El legítimo Rey

Stannis Baratheon miró la carta que reposaba sobre el escritorio de madera de sus aposentos. A su lado Selyse apenas podía contener la emoción. Los ojos de su mujer transitaban de lo lloroso a lo extasiado con cada movimiento de las llamas que se reflejaban en sus iris. ¿Emoción por el destino de su marido?, ¿tensión ante lo que estaban a punto de hacer?, ¿un nuevo signo de aquella exaltación religiosa que la envolvía en los últimos meses?

-Azor Ahai… - Escuchó el susurro. Shireen la miró con sus tristes ojos azules, ¿era diversión lo que chispeaba allí? Su hija era una muchacha dulce, marcada por aquella enfermedad desgraciada, una…¿princesa? - El Señor de la Luz nos reclama. - Selyse seguía murmurando, pero Stannis, el hierro entre los Baratheon, el hombre que jamás transmitía emoción alguna, miraba a su hija y ponderaba si el siguiente paso podía estar condenándola. - ¡La corona de Azor Ahai! - El murmullo se convirtió en grito extasiado.

-Calla, mujer. - Stannis alzó la mirada para fijarla en los ojos, ahora con las pupilas totalmente dilatadas y enfervorecidas, de su mujer. Selyse Florent cerró la boca con premura. Aquella mujer que le había sido entregada. Aquel pago por una alianza… - No es por el Señor de la Luz, por una vieja profecía o por lo que diga la Sacerdotisa. Es por el reino. Es por justicia. Y es por mi hermano.

Robert abierto en canal. El reino sangrando por un bastardo y el ansia de poder de su familia. La mentira desplazando a la justicia, el Trono de Hierro convertido en una pantomima…Stannis, el hierro de los Baratheon, sintió un escalofrío recorrerle la espalda mientras volvía a mirar la carta.

-Por el reino…y por mis hermanos - Cogió el sello.


*A todos los Señores y Caballeros de los Siete Reinos. A todos aquellos que vieren y entendieren. *

*Todos me conocen como hijo legítimo de Steffon Baratheon, señor de Bastión de Tormentas, y de su esposa, Cassana, de la Casa Estermont. *

Por el honor de mi Casa, declaro que mi amado hermano Robert, nuestro difunto rey, fue asesinado sin dejar herederos legítimos. El niño Joffrey, el niño Tommen y la niña Myrcella son abominaciones nacidas del incesto entre Cersei Lannister y su hermano, Jaime, el Matarreyes. La Casa Lannister carga en su conciencia y acción con el asesinato de nuestro Rey amado para perpetuar a los productos del incesto en la línea sucesoria.

*Por derecho de cuna y sangre, en nombre de la justicia, aquel ideal que todos hemos jurado defender, reclamo para mí el Trono de Hierro de los Siete Reinos de Poniente. Que todos los hombres honrados me declaren su lealtad. *

Escrito a la Luz del Señor, bajo el signo y sello de Stannis de la Casa Baratheon, el primero de su nombre, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, y señor de los Siete Reinos.

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No era lo que había imaginado, ni muchísimo menos.

Stannis Baratheon nunca había querido engañarse a sí mismo. No había deseado el trono, jamás. Había aceptado la humillación de ser enviado a Rocadragón, las borracheras, el lecho conyugal mancillado y las constantes muestras de cariño a Renly y a Ned Stark antes que a él. Lo había hecho porque era su deber, como lo había sido tomar las armas para vengar a su hermano y reclamar el trono.

Pero, en lo profundo de aquel corazón frío, había esperado una entrada diferente en la capital del Reino. Una entrada triunfal, y no una construida sobre tantos cadáveres y tanta muerte.

A su alrededor, Desembarco del Rey estaba empezando a recobrar la actividad. O toda la que pudiera recobrar una ciudad cuya fortaleza seguía bajo asedio, con un rey escondido y otro que paseaba por murallas y barrios revisando todos los preparativos. Sobre las murallas se alzaban ahora pendones con el venado coronado, el corazón llameante, el lobo, el hombre desollado y toda una pléyade de banderas de todos aquellos que habían penetrado en la ciudad.

