernalia ya estaba cerca.
-Mi señor - Dos golpes rápidos en la puerta. La voz de Melisandre de Asshai. Stannis echaba de menos a su buen Davos, aun perdido en batallas y andanzas en un Sur deshecho por los combates.
-Pasad.
La sacerdotisa roja entró. Sabía que había escuchado las noticias desde Desembarco del Rey. La rebelión de la Fe, la persecución a sus tropas, la ciudad en caos. Tanto trabajo…tanto esfuerzo. ¿En qué había fracasado?
-Decidme qué queréis - “No puedes desplomarte, Stannis Baratheon. Desembarco del Rey es solo una ciudad. La batalla verdadera es en el Muro”. - Ya.
-Las llamas, mi señor. El Señor de la Luz habla. Su poder se intensifica en presencia del enemigo.
Stannis la miró. ¿Era Melisandre o era aquella sacerdotisa que había venido con Daenerys Targaryen desde más allá del mar? Su forma parecía desdibujarse y convertirse en la de…¿Quaithe? Giraba, cambiaba y se metamorfoseaba. ¿O eran sus ojos, traicionándole?
-Hablad claro, mujer. No tengo tiempo para enigmas.
Lady Melisandre se acercó a las llamas. Sus manos se movieron, trazando un símbolo arcano, y estas cobraron vida. Se alzaron, saliendo del hogar hasta lamerles la cara, pero sin quemarlos. Dibujaron formas y cuerpos, historias y futuros que estaban por venir. Una corona que se deshacía, un niño llorando en la oscuridad…
Y Stannis Baratheon entendió.