El día del juicio

Los campos de justas de la ciudad eran un festival improvisado, hombres desde todas las tierras de los feudos llevaban toda la semana concentrándose y se decía que algunos de los recién llegados lo hacía desde el Valle Oscuro y Poza de la Doncella. Miles si no decenas de miles de campesinos y artesanos, lavanderas y doncellas, todos reunidos para recibir al príncipe que les salvó, a Rhaegar Targaryen.

Los rumores decían que el propio rey abandonaría la Fortaleza Roja para recibir a su hijo victorioso, a los hombres de la Compañía Dorada y a los veteranos soldados que le acompañaban.

Apenas llevaba el sol unas horas en lo alto cuando los primeros hombres aparecieron en el horizonte. La noticia corrió como la corriente del Aguasnegras y todos se prepararon para lanzar vítores a sus salvadores. Los hombres del rey cruzaron la ciudad enchidos de orgullo bajo la atenta dirección de Lord Symond Staunton, consejero de los edictos. Los caballeros abandonaron Desembarco del Rey por la Puerta del Rey escoltados por cientos de Capas Doradas que se abrieron paso entre la multitud, creando un pasillo de una docena de metros por casi media milla, listos para recibir al príncipe.

Apenas una legua separaba la cabecera de los ejércitos de las murallas de la ciudad cuando Lord Staunton los alcanzó —Alteza— comenzó a decir el Lord de Grajal —príncipe Oberyn, Lord Toyne, Lord Baratheon. El rey os espera en el Salón del Trono, la multitud ha salido a recibiros y los Capas Doradas velan por que todo marche sin dificultad. Un banquete como pocos espera y su alteza ha querido que todo señor, caballero, capitán o príncipe, traidor o leal, se unan a él en la Fortaleza Roja para celebrar.

La multitud rugió cuando el príncipe Rhaegar atravesó el pasillo que los Capas Doradas había abierto para que el ejército se abriese paso sin dificultades hasta las puertas de la capital; escoltado por su fiel escudo Oswell Whent y su nuevo hombre de confianza, Lord Stannis Baratheon. Junto a ellos se encontraban también los señores más leales a Rhaegar: Peake, Massey, Caron, Selmy… Tras estos hombres marchaban los dornienses con sus ricos y coloridos atuendos acaudillados por el príncipe Oberyn. Las mujeres aprovechaban para lanzar flores a los soldados victoriosos. El príncipe de Rocadragón saludaba de cuando a cuando al vulgo para placer de este.

Por último marchaba en la retaguardia del ejército de Rhaegar la Compañía Dorada comandada por Lord Myles, el príncipe de Rocadragón no había querido correr riesgo ninguno en su regreso y había ordenado a sus mejores hombres que cubrieran sus espaldas, por si los rebeldes del lobo o de la trucha aparecían sin previo aviso. Los mercenarios no llevaban consigo a ninguno de sus tan cacareados elefantes, para decepción de la multitud que se había congregado. Las últimas bestias habían encontrado su muerte en la última y decisiva campaña. El príncipe dragón tenía claro que en cuanto las arcas volvieran a estar repletas debía de traer decenas de paquidermos para reforzar las filas del ejército real. Habían sido una pieza clave en su triunfo en las batallas que había librado.

Para culminar todo, Rhaegar vio en la faz del Consejero de Edictos algo que jamás pensó que llegaría a ver: el respeto hacia su persona. Era aquel sin duda un día extraño lleno de gratas sorpresas.

Lord Staunton —saludó la Mano con cortesía—. Os agradecemos tan cálido recibimiento y aceptamos con gusto la invitación de su Majestad. Celebremos tan magnífica victoria y brindemos por la futura paz tan ansiada que le espera al reino.

Lord Stannis cabalgaba al lado del Príncipe Rhaegar, que entraba victorioso en la ciudad como un héroe de otros tiempos. Su melena ondeaba al viento y se había dejado crecer un bigote que llegaba hata los lados de su barbilla. Él creía que le daba el aspecto feroz de señor que debía tener. Tras meses en el campo Stannis y sus hombres seguían la moda que se había impuesto en el ejército de la Tormenta durante la campaña de Robert, largas barbas y bigotes, melenas desaliñadas. Había recibido el homenaje de sus banderizos que habían militado en el bando realista y había reunido a su alrededor una pequeña corte de aquellos hombres de la Tormenta que se habían rendido junto a él tras la muerte de su hermano, eran sus propios desaliñados. Estaba Jon el Tuerto, un viejo trampero del Bosque Real; Ser Patrek Tormenta, el cuchillo de la Selva; Hug el Desdentado, un sexagenario saqueador de cadáveres; Jon el Amarillo, espadachín de extraña tez y su fiel escudero Maegor Skellington, el Inquieto, o el Pulgoso, porque nunca estaba quieto, pero era un buen chico. La guerra lo había dejado huérfano a los trece años y Stannis lo había adoptado como escudero.