Todos aquellos eran muchos menos de los que hubiera esperado. Aun había restos de las enormes piras que habían ardido dentro y fuera de los muros. Los miles de caídos, entre ellos el Joven Lobo. Robb Stark, con quien Stannis había compartido el pan, la sal y la lucha. No recordaba el día en que había derramado una lágrima por última vez, pero frente a aquella muerte sus ojos se agitaron más de lo debido.

Era justicia. Era su derecho. Pero a qué precio. Desembarco volvía a latir mientras el puerto traía cargamentos de comida y suministros para la población hambrienta. Qué rey era el que dejaba morir a su pueblo por salvar su trono.

Miró a la Fortaleza Roja, erguida sobre la ciudad…

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“No pretendáis ganar el trono para salvar el reino, mi señor. Salvad el reino para ganar el trono”

Su pequeño Consejo de Señores había terminado tarde el día anterior. Discusiones, debates y hasta algún grito que había acallado con una mirada. Pylos había tomado nota de todo lo ocurrido mientras Lord Ardrian Celtigar clamaba por más vino y comida y los Rambton pedían tiempo para orar y decidir.

Davos había hablado entonces. El más humilde de los señores. El Caballero de la Cebolla. Aurane Mares había sonreído, otros suspirado. Pero sus palabras retumbaron en aquel pequeño cuartel donde el Rey había establecido su base de operaciones.

“Salvad el reino para ganar el trono”.

Stannis miraba ahora de nuevo la Fortaleza Roja desde las empalizadas construidas para rodearla. Tras él sus señores vasallos. Y los hombres de Stark, Bolton, Umber y todo el Norte. Mensajeros enviados entre el anochecer y el alba. Discusiones, protestas, celebraciones. Tras él, Axell Florent, muy ufano, y los Señores de las Islas, ¿aliviados?. Davos permanecía atrás, junto con Pylos, pero su mirada se cruzó con la de Stannis y asintió.

Las puertas de la Fortaleza Roja comenzaron a abrirse. Los hombres seguían empuñando las armas con fuerza.

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Melisandre caminaba por el patio de la Fortaleza Roja, rumbo a la Sala del Trono.

Frente a ella caminaba Azor Ahai, Stannis Baratheon. La capa del amarillo de los Baratheon ondeando tras él, la espada al cinto y un jubón con el venado y el corazón ardiente. La unión de la fuerza de las armas y la de R’hllor trayendo la paz necesaria para combatir a la Larga Noche que se avecinaba. Un rey guerrero que acaudillaría a las huestes de la Luz para derrotar a las de la oscuridad que acechaban la propia existencia de la vida.

A su lado Selyse Florent, puro fervor, murmuraba para sí misma rezos que hubieran avergonzado al más devoto de los sacerdotes rojos. Melisandre de Asshai sonrió. Aquella fe, la fe de lo cierto y lo bueno, pronto se extendería por los Siete Reinos. Solo acababa de empezar.

-Que las niñas Stark estén a salvo con su familia. - Stannis hablaba con Ser Lance Celtigar, héroe del ataque, para que proporcionara una escolta a las dos niñas que habían rescatado. Dos rayos de esperanza entre la desolación que había sido una guarnición prácticamente muerta de hambre. - Aseguraos de que haya sustento y seguridad. Y continuad reforzando los muros.

Azor Ahai caminaba. Poniente despertaba.


Ante él se extendía su destino.

El Trono de Hierro esperaba al final de la larga sala. Los pendones con el león y el venado aun colgando entre los arcos laterales. No había dejado a nadie entrar antes que él. Un rey tenía que ser consciente de su responsabilidad antes que ninguno de sus súbditos.

Había estado muchas veces allí. Cerca del pequeño banco en el que se sentaba Jon Arryn, asesorándole mientras Robert cazaba y se emborrachaba. Salvando el reino de su propio rey. Un rey al que, pese a todo, quiso una vez, y al que habían mentido desde hace más de una década. Un rey sin más heredero que él, que ahora caminaba con paso firme hacia el lugar que le correspondía.

Tras él había voces de asombro y murmullos. Reconoció la de Davos, admirado por el tamaño y majestuosidad de la sala. Lord Ardrian gastó una chanza y oyó a Selyse, aquella maldita fanática, murmurar una plegaria al Señor de la Luz. Que disfrutaran este momento. No habría respiro si querían proteger, reconstruir y defender los Reinos. Un Rey nunca puede sentirse ni sentarse cómodo. Nunca mientras reine.

