El fin de la rebelión

Rhaegar Targaryen recibió al derrotado Tywin Lannister y a su séquito de grandes señores leales que habían sobrevivido a la batalla a lomos de su ya legendario corcel blanco, embutido en su tradicional armadura de acero negro decorada con rubíes brillantes. Se había quitado el yelmo y había dejado su fino rostro al descubierto, cuyas facciones eran más pulcras de lo acostumbrado después de una carnicería. No era sorprendente, pues la Mano del Rey apenas había entablado combate, interviniendo solo en los momentos más decisivos para evitar que la línea se quebrase. Había sido aquella una batalla que únicamente podía ganarse guiando con sabiduría desde la retaguardia y manteniendo templanza en todo momento. Lord Tywin también lo sabía, y había actuado con el mismo proceder. Hasta la llegada de los dornienses la batalla había sido incierta a pesar de la ligera ventaja final que habían conseguido los realistas, y desde luego que sin su llegada la victoria no habría podido ser completa.

Aún en la derrota Tywin Lannister lucía un porte digno y orgulloso, a la altura de lo que podía esperarse de un rey. No obstante, no podía haber dos reyes en un mismo reino, al igual que no era posible la existencia de dos soles en un mismo cielo. El príncipe de Rocadragón no humilló a su rival y no le obligó a descabalgar y arrodillarse ante él, pero sí que exigió que se retirase la corona que ceñía y le ordenó entregársela en mano. El señor de Roca Casterly pareció que titubeaba en el último momento pero al final sus dedos cedieron y entregaron con gélida cólera el símbolo de su dignidad real, ya perdida. Un gesto simbólico con que terminaba una rebelión y una guerra civil que había sangrado a Poniente por largos meses. Una vez que el señor de Lannister cumplió con lo que se esperaba de él y expresó de manera formal la rendición de su ejército parecía que todo había terminado. Varias voces urgieron al príncipe de Rocadragón sobre qué debía hacerse con los nobles y plebeyos prisioneros. El destino de más de diez mil hombres reposaba sobre los hombros del joven príncipe dragón. Los testigos esperaban, expectantes, con la plena consciencia de estar viviendo momentos que quedarían grabados con letras mayúsculas en los anales de la historia. Y, de acuerdo a todos los tratados que se escribieron tras la conclusión de la guerra, Rhaegar Targaryen dejó estas palabras para la posteridad.

Cadenas para Lord Tywin Lannister, y el perdón para los demás.

Poco después ordenó que se desarmase a todo hombre plebeyo que había caído prisionero y los licenció para sus respectivos hogares. Cuando se escuchó la palabra “desmovilización” buena parte de las gargantas del vulgo estallaron en vítores y júbilo, pues deseaban con ardor el final de una contienda en la que no tenían interés ninguno. Rhaegar retuvo consigo a todos los hombres de ascendencia noble y de linaje de cierto renombre y les ordenó a acompañarle a Desembarco del Rey, donde renovarían los votos de lealtad para con la Corona ante su Majestad en persona y verían restituidos sus tierras y privilegios. Lord Tywin sería juzgado en la capital, pero pocos dudaban de la sentencia que la ley dictaría.

Tywin Lannister miró las cadenas sobre sus muñecas y luego miró a su alrededor. Su hijo Jaime le rehuía la mirada, avergonzado y creyendo que no estuvo a la altura; los nobles que le habían seguido echaban vistazos pero también evitaban mirarlo durante mucho tiempo. Eran muchos los que se regodeaban en la escena de uno de los hombres más poderosos de Poniente derrotado y despojado de dignidad, pero también los había que aún le temían incluso encadenado; Tywin Lannister no estaba hecho para ser humillado y ni aún cargado de cadenas lo haría.

Ya no podía llamarse a sí mismo rey y quién sabía por cuánto podría mantener la cabeza, pero hasta ese momento seguía siendo Lord Tywin Lannister, Señor de Roca Casterly y de Occidente. Eso era suficiente para que incluso derrotado, algunos fueran conscientes de que el león sigue siéndolo incluso enjaulado.
Pero Tywin era un león cansado, no viejo, y decepcionado. No sentía haber fallado a nadie salvo a sí mismo y a su familia, y sí que tenía una opinión clara de qué había salido mal en su campaña. Quizás algunos creyeran que la última batalla, la decisiva, no tuvo la suerte de su lado, pero Tywin no dejaba nunca nada al azar por lo que tenía claro por qué había perdido.

Y Lord Tywin no cometía los errores dos veces.