Stannis se dirigió al Príncipe y Mano, líder de la comitiva.
“Vayamos a jurar lealtad al rey. La guerra ha terminado y una nueva era de paz y justicia se acerca. Está escrito en los antiguos libros de profecías. ¿No es así, mi Príncipe?”

Oberyn intercambió unas últimas palabras con Myles Toyne. Se colocó al frente de sus tropas, y avanzó con Ellaria a un lado y el joven Aron Santagar a otro. De vez en cuando intercambiaba pareceres con ellos, pero por lo demás la comitiva de Dorne marchaba concentrada y en relativo silencio.

Antes de cruzar las puertas de la ciudad, Oberyn echó un último vistazo al cielo.

-Va por ti, hermano -musitó.

Un murmullo se extendió entre la tropa. Los señores se detuvieron. ¿Qué ocurría?, ¿por qué habían parado los soldados, animados como estaban en su regreso a Desembarco del Rey? Ser Sinclair Tormenta, capitán de los Caballeros del Grifo que quedaban, en la ausencia de su señor, Ronald Connington, parecía haber sido el que había dado la orden de detener a los suyos. Gritos de júbilo se extendieron por entre los caballeros y los campesinos que allí se amalgaban bajo el estandarte del grifo. Una figura galopaba en la distancia. Bandera blanca en mano y seguido por otras trece figuras a caballo. Junto al trapo de parlamento flameaba otro estandarte, un estandarte…

-¡Un grifo!, ¡un grifo! - Los caballeros del Nido corearon. - ¡El Grifo regresa!

Jon Connington regresaba de Harrenhal. El aspecto desmejorado, pero con fuego en los ojos y una sonrisa radiante. Tras él, los compañeros que le habían acompañado al exilio y que ahora regresaban para unirse a la comitiva del Príncipe Rhaegar. El heredero del reino observó a su amigo acercarse, entre los vítores de los hombres que habían compartido tantas batallas con él y la sonrisa de Ser Myles Toyne.

-Mi espada está a vuestro servicio, mi príncipe. Como siempre lo ha estado. - Connington cayó de rodillas. Sería Señor de Nada, pero aún podía luchar por algo. - Es un orgullo volver a estar junto a vos. - Rhaegar le hizo un gesto para levantarlo. Pronto reanudarían la marcha. - Y junto a vos, Príncipe Oberyn. Y vos, Lord Stannis. Que una nueva era de justicia y honor amanezca para el reino.

Aerys esperaba.

Oberyn saludó con una palmada en la espalda y una torva sonrisa a Jon Connington a su llegada. En los últimos tiempos había congeniado un poco con el marqueño, que le merecía cierto grado de confianza. Además, era de los que estaban versados en los placeres ocultos de la vida. Eso Oberyn lo sabía con verlo; las almas afines se reconocen.

El ambiente festivo acabó cuando Lord Staunton, en un contraste total con su anterior bienvenida, les dijo que ordenaran parar a sus tropas, acamparan a una distancia prudencial de las murallas y entraran tan solo con una pequeña escolta de un par de cientos de hombres.

-¿Cómo? -le dijo Oberyn indignado, dirigiéndole por primera vez la palabra-. ¿Me estás diciendo que todos los héroes que han ganado esta guerra deben acampar fuera como apestados? ¿En vez de dar al pueblo de Desembarco la oportunidad de ver a quienes han sudado y han sangrado por esta ciudad y por esta dinastía, y de recibirlos como el ejército victorioso que son? ¿Y quieres que nosotros entremos con cuatro amigos para que tu rey nos queme libremente? ¿Pero tú te crees que alguien en su sano juicio aceptaría eso que estás diciendo? Oh tú, valiente sabandija, al que desde aquí le huele el aliento al culo de Aerys. ¿Cómo tienes la osadía de insultarme así? ¿De insultarnos así a todos? Venimos de luchar por ti, desagradecido.

Se giró hacia Rhaegar.

