El EMPERADOR sobre el IMPERIO

Las baterías imperiales empezaron a descargar fuego contra la horda verde desde el altiplano en que habían sido instaladas.

Siempre es hermosa cuando empieza —comentó escuetamente Karl Franz, que observaba como los proyectiles estallaban contra las líneas enemigas, causando el caos. Las tropas de Grimgor se limitaron a chillar y a cargar con más ímpetu llanura arriba, si cabía. Estaban locos por catar sangre. Se dirigió a dos de sus generales—. Tilly y Wallenstein. Picas y arcabuces, al frente.

El centro de la formación imperial estaba compuesto por los hombres de Reikland, los mejor armados y entrenados; que por su orgullo y altanería no admitían ser desplegados en otro lugar que no fuera aquel en el cual la batalla iba a ser más dura y encarnizada. Realizaban sus maniobras en perfecto silencio y solo lo rompían cuando iba iniciarse el choque con el enemigo, con gritos de “¡Sigmar!” o “¡Reikland!”. Los hombres de Talabheim, más nerviosos y menos disciplinados, se habían desplegado sobre los flancos. Un enorme estandarte negro y astado se alzaba en el centro de la horda pielverde, solo podía significar que el mismo Grimgor en primera línea iba a cargar llanura arriba.

Los arcabuces sonaron y descargaron fuego y pólvora sobre sus adversarios. No fue suficiente, orcos y goblins seguían cargando, con una demencia propia de su fanatismo. Las picas imperiales bajaron y comenzaron a cargar llanura abajo, y el choque fue terrible.

En aquella jornada, quince veces los orcos cargaron contra las filas imperiales y quince veces fueron rechazados. Los soldados de Altdorf hicieron honor a lo que se decía de ellos, pues «en el Imperio, no hay mejor infante que el reiklandés. No se derrumba, no desespera, es una roca y resiste pacientemente hasta que puede derrotarte»; no obstante, pagaron con muchas bajas el defender su buen nombre. En la última hora de la batalla, los hombres de la Reiksguard, con el mismísimo Emperador a la cabeza, frescos y deseosos de probar su valía, cargaron aprovechando el cansancio del enemigo y barrieron el flanco izquierdo de la formación pielverde, matando a muchos de ellos, y parecía que su línea de batalla iba a derrumbarse por completo e iba a comenzar la masacre, pero los cuernos sonaron y la horda se replegó en un orden que no cabía esperar de aquellas bestias. Las tropas imperiales, exhaustas y agotadas, no se molestaron en iniciar la persecución y quedaron en posesión del campo de batalla.

La victoria había sido evidente y el rédito político que se podía extraer de ella también, pero Karl Franz no era consciente en aquel momento de la caída de Nuln y de lo mucho que iba a lamentar en los meses venideros las pérdidas que aquel día había sufrido.

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