-Del Mar Angosto he regresado a ocupar mi legítimo trono. Esta será mi morada y la de mis descendientes hasta el fin del Mundo. - Stannis habló con las mismas palabras del juramento de los Ándalos que habían llegado a Poniente, según decían las historias. Ascendió las escaleras para sentarse en la monstruosidad de hierro, acero y sangre derramada que se levantaba ante él. El Trono.

Miró a sus señores vasallos y se sentó, los brazos reposando en los laterales. Sus vasallos y las tropas que habían entrado cantaron y ovacionaron. Y, por un momento, Stannis Baratheon sintió una chispa de felicidad que iluminaba un corazón helado.

Entonces notó un ligerísimo corte en la palma de la mano. Imperceptible a la vista, pero sí al tacto. El tacto de la leyenda de un Trono que se había cobrado vidas.

“Un rey nunca puede sentarse cómodamente”. Stannis no creía en predestinaciones ni profecías. Azor Ahai era una leyenda, igual que la elección de rey por parte de los filos de aquel trono. Pero sí era un recordatorio de que, desde aquel momento, no se podría permitir un momento de descanso. Por el reino, por su gente, por la justicia. A escasos metros, Shireen sonreía, y el corazón helado latió por unos breves segundos mientras los ojos azules de ambos se cruzaban.

-Mis señores vasallos. Hombres del Norte. - Algunos habían entrado también. - Habéis servido fielmente, y, por ello, seréis recompensados. Pero el deber no termina en una conquista de esta ciudad. El deber solo acaba de comenzar. Reconstruyamos el Reino y la Paz que Poniente merece.

Oyó vítores. Robert los hubiera levantado a todos, gritos y festejos, el vino corriendo. Él no. Stannis Baratheon no era su hermano y nunca lo sería. ¿Le bastaría con ser él?

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La sala estaba concurrida, pero cuando Roose Bolton se adelantó, todos se apretaron para dejarle paso. Era ese tipo de hombre. Cuando clavaba sus ojos lechosos en ti, como de muerto, se te despertaba un instinto primigenio de ratoncito de campo que, agazapado en su madriguera, contemplaba a un halcón volar en círculos sobre él.

Se apartó la capa, hincó la rodilla en el suelo y se inclinó, tras lo cual clavó la mirada en el recién investido rey. No era Stannis tampoco el tipo de hombre que iba a rehusarla.

-En nombre de todos los Señores del Norte, y a falta de un Stark de Invernalia que los guíe y represente; yo, Roose Bolton, os juro lealtad, Stannis Primero de los Siete Reinos, y prometo serviros fielmente hasta el día de mi muerte.

No se prodigó con más fórmulas ni artificios. Roose Bolton no era un hombre locuaz.

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Tyrion Lannister entró en Desembarco del Rey acompañado solo de un pequeño grupo de los salvajes que hasta entonces le habían servido de guardia personal. En su mente solo había lugar para sus jóvenes sobrinos. Salvo el mayor de ellos, el pequeño Tommen y la dulce Myrcella no tenían culpa alguna de los crímenes de su madre. Había conseguido un juicio justo a la luz de los Siete para su hermana, que era más de lo que ella habría hecho por él. Temía que aquello también arrastrara a su hermano.

Miró a todos los presentes y su mirada se detuvo ante el hombre que había hecho creer a su padre que la Fortaleza Roja no caería, tenía que haberse encontrado una situación muy diferente al volver a la ciudad. Alguien había fallado y el León de la Roca había sido el máximo responsable. Ahora solo un enano se interponía entre la justicia de Stannis y la vida de demasiados Lannisters.

Sabía que el nuevo rey no aceptaría medias tintas ni gracias de ningún tipo. El humor le había abandonado en aquellos últimos días.

Quisiera poder representar a todos los señores de Occidente, o al menos a mí señor padre, pero nunca me acostumbraron a ello --se arrodilló sin pensarlo mucho más–. Yo, Tyrion Lannister, os juro lealtad, Stannis Primero de los Siete Reinos.