-Príncipe Heredero. ¿Vais a dejar que un lacayo os mee en la cara así?

“Esa es la actitud de vuestro padre que ha provocado esta guerra. Hemos sangrado para acabar con esto mi príncipe. Vos habéis venido a salvar la tierra, que ya no soporta el peso de sus tiranos.” Dijo Stannis a Rhaegar con cierta rabia. “El rey nos matará a todos y la tierra se hundirá en llamas de nuevo ¿Eso queremos? A veces los hombres deben tomar decisiones difíciles bien lo sé, pues cabalgué junto a mi hermano y luego me arrodillé ante vos pero nuestra causa es la de la justicia y el Rey está tratando a los que le ofrecen su reino como escoria.”

¿Qué ocurre? - Preguntó Tywin mientras se removía provocando el tintineo de sus cadenas.

Uno de los guardias que lo custodiaban dudó una milésima de segundo antes de contestar, pues aunque el Señor de la Roca era un prisionero y había sido derrotado seguía imponiendo el respeto de siempre.

El Príncipe Oberyn y Stannis no quieren entrar sin sus ejércitos en Desembarco.

Ya veo. Temen a Aerys. - Dijo el Lannister sonriendo amargamente.
He sido derrotado por cobardes, por hombres que no son capaces de enfrentarse cara a cara con su enemigo, que temen a un hombre que no tiene nada salvo la lealtad de quienes pretenden asesinarlo.

Tywin se levantó y al hacerlo su hijo Jaime lo hizo con él provocando que los guardias se envararan; el Señor de Occidente hizo un gesto que tranquilizó a sus custodios y dio varios pasos, asomándose a la entrada de la tienda y echando un vistazo a las murallas de Desembarco.

El reino que se viene estará cimentado por esto: cobardes que temen que su aliado lo apuñale. Jaime, cuando gobiernes no olvides eso.

Rhaegar entendía que las órdenes de su padre se debían en buen medida a su paranoia y al temor de amenazas imaginarias que poblaban su mente, pero tampoco su petición le parecía especialmente descabellada, pues si a lo largo de la Historia todos los ejércitos vencedores hubieran desfilado armados por su patria natal los derrocamientos habrían sido comunes. En la vieja Valyria los ejércitos triunfantes que regresaban a casa desfilaban sin armas exhibiendo su botín de guerra y sus prisioneros, y de hecho los ejércitos que se levantaban para la guerra no podían traspasar ni siquiera las fronteras de la península de Valyria armados pues las leyes del Feudo Franco lo prohibían.

Es cierto que según las palabras de lord Staunton parecía quedar implícito que su padre les denegaba el justo honor de desfilar victoriosos y desarmados por las calles de la ciudad, y era algo amargo teniendo en cuenta la proeza que habían realizado, pero el príncipe de Rocadragón era un hombre maduro que no precisaba del aplauso continuo, como los titiriteros, y sabía encajar las decepciones y no dejarse guiar por las emociones. No le sorprendió la respuesta del príncipe Oberyn pero sí la de Lord Stannis. «Debe tener más cuidado con lo que dice», pensó, inquieto. Sus palabras habían sido muy peligrosas, si a los leales a Aerys se les daba la mano, intentarían seccionarte el brazo a la menor ocasión. En su presencia había que medir la actitud y las palabras al mínimo detalle, más entendía que alguien que no estaba dado a las intrigas de la corte no estuviera acostumbrado a tanta precaución y a hablar con brutal franqueza, cualidad que el príncipe apreciaba mucho. No era, en todo caso, la hora de la sinceridad.

Padre no va a matar a nadie mientras estéis bajo mi protección, Lord Stannis, así que vuestros miedos están injustificados —respondió el príncipe Rhaegar con la misma certeza con la que hubiese defendido la llegada de un nuevo amanecer—. Y no entiendo vuestra indignación —se giró ahora hacia el príncipe Oberyn—. No os tomaba por un niño que patalea cuando no recibe lo que considera su justa recompensa —le amonestó el príncipe de Rocadragón con cierta dureza—. Quizás me haya equivocado.

» Entraremos a la ciudad tal y como el Rey ha ordenado, Lord Staunton. Y así lo digo yo, como Mano del Rey y comandante en jefe de este ejército.

Rhaegar hablaba con una serenidad digna de una deidad pero notaba que la tensión iba creciendo a su alrededor. A su lado, ser Oswell miraba a su alrededor, visiblemente inquieto, mientras no dejaba de pasar su mano por el pomo de su espada, casi de manera irreflexiva, cauteloso ante lo que podría venir.

