El heredero de Invernalia

El príncipe Brendan Stark sacaba brillo a Hielo sentado en un tocón junto a un pequeño camino de tierra, aprovechando las últimas luces del día. Aunque disfrutaba mucho fuera de los muros del castillo, cabalgando sin descanso por sus futuros feudos y sintiendo el peso de la cota de malla sobre su cuerpo, no podía dejar de sentir una leve sensación de amargura. Seguía sin encontrar a los canallas que se habían atrevido a atacarle mientras enseñaba los alrededores de Invernalia a su invitada, la joven Wylla Manderly. Parecía como si la tierra se hubiera tragado a esos maleantes. Brendan tenía claro que había una planificación más concienzuda detrás; sin lugar a dudas alguien tenía interés en desestabilizar el reino teniendo un aspirante a conquistador a las puertas. «Ahora, ¿quién ha podido ser?» Demasiadas conjuras y susurros en la sombra, propias de gente sin honor. ¡Ojalá pudiera deshacerlas todas con un tajo de espada!

Ah, y qué espada era la suya. Brendan alzó el acero en el aire con una facilidad impropia de una hoja de su tamaño y contempló como brillaba con un destello casi maligno. Se decía que su tatarabuelo, el rey Álmos Stark la había adquirido por cinco talentos de oro norteño [1] el mismo año de la Maldición del Valyria con el pretexto de mostrar su riqueza y poderío frente al resto del reino. Si un hombre era capaz de invertir tal fortuna en una simple aunque muy excepcional espada, ¿qué no estaría al alcance de su bolsillo? Sin embargo, el rey Álmos fue demasiado presuntuoso. Dejó las arcas reales bajo mínimos y tuvo que resignarse a vivir el resto de sus días con austeridad, pues era demasiado orgulloso como para pedir dinero prestado. «El viejo Álmos olvidó que la riqueza del Norte está en sus gentes y sus paisajes» Una voz le sacó de sus meditaciones.

Magnífico acero, ¿verdad, Alteza?

Carl Cassel, el lord Comandante de los Lobos del Invierno, tomó asiento en un gran pedrusco cercano.

Sin duda. El orgullo de mi Casa, junto con la Corona del Invierno.

Y una rareza. La Corona la podríais volver a enjoyar, pero esa espada… parece que se perdió el arte de su forja. Una lástima.

Una lástima, sin duda. ¿Habéis tenido hoy mejor suerte con la batida?

Me temo que no, Alteza… la misma canción de siempre. Aunque en Montecorazón nos sirvieron un hidromiel maravilloso, de los mejores que he catado en mi vida –Cassel esbozó una sonrisa cansada–. Tendría que haberos traído un poco.

Se acaba la quincena y no me puedo creer que no hayamos encontrado rastro de esos miserables… –Brendan negaba con la cabeza, incrédulo– Si nadie les está dando cobijo, estarán ya lejos de nuestras tierras –el príncipe giró la vista hacia el horizonte, algo inquieto–. No quiero entrometer a Whitehill ni a Forrester en esto. Creo que sólo nos daría más quebraderos de cabeza.

Así es –asintió Cassel secamente–. ¿Los cuervos del Raboso tampoco han conseguido nada?

Parece que no, pero a veces tengo la sensación de que mi tío sólo los envío con la expresa misión de vigilarme –resopló, con cierto hastío–. Muy típico de él, husmear en asuntos que no le conciernen…

El príncipe habría continuado hablando mal de su tío bastardo, pero interrumpió su cháchara al ver como Cassel se ponía en pie, alerta.

Una mujer a pocos pasos de distancia se aproximaba hacia ellos, sentada a lomos de una vieja mula de bayo pelaje. Si no fuera porque estaban demasiado alejados del Muro, Brendan habría jurado que por su aspecto y atuendos era una salvaje. Su cabeza era una maraña desordenada de cabellos sucios y rubicundos y sus ojos rasgados inspiraban cierto respeto. Vestía pieles viejas y roídas a juego con una botas de cuero que debían de datar de la Edad de los Héroes. La mirada que les dedicó al llegar a su altura fue punto menos que insolente, pero cuando Cassel salió a su encuentro la mujer detuvo al animal con un leve toque de su pie.

¿Qué es lo que miráis, mujer? –le increpó el Lord Comandante–. Será mejor que os apeéis de la mula, vais a tener que respondernos a unas preguntas.

Mi príncipe –la desaliñada desconocida ignoró a Cassel y dirigiéndose a Brendan hizo una reverencia exagerada. Mirándola más de cerca, al príncipe le daba la sensación de haber visto el rostro de esa mujer en alguna ocasión. Y si le conocía, debía de ser sin duda una de las agentes de su intrigante tío–. Hemos encontrado a un pequeño grupo de hombres que bien podrían ser los que buscáis.

¿De veras? –Brendan no pudo ocultar su emoción. «Al fin, ¡al fin!»– ¿Cuántos son? ¿Y a qué distancia se encuentran?

He llegado a contar a unos veinte, poco más o menos. Están a menos de una hora a caballo, en la villa de Lobera. Oh, no creáis que portan armas ni nada por el estilo –la mujer soltó una risita–. A juzgar por su aspecto, parecen buhoneros, o comediantes. Ahora, no es común ver a gente esa ralea manejando plata –la mujer sonrió, dejando a la vista una boca llena de dientes torcidos–. Mucha plata, a decir verdad. Invitaron a una ronda a todos los parroquianos del lugar antes de marchar a descansar. Vi a uno de esos tipos sacar el dinero de una saca bastante generosa que estaba a rebosar. Me pregunto… de dónde habrán podido sacar esa pequeña fortuna.

Brendan frunció levemente el ceño, algo decepcionado. Esperaba vérselas con hombres armados, pero lo cierto es que si los bandidos querían pasar desapercibidos, lo mejor era que tomasen una identidad falsa. Quién sabría si no tendrían sus armas a buen recaudo.

Tal vez no sean los mismos que nos asaltaron, pero no perdemos nada por intentarlo, ¿no creéis, Cassel?

Sin duda, Alteza.

Tenían intención de partir mañana al alba, por lo que sé –añadió la mujer–. Si os apresuráis, de seguro que lograréis darles caza.

Pues entonces, son nuestros –Brendan sonrió genuinamente. Se giró hacia Cassel–. Reúne a los hombres, partimos hacia Lobera en diez minutos.


[1] un talento de oro norteño equivale a unos 30 kilos en nuestro Sistema Métrico Decimal y a unos 10000 huargos de oro.