Muchos años después, frente a la muerte enemiga que vino a cubrir con tinieblas sus ojos, Lord Walder Whent había de recordar el Gran Banquete que reunió en el Salón de las Cien Chimeneas a todos los grandes nobles de Poniente. Era la noche anterior comienzo de la gran justa que tendría lugar en Harrenhal, para gloria y memoria de la Casa Whent. Era una noche sin viento ni luna, una noche oscura y callada, cuando los espectros malditos dejaban de plañir por sus penas y recorrían silenciosos los pasillos y los salones de la anciana fortaleza.
Había tanta noche allá fuera, que no podía haber más luz dentro de las cuatro paredes del salón. Pareciera que habían traído todas las velas y candelabros de Poniente a reflejarse en los cálices, la vajilla y la cubertería de plata, en las grandes fuentes de comida y hasta en los bordados de oro de las túnicas de los mejores hombres Poniente. Todos los invitados de la Casa Real, las Casas Mayores y las Casas Menores estaban sentados a lo largo de una inacabable mesa de nogal que cruzaba de lado a lado aquel inmenso salón con sus Cien Chimeneas, que ardían en hermandad con las velas y los candelabros, caldeando el cargado ambiente de conspiraciones que casi parecían derretirse en sudor sobre ciertas cabezas. Tan inacabables como la mesa eran sus platos, renovados al instante por el ejército de siervos que recorrían de lado a lado la mesa trayendo nuevos y suculentos manjares: pastel caliente de cangrejo, pastel de pichón, codornices bañadas en mantequilla, uro asado, sopa cremosa de hongos, sopa de caracoles, ensalada de hierbas frescas, ciruelas y frutos secos, nabos fritos con mantequilla, conejo asado a la miel, toro asado, jabalí, ciervo, perdiz y hasta un pavo real que, servido con sus multicolores plumas, se había colocado para disfrute de la vista y el gusto de Su Majestad el príncipe Rhaegar y sus allegados. Sin olvidarnos de los placeres de los paladares más dulces, como la crema de arándanos, melocotones con miel, pan de avena cargado de frutas y nueces y, por supuesto, pastelitos de limón. Todo ello bañado en mares tintos de los mejores vinos de Dorne y del Rejo.
La mesa estaba coronada, dado que el rey Aerys no había querido otorgar el gran placer de su presencia a los invitados (para gran pena de todos ellos), por el príncipe Rhaegar de cabellos de plata y su noble y bella princesa que portaba en la piel la más bella arena tostada de Dorne, Elia Martell. Después los diferentes nobles estaban repartidos a lo largo de la mesa por razón geográfica, empezando desde los ardientes parientes de la princesa, que se sentaban a su lado con sus ropajes naranjas y su gran lanza escarlata atravesando el sol escarlata de sus pecheras. A continuación se hallaba la flor dorada de la nobleza ponienti, todo un campo verde de sonrisas lideradas por las arrugas ligeras que empezaban a constreñir la piel serena de Lady Olenna de Tyrell y Redwyne. Más allá estaban los bravíos y caníbales cervatos de astas de oro y piel gualda liderados por la voz más potente del Salón y una de sus más valientes espadas, el joven Lord Robert Baratheon, ya rodeado por las más bellas sirvientas. A su lado rugían ante sus excesos los orgullosos leones con sus doradas cabelleras como sus bolsillos y sus rojas túnicas como sus pensamientos, bajo la atenta y sobria mirada de Lord Tywin, estratega del campo de batalla al igual que del de la comida y la bebida, y que las elegía con sumo acierto y medida, atento al menor desliz en la lengua de su prójimo. Pero a su lado estaba el resbaladizo Lord Tully, que ni una palabra de más dejaba escapar de sus labios expertos. En torno a él, su azulgrana estirpe, a lo largo del banco sus familiares truchas con sus flexibles pero firmes escamas de deber y honor. A su lado estaban también Lord Whent, que en un delirio continuo de vino y verborrea, ya confundía los murciélagos de su pechera gualda con los que revoloteaban por los oscuros y altos techados del salón, y entre copa y copa hablaba de matrimonios y grandes futuros con su tocayo Lord Walder Frey, que apenas soportaba la elocuencia de su futuro consuegro. También estaban sus hijos, quiero decir los de Lord Whent, el noble Ser Duncan, el oscuro Ser Aegon, los joviales Ser Rogerin y Ser Triston y la invisible Dana, con quien mantenía una oscura y secreta conversación su madre de cabellos caoba, casi pelirrojos. Por supuesto, también se encontraban, a lo largo de tres o cuatro bancadas, los descendientes de Lord Frey, y más allá ciertos monstruos marinos de largos tentáculos que rezaban a su Dios Ahogado para que se ahogaran todos estos blandos cortesanos que he mencionado y por fin se acabara este suplicio de galantería y buenos modales. Los nobles del Valle muy serenos revoloteaban en torno al gran águila blanca, mente clara y vidente de Lord Jon, que apoyado en su bastón de años, dirigía a su alrededor una mirada triste como el eterno mar que bañaba sus Dedos. Y finalmente los fieros lobos de Invernalia, el invierno había llegado por último pero se había hecho notar en ciertos escalofríos que no quisieran haber tenido otros tranquilos nobles que llenaban sus estómagos y sus vejigas con fingida despreocupación.
Lord Walder Whent, desde el centro de la mesa, no cabía en sí de su orgullo. Para liberarlo, no sin antes disculparse ante sus vecinos, se levantó justificando una necesaria visita al excusado. Hacia allá se dirigió con pasos temblorosos y ojos de vidrio esmerilado. Un sirviente le ofreció sus brazo, que rechazó con una amable carcajada. Al doblar la esquina de la puerta del Salón de las Cien Chimeneas, toda su luz se había apagado y los pasillos de Harrenhal volvían a vestir su hábito de noche, su hábito de maldiciones y malos augurios. Mientras avanzaba con el eco de sus pasos en la fría piedra del recuerdo de todos sus muertos, Lord Whent creyó vislumbrar una oscura y fantasmagórica figura al final del pasillo, que después atribuiría a su ebriedad. Creyó ver una sonrisa en las sombras, en el rostro espectral de Harren el Negro, y quien sabe cuántos fantasmas más habría visto de haber continuado su paseo. Supo que no sería el único a quien visitarían aquella noche y un escalofrío lo recorrió entero, como cada vez que veía las grandes torres derretidas a fuego lento de dragón de Harrenhal, mientras el recuerdo de los gritos de los quemados se fundía en sus mente con el recuerdo de los gritos de su mujer.