“Así sea Príncipe, sabéis que cabalgo solo y sin miedo. Pero mi hermano me enseñó que es mejor morir armado y con el rostro vuelto al enemigo que de rodillas como un perro. No he venido a esta ciudad a morir, la verdad, sino a restaurar la paz y la justicia. Démosle al viejo rey lo que quiere y después hagamos lo que debamos.”

Miró a Rhaegar con una ceja alzada, en silencio, y asintió lentamente. Ahora sabía el valor de la palabra del príncipe. Tantas oportunidades para librarse de él, y no lo había hecho. Por Elia. Por su compasión, por el amor que sintió y seguía sintiendo por el príncipe de Rocadragón. ¿Se había equivocado? El tiempo lo diría.

Dejó pasar unos segundos de silencio tras las palabras de Rhaegar, con los ojos clavados en los suyos y el rostro petrificado. El príncipe heredero creía que podía provocarle; no parecía entender que Oberyn no se sentía insultado cuando le insultaban, sino cuando le convenía sentirse así. ¿Que pretendía? ¿Que le atacara delante de todos en un ataque de furia, para que miles de hombres se lanzaran sobre él? Oberyn era dueño de su ira, no su esclavo.

De pronto, se dió la vuelta y se dirigió a Aron Santagar, un muchacho atlético de unos veinte años que vestía con ricas sedas y no escatimaba en bisutería.

-Coge a doscientos caballeros. Vamos a ver al rey. El resto que acampen. Tú vienes conmigo, Ellaria estará al mando hasta mi vuelta.

Aron, algo sorprendido pero confiando en su príncipe, asintió y trotó de vuelta a la columna dorniense gritando órdenes. Oberyn se dirigió ahora hacia los señores allí reunidos.

-No hagamos esperar al rey. Confío ciegamente en vos, príncipe -le dijo a Rhaegar con una sonrisa que contradecía visiblemente a sus ojos-. A vos me encomiendo, oh protector del reino. Y que nadie se atreva a decir que el príncipe de Rocadragón engañó a sus aliados, después de que estos le entregaran la victoria, para arrojarlos a las llamas de la locura Targaryen. Sé que vos nunca podríais hacer eso. ¡En marcha!

Entrar sin el ejército, en la boca del lobo. Aerys había prometido que acabaría con su vida si volvía a entrar en la capital sin sus nietos. No estaban allí, y por mucho que volviera junto a un ejército victorioso y con el reino en paz, sabía de la furia del Rey Loco. Sin ejército, ¿cómo iban a poner fin a su reinado?

-Mi príncipe. - Había jurado seguir a Rhaegar al infierno, y lo haría si hacia falta. Hasta el tocón del verdugo. - Entraré con vos si tal es vuestro deseo, pero me parece arriesgado. Todas las armas de Aerys apuntarán a nuestros cuellos, ¿cómo evitaremos una muerte ignominiosa?

“Los demás no sabemos, Connington, si viviremos, pues dependemos de su capricho pero vos estáis sin duda sentenciado. Sabéis como es el rey y vuestra cabeza estará en sus manos pronto. Una pena para Poniente y la Tormenta perder a un hombre tan noble.”

Ser Jonothor Darry sale de la muchedumbre visiblemente cabreado y queda frente a la Mano. Pasan unos segundos tensos hasta que con un ligero movimiento Rhaegar se hace a un lado dejando pasar al pequeño grupo de Capas Doradas armadas hasta los dientes.

Oberyn desenvaina y se prepara para defenderse (Jon Connington te dijo que estaba ahi, no?) tu amigo Jon desenvaina también, comienza una lucha encarnizada frente a las murallas, la multitud huye despavorida, algunos amantes de la sangre se quedan para observar como decenas de caballeros y señores de Dorne son masacrados mientras defienden a su Príncipe. Oberyn consigue llevarse a más de una decena de guardias y Ser Jon acaba, épicamente con la vida de Ser Jonothor.

Finalmente Oberyn y Jon Connington mueren mientras Rhaegar observa la escena petrificado, sin poder moverse, paralizada por el odio que había desarrollado hacia Oberyn este último año, suficiente para hacer desaparecer su profundo sentimiento de justicia.

