El concilio del Faro

Mern, el Noveno de su Nombre, investido con la Corona de Viñas y Flores y con el Cetro de Zarzas, se alzó. Era un tipo alto, aunque empezaba a encorvarse un poco, y daba una imagen muy regia; dar una imagen regia era de hecho de las cosas que mejor hacía. Pero dar discursos preparados tampoco se le daba mal.

-Lores del Dominio -comenzó-. Ladies. Caballeros. Y Príncipe Lyman de Occidente. Me gustaría deciros: ¡festejad! -un murmullo de asentimiento respondió al rey-. ¡Olvidad vuestras preocupaciones! -el murmullo aumentó-. Pero no es el momento de festejar -declaró con voz severa. Le respondió el silencio. Varios de los presentes se bajaron apresuradamente la copa de los labios. Uno de ellos, Lord Merryweather, se atragantó e intentó disimular las toses mientras su esposa le daba golpes en la espalda.

-Todos hemos leído la carta. Un valyrio, Aegon de Rocadragón, pretende conquistar los Siete Reinos. Quiere que todos nos arrodillemos. Hmpf. Qué insolencia -dijo con desdén-. ¿Alguno de los presentes tiene por costumbre arrodillarse ante extranjeros? -un murmullo de desdén sirvió de confirmación-. Y no solo eso. A los dornienses les ha ofrecido exactamente lo mismo que a nosotros. Les mandó la misma carta. A los ojos de Aegon, los dornienses y nosotros somos iguales.

Los nobles, enrojecidos, refunfuñaban en tono airado. Samwell Tarly, o como todos le llamaban Sam el Salvaje, que recientemente había heredado el título de su padre, se puso en pie y desenvainó el mandoble de acero valyrio que nadie se había atrevido a quitarle antes de entrar.

-¡Que venga aquí Aegon y le enseñaré la diferencia entre un dorniense y yo! -vociferó con una voz como un huracán- ¡Y si no viene, iré yo! -exclamó, tras lo que partió la mesa frente a él en dos, limpiamente, incluyendo los platos, la comida y una copa, y quedándose en el movimiento a tres pulgadas de cortarle la cabeza a Lord Merryweather, al que se le pasó la tos del susto. Algunos cabellos cayeron flotando en la mesa.

Mern alzó la mano pidiendo silencio.

-Todos valoramos vuestra lealtad y arrojo, Lord Samwell, pero os rogamos que mantengáis Veneno de Corazón enfundado -el aludido hizo una reverencia, guardó la hoja y se sentó. Mern retomó el hilo-. El argumento del infame Aegon para conquistar los Siete Reinos es sencillo. Dragones. Sí, los tiene. Tres de ellos. Los rumores no mienten -los señores se lanzaban miradas de súbita preocupación-. Pero ¿qué es lo que tenemos que temer de esos dragones? ¿Acaso un puñado de lagartijas incendiarias sería capaz de derrotar a todas las fuerzas de nuestro reino? ¡Ja! Los valyrios reinaban sobre esclavos. Sobre gente con miedo a bichos voladores, gente que se plegaba a las amenazas. Pero nunca invadieron Poniente. Porque sabían que no podían con nosotros.

Se veía en los ojos de los vasallos como se envalentonaban.

-La auténtica amenaza no son los dragones. Son los cobardes. Me consta que varios nobles ribereños, muertos de miedo, se han arrodillado a Aegon, temerosos de que ordene a sus monstruitos devorarles. Mostrémosle que el Dominio está hecho de otra pasta. Mostrémosle que nosotros no nos dejamos atemorizar por extranjeros petulantes.

-Señores del Dominio. Príncipe Lyman. Desde hoy estamos en guerra con Aegon de Rocadragón. Y no terminará hasta que él, su incestuosa familia y sus aberraciones aladas estén muertos y enterrados. Reunid a vuestras huestes. Abrillantad vuestras lanzas. Desplegaremos la fuerza más formidable que el mundo haya visto jamás. Y cabalgaremos hacia el este, cabalgaremos sin descanso, cabalgaremos sobre las olas si es necesario, hasta encontrar al valyrio, perseguirlo y matarlo como a un perro. Y la próxima vez que nos reunamos, las cabezas de los dragones adornarán la sala. Yo, Mern Gardener, juro por mi nombre y por el honor de mi casa que mataré a Aegon el Insolente.

Esperó unos minutos a que se calmara la algarabía, aún de pie, e interpeló al Príncipe Lyman.

-Decidnos, príncipe, ¿se nos unirán las fuerzas de vuestro padre?