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Un cuervo llegó volando a la Fortaleza Roja de madrugada con una nota atada a su pata. En la nota, con una caligrafia temblorosa dice lo siguiente:

Hermano, felicitaciones, espero que Robert no diese de si el asiento, te recomiendo un cojín. Espero que pronto la cabeza de ese mentecato Tywin adorne los muros de Desembarco al lado de la del traidor de Mace, será un gusto verlas cuando acuda a la capital.

Tu hermano, Renly Baratheon.

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Jacelyn Bywater escalaba a su lado los restos de la muralla de Pyke, espada en mano. A su alrededor los hombres gritaban y morían, pero sus rostros eran solo masas de sombras en las que nada se podía ver. El fuego crepitaba a su alrededor y la cacofonía envolvía la batalla, pero él solo veía a Bywater, avanzando, la mano herida por un tajo, el arma cayendo sobre un enemigo.

Abatió a un hijo del hierro que se lanzaba contra él. El comandante de los Capas Doradas se había detenido. Habían cruzado la muralla y habían llegado a otro lugar. El patio central de…¿Desembarco del Rey? Aquello no era Pyke, sino la Fortaleza Roja, y el rostro que le devolvía la mirada era el de Jacelyn Bywater, sí, pero sus ojos estaban…vacíos.

Intentó hablar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. Bywater pareció querer decir algo, pero su garganta se abrió y la sangre salió a borbotones, empapando el suelo. Stannis avanzó para intentar ayudarlo, pero el caballero cayó de rodillas, las manos en la garganta mientras la vida se apagaba.

Stannis Baratheon no podía moverse. Y a su alrededor solo había vacío y un sol que le iluminaba sin proyectar sombra alguna…


Despertó con un grito. Adam, uno de sus mejores soldados, entró en la alcoba real, apresurado, asustado por el grito del Rey. Stannis pudo entrever dos capas blancas en la puerta, los puños sobre las espadas.

-¿Mi señor? - El joven era uno de sus bravos de Rocadragón. Había subido a las almenas de Desembarco y había combatido con fiereza, sufriendo muchas heridas en el proceso. Era poco más que un plebeyo, pero había ascendido con tesón y valor. Nada más lejos que muchos nobles gordos y satisfechos. -¿Mi señor, estáis bien?

Stannis volvió a mirar. En lugar de Adam se personaba ante él su hermano. El pelo negro sobre los hombros, los ojos azules, la risa vivaz. Un melocotón en la mano. ¿Seguía soñando? Trató de enfocar la vista.

-Estoy bien - La voz surgió menos firme de lo esperado. Hubiera querido tumbarse de nuevo, pero las pesadillas aparecían con regularidad, y no quería volver a despertarse entre gritos y sudores. Había hombres que murmuraban. Hablaban de espadas en llamas, sombras que se movían y un rey que no dormía. No daría pábulo a tales rumores. - Una pesadilla, debe haber sido la cena de ayer.

Adam inclinó la cabeza y se retiró. Los Capas Blancas…¿Ser Boros y el propio Ser Barristan? Relajaron las manos. ¿Qué hora podría ser? Por las ventanas de la alcoba apenas se distinguía la luz. ¿Quizás las 5?

Stannis Baratheon rechinó los dientes, se incorporó y se tendió en el suelo. Algo de ejercicio le ayudaría a despejarse.

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Una tienda casi a oscuras, apenas iluminada por la luz de las velas. En un pequeño catre dormía un joven…¿quince, dieciséis años? A Shireen le habría gustado. Tenía unos rasgos bonitos, rasgos que podían aproximarse a los de un Targaryen. Nada se oía en aquella oscuridad, solo la respiración entrecortada del joven, las armas cerca del cabezal de la cama. Afuera sí que se percibían los ecos de los hombres aun festejando el combate ante los muros de Sarsfield. El valor de los defensores, el arrojo detenido de los atacantes, la formación en erizo de la Compañía Dorada.

Se miró la mano. Una daga, el filo carmesí ardiendo como una tea. Y sus pasos, inevitables y lentos, dirigiéndose hacia aquella cama. Trató de gritar para advertir a Aegon Targaryen, pero ningún ruido salió de su garganta. Ningún ruido, ni siquiera el de sus movimientos hacia el jergón. Tampoco una sola sombra ni un reflejo. Cuando miró al espejo de pie situado al lado de la armadura solo vio dos ojos azules que le devolvían la mirada, helados como un amanecer en Invernalia.