Tras la reyerta y la fila de prisioneros engordada con los nobles de Dorne el Príncipe tomó de nuevo el control, Ser Jonothor estaba muerto y nadie quedaba con la fuerza suficiente como para imponerse en ese momento de convulsión o duda. Los ejércitos de Dorne comenzaban a abandonar la explanada frente a la ciudad y solo los estandartes del ejército que había seguido a Rhaegar permanecían allí, otorgando a este la suficiente fuerza ante los ojos de los presentes.

Antes de retomar la marcha hacia la Fortaleza Roja otro suceso alteró a los presentes. Sin duda aquel era el día más largo en la vida del Príncipe, cómo añoraba los cálidos brazos de la joven loba. ¿Dónde está el león?, ¿dónde está el traidor de Roca Casterly? Los guardias se dispersaron, más de 2.000 capas doradas peinando cada calle cercana a la Puerta del Rey. Si aquel hombre conseguía escapar no cabía duda de que los Siete Reinos continuarían sangrando, ¿que pensarían en Poniente de los dragones cuando supieran que el hombre más peligroso del reino había escapado? Encadenado, humillado y derrotado aquel hombre era capaz de seguir dando problemas. Un guardia yacía muerto en el suelo, con la cabeza completamente descolocada en una mueca de horror terrible y Lord Tywin, junto a su hijo y su guardia gigante habían desaparecido.

Afortunadamente la cantidad de hombres era absurda, la ciudad se había preparado durante un año para aquel momento y no había un rincón que no conocieran o al que no pudieran acceder los capaz doradas en pocos minutos. Una escasa hora después la comitiva retomaba el camino hacia la Fortaleza Roja, dejando tres cadáveres atrás. La antigua Mano seguía teniendo muchos amigos en la ciudad y Rhaegar Targaryen tomó nota de ello.

// @Nemo aquí tienes tu momento.

Están parados, parece que pasa algo.

Dijo uno de los guardianes mirando hacia delante, donde Jonothor Darry empezaba a hablar. Tywin sabía lo que iba a ocurrir y llamó la atención del otro guardián.

Es tu oportunidad de cubrirte en oro.

El hombre miró a los lados y se relamió los labios nervioso, miró las cadenas y balbuceó.

Mi señor, esas cadenas sólo las puede abrir el Príncipe Oberyn. Yo…

Ya me ocuparé de eso; tan sólo permite que me marche con mi hijo y si me sigues, obtendrás tu peso en oro.

El otro guardia llegó justo a tiempo para notar que algo pasaba entre Lord Tywin y su compañero, y se interpuso entre ambos.

Dejad de hablar. – Miraba a su colega evitando cuanto podía al señor de la Roca. – Ni se te ocurra.

Vamos, tú también podrías aprovecharte. Es mucho oro.

Ni hablar. – Aquel guardia parecía más leal y diligente que el otro y se volvió dispuesto a avisar a otros para asegurarse de que Lord Tywin no escapara.

El Lannister miró una vez a su captor y susurró una simple orden que provocó que este se acercara a su compañero y lo sujetara con vehemencia; los gritos del guardia leal quedaron enmascarados por los de la lucha más adelante y antes de que llamaran más la atención unas manazas agarraron al desdichado levantándolo en vilo para después, con un chasquido terrible, dejarlo caer inerte a los pies de la Montaña.

No perdamos más el tiempo. – Dijo Tywin mientras comenzaba a avanzar junto a su hijo Jaime, la Montaña y el guardia traidor.


Unos minutos más tarde estaban en una casa cuyo cabeza de familia fue en su día sirviente de la Mano del Rey, Tywin Lannister. El hombre no había dudado ni un segundo dejar entrar al Lord sin importarle las cadenas ni las noticias que le habían llegado, si estaba en su casa y no en las calles era porque no encontraba ningún gozo en ver a su antiguo señor preso y derrotado.

Tywin hablaba con Jaime y le contaba cuál sería el plan en adelante, el tiempo que esperarían y cómo iban a salir de la ciudad. La Montaña hacía guardia en la puerta junto al antiguo captor y la familia que los acogía se había reunido alrededor del fuego de la cocina; la mujer y sus hijos parecían asustados y el padre trataba de calmarlos.

Una hora después empezaron a escuchar los sonidos de hombres armados yendo y viniendo por las calles; sin duda las noticias de la fuga de Lord Lannister habían volado y los Targaryen estaban registrando las calles de Desembarco para encontrarlos. Tywin y Jaime miraban la puerta con ansiedad; habían tratado antes de quitarse las cadenas pero fue imposible, sobretodo sin herramientas adecuadas por lo que mantenían los brazos quietos para evitar hacer ruidos delatores.
Entonces unos golpes tensaron a todos y cuando fueron acompañados de voces ordenando que abrieran las puertas.

