El Gran Banquete

Oberyn, recostado en el asiento como en el salón de su casa, alzó la copa en el brindis y se la llevó a los labios para darle un sorbito.

-¡Y otro por el Príncipe y la Princesa! ¡Que reinen muchos años! -declamó alzando de nuevo la copa.

Elia se levantó sonriente e hizo una graciosa reverencia a los señores presentes para agradecérselo. Cuando se sentó de nuevo, el brazo de su hermano la rodeó.

-¿Por qué no te vienes a Lanza del Sol? -le pidió al oído-. Que los niños se críen jugando en los Jardines del Agua, no en ese agujero de mierda lleno de ponientis.

-Tengo que estar con mi esposo, Oberyn, ya lo sabes -le contestó Elia, no sin cierta tristeza en su sonrisa-. Y ese agujero de… -tosió delicadamente- es la capital del reino.

-Es la Princesa del Reino, Oberyn -dijo una voz grave desde sus espaldas-. Si no quitas el brazo tendré que cortártelo.

-Oh, vamos, tío Lewyn, no seas tan serio -se quejó Oberyn, apartando el brazo y volviéndose a la figura embutida en armadura completa que permanecía tras los príncipes-. Bebe algo, ¿no irás a estar toda la noche ahí como un pasmarote?

-Eso juré, Oberyn -respondió con rostro impasible pero de buen humor-. Pasar el resto de mis días aquí como un pasmarote. Además… -se acercó- ya tomaremos algo cuando acabe la guardia. Sabes que aún te puedo tumbar, niñato.

-Chocheas, abuelo -le respondió riéndose.

Echó un vistazo alrededor. Su mirada se cruzó con la del joven Robert Baratheon, sentado cerca, a quien no tenía el gusto de conocer, y se le ocurrió otro buen brindis.

-Brindad conmigo, Lord Robert. ¡Por las Marcas de Dorne! -exclamó levantando la copa. “A ver qué hace”, pensó divertido.