-No somos tan distintos -observó Ser Gwayne a su acompañante-. Yo también he hecho siempre lo que me han ordenado. Solo que a ti te pagan en oro, y a mí… Bueno. Me han pagado en… -pareció algo confuso-. El caso es que siempre he hecho lo que me han ordenado -concluyó.
Lysandre Velcari rió, y el jugo de la carne corrió por sus comisuras hasta perderse entre su perilla azul, vivamente iluminada por la hoguera en torno a la cual se sentaban.
-Siempre un buen hijo, Gwayne, siempre un buen hijo- observó con fuerte acento Tyroshi -. Yo no tuve esa oportunidad, ¡a saber quién era mi padre! ¡Algún tipo con tres monedas de sobra! -rió de nuevo.
Gwayne rió secamente, con la boca, que no con los ojos, que marcados por líneas de expresión le hacían parecer mayor de lo que era. Le dio un largo trago al pichel de vino y se limpió la barba corta y castaña con la manga. Eructó con ganas y se rascó la barriga.
-Bueno, he tenido más suerte que otros, está claro… pero no te creas, Desembarco es un nido de ratas. Yo no pude estudiar en la Ciudadela, como mi hermano Roderic, el archimaestre. Yo estudié en la Ciudadela de la Vida, Lysandre. Los eslabones que me forjé fueron el de Patearse las Calles, el de Organizar las Guardias, el de Llevar Mensajes al Galope. Desde pequeño sirviendo a mi señor padre en lo que necesitaba. La mano derecha de la Mano del Rey. O… ¿el dedo índice de la Mano? Algo así, supongo -dijo rascándose la cabeza-. Lo echo de menos, vaya que sí. Vaya que sí. Gran hombre. El mejor de todos. Sin él, el reino se habría hundido hace décadas -dijo asintiendo lentamente-. Pero no te voy a engañar, la perspectiva de tomar decisiones por mí mismo tiene también un punto emocionante.
Lysandre asintió, aunque Gwayne no tenía muy claro que le estuviera escuchando. Una de las muchachas que venía acompañando a los mercenarios desde Tyrosh se había acercado a ellos y parecía querer tratar un asunto con el capitán, que se la comía con los ojos. Gwayne apartó la mirada ruborizado. Se conocían. Se… conocían. Pero de cuando estuvo en Essos, no aquí. Aquí mantenía las formas, porque como le llegaran noticias a su mujer, le iba a cortar los huevos.
-Bueno, Lysandre, descansa. O… como veas. Voy a ver si el primo Ormund lo tiene todo listo -musitó alejándose en dirección al pabellón principal.
En el campamento del Dominio se respiraba más tensión que en el de los mercenarios, que se traducía en bravuconerías a voz en grito, hombres mirando fijamente las llamas como si en ellas pudieran adivinar el futuro, y alguna que otra pelea de escasa importancia entre emperifollados caballeros que habían resultado tener ambos una prenda de la misma dama. Gwayne se abrió paso hasta el pabellón principal, en los colores blanco y negro de los Hightower. Su interior estaba en penumbra, y reinaba un silencio que contrastaba con la algarabía general.
-¿Todo bien, Ormund? -dijo con cautela.
-Sí. Sí -le llegó una voz invadida por el desánimo-. Estaba pensando.
Se adentró en la tienda, con sus ojos acostumbrándose a la penumbra, se sentó frente al Señor de Antigua y se sirvió una copa de vino, de la botella a medias que este tenía frente a él.
-¿En la batalla de mañana?
-Si. Claro. …no, no es verdad. Estaba pensando en Samantha -dijo con voz torturada.
Gwayne le miró y asintió lentamente. Ormund había tenido un humor algo tempestuoso desde la llegada frustrada a Desembarco del Rey. No parecía tener demasiada fe en la victoria, o ánimo por conseguirla. En unas semanas había ganado más en ojeras que en los diez años anteriores.
-Claro. Qué mujer, ¿eh? Se nos unió con los hombres de su casa cuando cruzamos el Mander, y antes de que me diera cuenta estaba dando órdenes a todo el ejército, y yo corriendo tras ella. ¡Vaya carácter! -rió.
-Sam… Sam es como una tormenta de verano. Cálida. Fría. Encantadora. Temible. Te deja destrozado y deseando más. Sam es todo al mismo tiempo. No soy un chiquillo, Gwayne, estuve casado muchos años, pero… ¡Ay! De verdad que no entendí a los poetas hasta que conocí a esa muchacha. Y llevo meses sin verla. ¡Meses, Gwayne, meses! En Antigua apenas nos cruzamos, no dio tiempo ni a…
-Ya -lo cortó antes de que continuara, por si acaso-. Bueno, primo, esto se acaba. Una victoria aquí y podrás volverte a Torrealta con ella. A… hacer vuestras cosas -intentó animarle.
Ormund asintió, poco convencido. Gwayne se incorporó y le dio una palmada en el hombro.
-Necesitas animarte, hombre. Mira -bajó la voz-, han venido unas muchachas con los tyroshis que… ¿A ti te han hecho alguna vez la rueda Tyroshi? No se iba a enterar nadie, eh, discretas discretas.
La expresión de espanto mezclada con creciente furia de Ormund le dejó claro que la jugada no le estaba saliendo como él esperaba.
-Eh, perdona, perdona, no he dicho nada. Uhm, buena charla, primo. Descansa. Eh… lo siento, eh. Pensé que… bueno, da igual, descansa -dijo levantándose y saliendo.
Puto chalado, pensó. Antes me corto la polla que estar con una como Samantha Tarly, menuda pesadilla. Las mujeres están para ponerse a cuatro patas, y el resto del tiempo, no meter ruido. Se dirigió a su tienda, pero se lo pensó mejor, y en vez de eso puso rumbo de nuevo al campamento mercenario. A ver, ¿que igual se entera mi mujer?, pues sí, pero si vamos a morir mañana… que menos que irse a la tumba con una rueda tyroshi recién hecha.