El Ocaso del Elegido

Era ya el Fin de todo, la hora de los héroes y los villanos. El momento por el que tañían las últimas campanas de Deinste y en el lugar al que todos los Dioses miraban fijamente. En aquella pequeña aldea, tan arrasada por la guerra, con tanta sangre derramada en la defensa de Middenland, se disputaba ahora una última batalla por cambiar el destino del mundo.

Había cargado con fuerza el Elegido, destruyendo la primera línea de defensa de la vanguardia imperial. En los flancos se arremolinaban las fuerzas aliadas, enanos, humanos y elfos combatiendo hombro con hombro entre el rugido de los dragones, el atronar de los cañones y el lento rechinar de los tanques avanzando como una avalancha metálica por entre las filas de demonios y guerreros malditos. La ola del caos fue poderosa como un tsunami del Mar de las Lamentaciones. Se estrelló contra las rocas de los flancos y penetró en la orilla central, donde la Reiksguard, a la desesperada, formaba un círculo alrededor de Karl Franz, que se había bajado de Garra de Muerte para que Ghal Maraz hendiera la armadura de un enemigo tras otro. Pero uno a uno caían a su alrededor los hombres, y una a una las tropas imperiales se desplomaban.

La batalla era diferente en los flancos. Allí el poder combinado de los aliados había acabado con la vida de varios de los grandes generales del caos, y presionaban hacia la retaguardia del Elegido. Archaón lo sabía, y sabía también que su llamada a la guerra no había sido respondida. No había bestias cargando en el horizonte, no una horda de bárbaros procedentes de un barco condenado a una eternidad de surcar los mares. Solo sus hombres y sus demonios, con los que había unido las Tierras del Caos y había pasado por la antorcha el Oeste del Imperio. Solo los Caballeros que le acompañaban en aquella carga, directa al corazón imperial.

Se cruzaron las armas, martillo contra espada. Los Caballeros de la Reiskguard habían caído, y era Dhorgar contra Garra de Muerte, Archaón contra Karl Franz, el Caos contra el Elegido de Sigmar. A su alrededor la muerte se propagaba veloz, entre disparos, espadas y maldiciones, mientras los magos elfos y la artillería enana comenzaba a tomar el control del campo de batalla. El Elegido del Caos presionó. Un golpe, otro, otro. Karl Franz los desviaba, uno tras otro, pero uno de ellos fue demasiado rápido y trastabilló.

Archaón clavó la Matarreyes en el cuerpo del Emperador, disfrutando la agonía que sabía que le producía. Diederick Kastner, quién otrora fuese un templario de Sigmar, levantó su espada, saboreando el momento en el que añadir otra alma a los condenados que habitaban en su filo. Se preparó para el golpe que decapitaría al Imperio. Su Armadura brillaba, resplandeciente, desafiando los disparos y hechizos que caían sobre él, pero su arma se encontró con un obstáculo inesperado: un Colmillo Rúnico. Una de las doce armas que identificaban a los Condes del Imperio. El arma de Boris Todbringer, el Viejo Lobo de Middenheim, que interponía su cuerpo entre el Elegido y su Emperador, con el que había tenido una disputa que había amenazado con volver a partir a la humanidad. Las espadas volvieron a entrechocar, y entonces otro contendiente se sumó a la batalla: Ungrim, el viejo rey Matador, blandiendo su hacha y lanzándose al combate para rodear a Archaón, elegido del Caos, en una tormenta de acero que desafiaba los reflejos de los simples mortales.

Sin embargo, el Elegido era demasiado poderoso, incluso para dos voluntades como aquellas. Primero fue Todbringer el que cayó, la Matarreyes seccionando a la vez mano y pecho, haciendo que el Elector se desplomara con un chorro de sangre. Luego fue el Rey Enano, que aprovechó las grietas causadas por el Colmillo Rúnico para encontrar la carne de Archaón con su hacha antes de ver su corazón traspasado ante el grito de su hijo y del Emperador. El Elegido del Caos se alzó entre los dos héroes derribados, sediento de venganza, mientras veía al Emperador abalanzarse contra él.

Uno, dos, tres choques más. Esta vez fue la rodilla del Elegido la que tocó tierra, cansado y herido por el combate. A su alrededor podía sentir a sus hombres desmoralizarse, la derrota completa. No sentía ya la presencia de Kairos Tejedestinos. Tampoco la de los Dioses del Caos, cuyas bendiciones parecían abandonarle, ¿en busca de un nuevo campeón? Dragones, tanques y extraños artefactos voladores sobrevolaban la batalla, mientras llamas y rayos caían sobre los demonios, que se desvanecían entre portales. Era el fin de su invasión. Deinste se mantenía, igual que el Imperio. El Elegido había fracasado.