Los habían encontrado.

Tywin negó con la cabeza y pidió silencio. Segundos que se hicieron eternos hasta que sin previo aviso, la puerta estalló en astillas y comenzaron a entrar guardias. Los primeros en atravesar el dintel se encontraron con la Montaña que los esperaba; el gigante comenzó a golpearlos y una lucha encarnizada entre hombres armados y el Clegane encadenado se produjo.
Uno tras otro los guardies fueron cayendo al suelo terriblemente heridos, algunos incluso muertos, pues la brutalidad de Gregor era terrible, pero las hojas afiladas empezaron a hacer su trabajo y tajo tras tajo, punzada tras punzada, fueron mellando al coloso que terminó por caer de rodillas para ser acuchillado sin piedad por cinco guardias y perder así la vida.

Jaime se había interpuesto ante su padre pero sin armas no podía hacer mucho contra los soldados del rey; los miraba ansioso y esperaba el primer embite para intentar esquivarlo y hacerse con una espada. Sin embargo, nunca llegó el golpe. Tywin puso una mano en el hombro de su hijo y lo apartó y comenzó a caminar hacia delante. Los guardias rodearon a padre e hijo sin dejar de apuntarlos con sus armas, y así fueron conducidos hacia fuera; antes de salir, Jaime pudo ver a la familia que los había escondido masacrada en el suelo, pues tal fue el pago por haberles ayudado.

El camino hacia la Fortaleza Roja fue en completo silencio y nuevamente Tywin tuvo que recorrer las calles de Desembarco encadenado, esta vez definitivamente.

Malditos inútiles –espetó el príncipe Rhaegar cuando el fiel Hassar le notificó que Tywin Lannister había conseguido zafarse de la vigilancia de sus captores. Hassar y los nómadas de su tribu eran probablemente los únicos dornienses con cuya lealtad gozaba. El Zorro de Dunas Rojas le había acompañado desde que sus caminos se encontraron en las calientes y áridas del más profundo desierto de Dorne, donde la autoridad de los señores era nominal–. Mi buen Hassar, marcha hacia las murallas y toma el mando de tus buenos hombres del desierto. Hoy vais a tener que cazar leones.

Rhaegar Targaryen no tenía ninguna esperanza en la eficiencia de los Capas Doradas, los mismos que habían permitido que la princesa Elia Martell se les escurriera de manera vergonzosa y consiguiera huir a través del puerto. Más, si dejaba la tarea en sus hombres de confianza, no tenía dudas de que habría más posibilidades de éxito. Hassar iba a marchar a cumplir las órdenes pero un capitán de los Capas Doradas que había escuchado la conversación le recordó las órdenes reales.

Alteza, eso no es posible. Su Majestad ha ordenado que nadie más de vuestro ejército entre en la ciudad.

Si ese hombre consigue escapar la victoria habrá sido en vano, lo entiendes, ¿verdad? –el príncipe miraba al oficial como si de un disminuido se tratase–. Todos los medios para encontrarle son pocos. Ahora cállate y nunca más vuelvas a cuestionar mis órdenes si quieres ver un nuevo amanecer.

Hubo algo en la mirada del príncipe que hizo que el hombre bajase la cabeza rápidamente, apesumbrado. Rhaegar y su séquito esperaron estoicos en la Plaza del Pescado. La Mano del Rey se obligaba a mostrar ante los presentes un porte sereno y rígido, pero su mente bullía de inquieta actividad. Si Tywin Lannister conseguía huir, todo habría sido en vano. Tantas victorias, tantos sacrificios que habrían quedado en nada. La furia consumía al príncipe, consciente de que no podía hacer nada desde su posición y de que su obra corría el peligro de desmoronarse. Fue la hora más larga de su vida, pero cuando volvió a ver a los dos Lannisters encadenados rodeados de hombres leales al rey su felicidad fue máxima.

Era mi deseo trataros con dignidad, pero me lo ponéis difícil –en la voz y en la mirada que el príncipe les dedicó a los señores de la Roca no había ni un ápice de piedad–. Recorreréis por vuestro propio pie el camino que os separa de la Fortaleza Roja –se dirigió entonces a sus hombres–. Al menor movimiento sospechoso, los degolláis.