El Fin de los Tiempos

Deinste había sido una vez un pueblo floreciente en la frontera noroeste del Imperio. No necesariamente el más rico, ni el mejor defendido. Había jóvenes y viejos por sus pequeñas calles, las casas se parapetaban detrás de unas empalizadas y unos muros de piedra que no pasarían de los dos metros, y allí se apostaba una pequeña guarnición. Pero su posición privilegiada en el comercio con Marienburgo había hecho que muchos se instalaran allí buscando un futuro mejor.

Ese futuro se había desvanecido entre los cuernos y pezuñas de las bestias procedentes del Drakwald. Al oeste Marienburgo yacía en ruinas, con sus defensores entregados a los Poderes Ruinosos o huidos hacia Altdorf. Deinste también había ardido, sin que los hechizos de los elfos o la pólvora de los hombres hubieran podido retener a los ejércitos que habían atacado en repetidas ocasiones sus debilitadas defensas. Ahora, donde antaño se había alzado un pueblo en crecimiento, solo había unas ruinas, el ruido del viento entre los árboles y los susurros de los fantasmas.

Y, sin embargo, por el capricho del destino, aquel lugar que había presenciado el alzamiento y la derrota en tan corto período de tiempo, ahora volvía a ser testigo de acontecimientos históricos. Los pocos habitantes que aun escarbaban los restos de sus hogares en busca de las posesiones perdidas notaron cómo el tiempo parecía congelarse a su alrededor. Cómo los fuegos encendidos ardían con más fuerza y las bestias que aun habitaban en el Drakwald parecían rugir con más fiereza. Habían llegado rumores de que Nupstedt había ardido, junto con más pueblos de Middenland, y que, al norte, Praag se desmoronaba ante el avance de fuerzas bárbaras. ¿Era este el profetizado Fin de los Tiempos?

Los aldeanos de Deinste no lo sabían. Solo pudieron correr, escapando de las ruinas de sus hogares, cuando las primeras bandadas de siervos de la ruina, elfos, humanos y enanos comenzaron a encontrarse, dispararse y correr de vuelta a sus campamentos. Cientos de miles de hombres, portales desgarrando la realidad y bestias en los cielos. Los dos ejércitos más inmensos reunidos en el Viejo Mundo desde que hace doscientos años Magnus el Piadoso concluyera la Gran Guerra contra el Caos.

En una cabaña del Drakwald, cerca de las ruinas, un ermitaño de barba blanca contempló las primeras escaramuzas, mientras sus familiares le transmitían imágenes de las grandes hogueras y el ruido del metal que anunciaban la presencia de los grandes señores de la guerra.

-Ha sonado la hora del destino…

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