El grifo y el trueno

-¡Lanzas preparadas!, ¡lanzas preparadas!

Ser Hugo Justicar cabalgaba por el frente, comprobando el estado de las zanjas y de las pequeñas trincheras que habían construido sus hombres en el breve lapso de tiempo que les había dejado Stannis. Tras ellos, las murallas de Puertabronce y el estandarte de los Buckler, tres hebillas doradas sobre fondo azul, ondenado en lo alto de la torre del homenaje. Un castillo pequeño para todo lo que podían perder.

-¿Cómo lo ves, Hugo? - Ser Roland Connignton estaba a su lado, con el yelmo puesto y la visera levantada. Tras él galopaban unos cuantos caballeros portando un pendón con un grifo rojo rampante. -¿Sobrevivimos al combate?

-Los informes de los exploradores no son buenos, mi señor. Robert Baratheon está a apenas dos días de marcha. Acude aquí con muchos hombres. No podemos derrotar a tantos.

-No lo pretendo. Solo comprar tiempo para poder escapar. - Roland observó el campo de batalla en el que se iba a disputar la batalla. Reconocía al comandante enemigo, Stannis Baratheon, que hacía avanzar a las tropas con el mismo paso mecánico y carente de alma que dejaba traslucir su voz en una conversación cualquiera. - Tendrán que remontar la colina y enfrentarse a nuestras flechas. Eso debería compensar su superioridad numérica. ¡Vamos!

Ser Roland se alejó cabalgando y Hugo marchó en dirección contraria, pasando revista a los hombres de Buckler, que aprestaban ya antorchas, lanzas y arcos. De cuando en cuando una piedra o un proyectil perdido se lanzaba contra las filas prietas que avanzaban hacia ellos, pero el ejército mantenía, por lo pronto, la disciplina. La fiebre del combate se estaba apoderando de todos, jóvenes y viejos, y las canciones populares se abrían un hueco por entre las órdenes y el sudor de antes de la batalla. Los hijos del verano iban a curtirse en el otoño de las espadas.

Llegó hasta su posición, donde le esperaba un grupo de caballeros y de campesinos montados en caballos sin barda. Una amalgama de soldados, empleados para contracargar a amenazas enemigas que intentaran hacer un flanqueo. Tras él, el sonido de los primeros arcos descargando una ráfaga de aviso hacia los soldados que subían la pendiente. Vio como uno de los campesinos que iba en la primera fila del ejército de Stannis caía derribado por una flecha.

-¡Preparados!, ¡por Connington!, ¡por Rhaegar y Targaryen!


Roland terminó de limpiar la espada de sangre. A su alrededor, cadáveres amontonados, con diversas libreas, fuegos prendidos en las lindes del bosque y cuervos comenzando su descenso. Reconocía al viejo Caracaballo, a Hez, a Guadaña y a Martillito, caídos en combate contra un pelotón del ciervo que había intentado rebasar su posición. Todos ellos habían sido hombres buenos, en cuyas granjas había parado a la vuelta de sus cacerías. Más allá había visto los rostros desfigurados por golpes de maza y tajos de espada de cientos de los que había traído Stannis al combate. Asustados e indefensos, se habían desplomado ante el envite final de las tropas de Connington, y habían huido ladera abajo.

-Una gran victoria - Ralph Buckler, Señor de Puertabronce, estaba a su lado. Era casi tan joven como él, de ojos azules, sonrisa presta y ancho estómago. Se había destacado en el combate, sirviendo cerca de las primeras líneas junto con sus mejores soldados de infantería. - ¿Nos servirá para algo?

“Para evitar que nos masacren antes”

-Para ganar tiempo. Debemos partir ya. Robert Baratheon está a un día de camino, y si no nos marchamos, unirá sus fuerzas a las de Stannis. No podemos ganar contra un ejército tan enorme. - Miró a Puertabronce. - Sobrevivid para luchar otro día, mi señor. Es lo único que puedo deciros.

“Y dónde está Rhaegar, dónde está algún ejército de refuerzo, dónde está el puto Aerys. Eso me gustaría decírtelo también. Jon, ¿qué coño haces?”