Miró al cielo, ahora tapado por la figura de Karl Franz. Las fuerzas le habían abandonado, pero escupió al Emperador, al representante del Dios Traidor al que había abandonado hace tantos años. Ghal Maraz bajó, como había bajado hace 2500 años para acabar con otra amenaza. La Matarreyes se alzó para pararlo, pero llegó medio segundo demasiado tarde. El golpe contra el casco fue certero y feroz. Archaón, Elegido del Caos, se desplomó en el suelo.

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-No voy a prometeros festejos y honores, ni tan siquiera os prometo que volveréis, pero os prometo que esta carga hará historia y salvareis al mundo.

Con esas palabras Boris Todbringer arengó a sus caballeros tras vencer en el flanco derecho, más allá de las ruinas de Deinste donde tantas batallas se habían librado en los últimos meses. A su costado un ejército en fuga era masacrado por la infantería de Middenland y Averland, que daba buena cuenta de los que daban la espalda al combate. Frente a ellos, tras una vorágine de demonios, seguidores del caos, explosiones de artillería y hechizos se encontraba el emperador. Aunque apenas perceptible, junto a las ruinas de la vieja villa se apreciaba el estandarte de la Reiksguard, clavado en el suelo y con sus caballeros conteniendo como podían al poderoso ejército de Archaon. Gran parte de su fuerza se había centrado ahí, arrollando el centro del frente formado por humanos, elfos y enanos. Su número decrecía rápidamente y el círculo era cada vez más pequeño. Mas allá, donde apenas la vista alcanzaba, otro grupo de siervos del caos parecía retroceder al empuje combinado de elfos y enanos.

Todbringer bebió de su cantimplora un largo trago de vino, pasándosela al hombre que tenía a su derecha, un miembro de la guardía teutógena cubierto de sangre y con la mirada imbuida en la rabia por haber perdido al Arl-Ulric en la batalla. Aquel hombre clamaba por venganza, y junto a él un creciente número de caballeros de la Orden del Lobo Blanco que se reagrupaban a su espalda. El Graf de Middenheim los miró a su alrededor, hombres sudorosos y cansados, con sus bestias igual de cansadas tras aquella batalla que ya habían librado. Sin embargo todos ellos formaban en silencio, apretando los dientes tras su Duque, mirando al enemigo mientras hacían frente al temor que crecía en sus entrañas.

Boris Todbringer echó de menos a Emil Valgeir en ese momento a su lado, el anciano siervo de Ulric había sido muchos años un gran amigo y apoyo. Cogió aire, llenando sus pulmones con aquel aroma inconfundible del campo de batalla, la tierra removida, la sangre que la encharcaba, los hedores de quien lleva horas embutido en una armadura, el cuello de la silla, todo aquello que solo podía sentirse a la vez en un momento así y supo que no había tiempo para más esperas. Los jinetes de Averland y Middenland estaban listos, era lo que había, tendría que ser suficiente.

-¡Nuestro emperador lucha solo compañeros!¡Vayamos a morir junto a él! – gritó alzando con la diestra su colmillo rúnico antes de tocar el cuerno de guerra por última vez. Su cuerno fue secundado por docenas de iguales que tocaban a carga. Un segundo después jinete y bestia marchaban hacía el costado del caos.

El trote inicial permitía a los caballos recuperarse, mantener la línea y que el empuje final fuese mayor. Conforme se acercaban a la línea que formaban las huestes de Archaon, los caballeros fueron acelerando el ritmo, lanzando arengas y gritos pidiendo el favor de Ulric, Sigmar o hasta la madre que los había parido tiempo atrás. Sin embargo, el último segundo, ese instante en que todo caballero apreta los dientes antes de chocar con el enemigo el silencio se hizo sepulcral, seguido solo por el estruendo del acero golpeando. Las lanzas se clavaban en la carne, se partían y se dejaban caer mientras martillos, hachas y espadas daban buena cuenta de los infantes y demonios que se ponían por delante del muro de caballeros.

El avance fue rápido al principio, viéndose ralentizado conforme avanzaban entre la ingente cantidad de enemigos y pronto Boris Todbringer no pudo apreciar más que un mar de armas, hombres, bestias y pesadillas luchando en lo que parecía ser el mundo entero. La guardia teutógena y sus propios caballeros pantera combatían a su lado, lanzando tajos a cada paso, espoleando a los caballos hasta que estos mismos reventaban o eran fatalmente heridos y caían a tierra. Cada hombre que caía a tierra se perdía en la inmensidad de la masa de gente que luchaba, siendo quizás una baja más en pocos instantes.