Volvió a tratar de gritar, sin éxito alguno. La hoja cobró vida en su mano, un tajo. La garganta desbordando sangre, el rostro de aquel joven congelado en la expresión asustada de la muerte inesperada. Afuera aun el ruido de la celebración, que pronto se tornaría tragedia. La misma pesadilla en la que vivía desde hace semanas. La misma visión de Aegon Targaryen muerto…¿A manos de quién?, ¿qué habia pasado aquella noche?

Dormido y despierto, su alma continuaba vagando por aquel extraño limbo. En el sueño, la celebración. En la tienda donde yacía, el ruido de los hombres comenzando a moverse y los pendones con el venado coronado desplegándose. Al Norte, donde el destino de los Siete Reinos habría de decidirse. Pero, ¿era Stannis Baratheon quien subía o la sombra de lo que había sido?


Melisandre cabalgaba con la mirada en el horizonte.

Las llamas no mentían. Se lo había mostrado al rey, lo había vuelto a ver cada noche. Los copos de nieve desparramándose sobre una fortaleza donde ondeaba un lobo huargo. Un dragón chillando en la oscuridad, y los muertos alzándose para luchar contra los vivos. Azor Ahai redivivo, blandiendo a Dueña de Luz y atravesando las filas del enemigo para traer la luz de un nuevo amanecer.

El tiempo se agotaba. Los hombres de a su alrededor no eran conscientes. ¿Cómo iban a serlo, si pensaban que todo eran cuentos de viejas, leyendas oscuras que amparaban un nuevo ataque de los salvajes, el peligro al que iban a combatir? Pero Melisandre de Asshai, que no había temido hoja, veneno, viaje o arma humana jamás, temblaba ahora de miedo bajo sus ropajes carmesíes.

Porque aunque Azor Ahai estaba de su lado, hasta el más grande de los héroes podía dudar. Ella había fracasado al intentar forjar a Dueña de Luz para Stannis. Pero, en su dolor y durante los largos hechizos de curación, había entendido el porqué. Porque ningún arma que sirviera para derrotar al Gran Enemigo podría haberse forjado en el vacío fuego de un asedio, en las llamas convocadas por un mortal.

Dueña de Luz nacería del sacrificio de una Nissa Nissa. Entre las llamas purificadoras del Señor de la Luz y el sacrificio último de Azor Ahai. Aquello que más amaba, por el bien de los hombres y el reino.

Unos ojos azules y una sonrisa triste golpeaban sus pensamientos.


-Que ciudad más particular.

Salhador, que había adquirido varias joyas y prendas estrafalarias para su colección tras los últimos éxitos de las fuerzas de Stannis, picoteaba unas olivas traídas de Dorne mientras observaba Antigua a lo lejos. El dragón seguía sobrevolando la ciudad.

-Aldeanos que quieren ser libres, un señor que se encierra y un dragón al que nos hemos acostumbrado. Verdaderamente el cielo cae sobre nuestras cabezas y es el fin de los tiempos, ¿no crees, Davos? - Salhador sonreía. ¿Por qué no iban a hacerlo? Estaban vivos, Antigua había capitulado y Stannis le había pagado bien por sus servicios

-Yo solo quiero poder volver a ver a mi mujer y a mis hijos, Salhador. Maldita la hora en que fuimos a Lanza del Sol. - Tantas jornadas, tantas preparaciones…para acabar encontrándose con Euron Greyjoy y un dragón. Los Dioses, perdón, el Dios, debía estar riéndose de él en sus cómodos salones. - Aunque Euron Greyjoy se ha probado mejor de lo que yo esperaba, he de decirte.

-Estamos vivos, Davos, en efecto. Y creo que podemos alcanzar acuerdos que nos reporten pingües beneficios. A ti, a mí, a Euron…

-Al Rey Stannis, ¿no?

-Por supuesto, por supuesto - Salhador sonreía. - Su bienestar es el mío y viceversa. Pero, dime, si podemos salir de aquí, no es que me canse del vino del Rejo, pero me gustaría explorar otros lugares, ¿a dónde nos dirigimos?

Davos desenrolló el mapa que llevaba en la faltriquera.

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