Año 886 tras la coronación de Cyndaral el Yleo. Llanuras de Rivendal
El legionario Valerio Vero tragó saliva mientras esperaba en formación en la primera línea de su cohorte, esperando órdenes. Los cornetas habían hecho sonar las buccinas marcando toque de guerra: un sonido que había llenado de incertidumbre el ánimo de los lorelanos. Nadie en el campamento esperaba contactar con el enemigo tan pronto. Y nadie, por supuesto, esperaba la enrome masa marrón de aullantes bárbaros que se extendía adonde alcanzaba a ver la vista, y que encogía al campamento que los lorelanos habían dispuesto.
Los fiska habían hecho una pausa para hacer chocar sus armas y escudos y entonar cánticos de guerra que resonaban a lo largo y ancho de la llanura. A Valerio le pareció ver como los guijarros a su alrededor temblaban. El legionario contempló a su curtido superior a su vera, el centurión Lucio Ligustino, quién se arropaba su banda roja de mando con suma tranquilidad, cuidando que no tapase sus condecoraciones al valor. Ligustino se percató de su mirada y le guiñó un ojo. Los fiska hicieron sonar sus cuernos de batalla y con un aterrador clamor iniciaron su marcha. Los lorelanos respondieron haciendo sonar sus buccinas, marcando el avance de los auxiliares y sus hostigadores; pero para Vero, la respuesta le pareció débil y marchita. El legionario volvió a inspirar hondo. No alcanzaba a imaginar cómo iban a poder salir vivos de allí.
El decurión Cayo Cristino cabalgaba con habilidad lo más rápido entre el caos que había en el campamento. El centurión de la IV cohorte le había pedido con urgencia que solicitase tropas de reserva para aliviar la situación de su sector, que ya se hallaba muy comprometido. Muy de cerca le seguía la legionaria Helena Salonina. Los fiska ya habían conseguido penetrar en el campamento y las cohortes luchaban ya desorganizadas entre las tiendas, contra aquellos feroces hombres de las montañas embutidos en cobre, acero y pieles.
Para el decurión semejante desastre tenía nombre y apellidos. «Mil demonios se os lleven, Publio Calosio». Aquel cretino y estúpido arrogante general de Jelena ni se había molestado en fortificar el campamento, confiando en la superioridad y disciplina de sus legionarios. Había creído a pies juntillas los informes de un caudillo local que se les había unido apenas hace dos semanas, que aparentemente coincidían con los reportes de los exploradores. Ignoraba que los poderosos señores de las montañas se habían aliado con los reyezuelos bárbaros que gobernaban las tierras fluviales; y a marchas forzadas habían conseguido unir fuerzas con ellos, duplicando prácticamente el número de hombres al que tenían que enfrentarse. Calosio, solo pensando en la gloria y creyendo que podía aplastar a la rebelión en una sola jornada, había aceptado imprudentemente el lance. Poco importaba ya todo aquello, el decurión solo pensaba en intentar salvar el mayor número posible de vidas de semejante desastre, pero no veía como. Al poco tiempo se plantó en la tienda del general. Publio Calosio esperaba afuera de la misma pie, en aparente calma, franqueado por dos pretorianos, el aquilifer de la legión andaba también a su lado, observando a su alrededor inquieto.
— Ave, legado —saludó al tiempo que alzaba la mano derecha y detenía a su caballo—. La quinta cohorte y los auxiliares de Nathul están a punto de quebrarse. Necesitamos reservas frescas de inmediato antes de que nuestro flanco colapse.
— No hay reservas ya de las que disponer —negó el general, suspirando—. El enemigo nos ha rodeado y presiona en todos los frentes con su superioridad. Todo está ya perdido, decurión —comentó cabizbajo el legado, con un hilo de voz—. Tomad el estandarte de la XX legión; salvad los colores de manos de esos bárbaros y cabalgad hacia Alba Julia para dar cuenta del desastre. Salvaguardad el poco honor que nos queda. Aquilifer, la bandera —el mentado se adelantó y cedió la insignia a Cristino—. Adiós, decurión —se despidió el legado—. Que Loric os proteja.
Cristino apenas tuvo tiempo para ver como el general Calosio se escabullía dentro de su tienda, probablemente para suicidarse. Lo cierto es que le importaba bien poco, solo esperaba que el desgraciado no hallase descanso en las Tierras de la Luz de Loric.
—Señor —la apremiante voz de Helena le sacó de sus cavilaciones—. Apresurémonos antes de que sea demasiado tarde.
Apenas había empezado a salir del campamento cuando un fiska aullante se abalanzó sobre él, aparentemente salido de la nada, y lo tiró al suelo, descabalgándole. Todo sucedió demasiado rápido a ojos del decurión, el grito de Helena, el forcejeo con el bárbaro y su posterior aullido de dolor. Cristino no dudó un momento y le clavó un cuchillo en el cuello. Al poco vio como una lanza salía de la espalda del salvaje y se alzó para ver a su salvador. Era una lancera a caballo con una armadura de cuero pintada de azul y de cabellos castaños cubiertos por un casco. El decurión reconocía esos colores, eran las tropas selectas de los auxiliares de Nathul.
— ¡El enemigo ha tomado la ruta de la colina! —le gritó la jinete—. Debemos apresurarnos hacia el oeste, hacia las tierras de mi tribu.
— ¡Tenemos órdenes de ir a Alba Julia! —respondió el decurión al tiempo que se subía a su caballo y agarraba fuertemente el águila de la legión—. No podemos.
— Órdenes de alguien sin juicio. Si vamos hacia el sur, moriremos —la nathuliana negó vehemente con la cabeza—. La única esperanza radica en tomar la ruta del río, al oeste. El jarl no os venderá a vuestros enemigos, os doy mi palabra.
Cristino dudó, pero fue su subalterna la que decidió por él.
— ¡De acuerdo, compañera! Confiamos en ti. Guíanos.
El trío se apresuró a escabullirse como pudo, ignorando al resto del mundo. A su alrededor, los fiska habían empezado a cazar a los lorelanos y sus aliados como si fueran bestias de caza y desvalijaban sus cadáveres para obtener un valioso botín.
Roy MacEndall paseaba entre las ruinas del campamento lorelano sin poder contener su júbilo. Habían sido años de tensiones sin resolver, numerosas reuniones infructuosas con sus vecinos y muchos amigos muertos. La aniquilación de la XX legión con sus aliados sin duda iba a ser una noticia que iba a sacudir los mismos cimientos de Fiskeya. Pronto las tribus abandonarían a los invasores de más allá del océano, había quedado claro que no eran dioses, si no hombres de carne y hueso, como ellos. El camino hacia Alba Julia y la destrucción de sus tan odiados enemigos estaba al alcance de su mano.