De entre las huestes del caos se elevó un campeón, montado sobre un disco metálico que avanzaba como si fuese una montura pero sustentado por alguna magia oscura - ¡Ese fue quien mato al Arl-Ulric! ¡ Venganza! – gritó el capitán de la guardia teutógena al verlo frente a él. La rabia los hizo cegarse, con fuerzas sacadas de donde ya no quedaban los caballeros avanzaron hacia él, hostigándolo con sus armas para hacerlo caer de aquel disco. Fue un caballero desconocido quien lanzando media lanza que aún le quedaba lo hizo trastabillar, cayendo a pocos pasos del Graf. Todbringer ni se lo pensó. Instintivamente saltó de su caballo para alcanzarlo antes de que desapareciera y las espadas empezaron a hablar. Los guardias de Middenland cubrieron a su Graf sin inmiscuirse, repartiendo tajos alrededor mientras ambos contendientes intercambiaban tajos, fintas y golpes. Por suerte, destreza o quizás cierta ayuda divina, al final Todbringer consiguió en un tajo a la pantorrilla partir la pierna de su rival. Presa de la incapacidad este cayó al suelo y sin compasión ninguna el duque descargó un duro golpe sobre la mano que empuñaba el arma, acercándose después hasta quedar sobre el paladín con ambas botas sobre sus antebrazos – Esto es por Emil, gloria a Ulric – le dijo antes de clavar el colmillo rúnico en su garganta, haciéndolo girar para provocar una muerte aún más dolorosa.

Willhem, desmontó a su lado, con el caballo resollando y soltando espumarajos sanguinolentos – ¿a pie entonces mi Graf? – dijo quitándose el yelmo mientras los caballeros, la mayoría ya desmontados iban acercándose para formar un nuevo frente alrededor del duque. Todbringer se quitó el yelmo pues el sudor empezaba a cegarle y se limpió la cara llena de polvo mirando a su alrededor, buscando el emblema de la Reiksguard y Karl Franz. Lo vio a quizás pocos metros en otras circunstancias pero un abismo dado el escenario – busquemos al emperador caballeros, ¡hacía el estandarte! – dijo señalando con la punta del acero.

Farragoso era decir poco, la lucha ya prácticamente no era ni con armas, cada uno luchaba como podía, con lo que había, y muchos que ya habían partido las espadas luchaban con sus armas quebradas, clavándolas en los enemigos para poder robar las suyas. Todbringer estaba agotado cuando ante él se abrió un circulo como el que había protagonizado poco tiempo atrás contra aquel paladín del caos y su rictus serio e impasible se transformó en el puro terror. Karl Franz estaba frente a él, a pocos pasos, derrotado, atravesado ya por el acero de Archaon y esperando el golpe de gracia.

La matarreyes abandonó la carne del emperador para alzarse frente a él, dispuesta a acabar con toda esperanza y el viejo lobo de Middenland corrió la distancia que le separaba de los dos guerreros a grandes zancadas hasta llegar para interponerse justo delante de Karl Franz y parar el golpe haciendo uso de todas sus fuerzas sosteniendo su colmillo rúnico con la diestra por el mango y con la zurda usando el brazalete de su antebrazo en el filo. - ¡Quiero unas cuantas cervezas por esto Karl Franz! – le dijo tras apartar el filo enemigo, escupiendo a Archaon al yelmo y poniéndose en guardia. No le dio tiempo a que pensase, sabía el desenlace, solo ganaba tiempo, asique Boris Todbringer, Graf de Middenheim, Gran Duque de Middenland y Bienamado de Ulric atacó primero.

La superioridad de Archaon era apabullante y solo la llegada del rey enano pareció acercar las fuerzas y los tres contendientes lucharon a brazo partido. Sin embargo ni el colmillo rúnico ni la experiencia impidieron que la velocidad de Archaon atravesase la férrea defensa del Graf, seccionando la mano que empuñaba la espada y le atravesase el pecho haciéndolo caer de rodillas. El Graf vio la sangre manar del brazo y el pecho y escupió sangre sintiendo que al fin, alguien le había vencido. Con su único ojo vio caer también al rey enano y con sus últimas fuerzas apartó su propia mano de la empuñadura de su espada para empuñarla hasta el último segundo con su única mano.

Pudo sentir, pues la vista se le nublaba, la presencia del emperador cerca – No vuelvas a fallarnos – farfulló y se desplomó hacia un costado, muriendo en ese momento, sin poder ver cómo, al final, era Karl Franz quien vencía, acabando con la amenaza de Archaon y salvando al mundo de aquel elegido del caos.


Dos días después de la batalla, cuando aún estaba plagado el lugar de heridos y los muertos aún no habían sido cremados del todo una columna de caballeros, algunos demasiado viejos y otros demasiado jóvenes, llegó hasta el lugar comandados por Heinrich, hijo de Boris Todbringer y, tras la muerte de su padre, Gran Duque de Middenland. La noticia del desenlace de la batalla había llegado hasta la ciudad y la pequeña hueste había partido al instante. Pronto llegarían tras ellos sanadores y carretas llenas de víveres para los victoriosos supervivientes.

Sin embargo no era lo que preocupaba al nuevo Graf, este solo fue hasta el lugar donde descansaba el cuerpo de su padre, velado por sus caballeros y con la espada aún empuñada. Sabía que en el futuro tendría que entrevistarse con el emperador, y esperaba conseguir un acuerdo que cerrase la disputa que había nacido entre su padre y su emperador tiempo atrás por un maldito edicto. Pero eso ya llegaría, era tiempo de honrar y velar a los muertos.

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