El príncipe atormentado

Han llegado a Lanza del Sol malas nuevas —leyó el príncipe Rhaegar en un tono monocorde—. Se dice que la joven hija de lord Rickard Stark espera un hijo ilegítimo, y la muchacha se niega a revelar la identidad del padre. A pesar de no haberlo podido contrastar con certeza, son sin duda rumores convincentes, que explicarían la rebeldía de Lord Robert y la negativa de Stark a apoyaros. No voy a acusaros sin pruebas de algo que no habéis hecho, pero al final, no importan los hechos, si no lo que el mundo piensa. Y tras lo que sucedió en Harrenhal todo el mundo os señala como el padre de la criatura. Debéis acabar con esos rumores. De raíz. El honor de mi Casa y el de mi hermana así lo exigen.

Tras acabar de leer el contenido de la carta, Rhaegar la depositó suavemente sobre el lecho en el que estaba sentado. ¿Sería capaz Lord Doran de ordenar el asesinato de aquel bastardo? «Pues claro que sí», pensó con amargura. Tiempo atrás lo había negado con vehemencia, pero las últimas semanas habían sido un traumático baño de realidad para el príncipe. Los señores de la altura moral de Lord Connington eran más difíciles de encontrar que un oasis en un desierto. Ser Arthur se acariciaba el mentón con la mano derecha, pensativo.

— ¿Qué significa todo esto?

— Lyanna Stark espera un hijo mío.

De nada servía a Arthur negarle lo evidente. La noche de ardiente pasión que habían compartido tras la espectacular actuación de la norteña en la carrera de caballos había tenido sus frutos. El caballero blanco no perdió el tiempo en recriminaciones estúpidas y fue al grano.

— Entiendo los recelos de Lord Doran. El bastardo podría poner en peligro la sucesión de los hijos de Elia. Supongo que no le hará gracia que la seguridad de sus sobrinos corra peligro.

— Comprendo los sentimientos de mi cuñado. Pero Lord Doran es incapaz de ver el conjunto. Es la tercera cabeza del dragón, Arthur. Debe de sobrevivir. Así está escrito.

— Lord Doran esperará una respuesta, supongo. ¿Que pensáis decirle?

— Que me ocuparé personalmente del asunto. Es la única respuesta sensata, y por otra parte, eso evitará que tome cartas en el asunto. Por ahora.

No era lord Doran el único que le preocupaba. Eran muchos a los que la existencia de aquel bastardo le resultaba una molesta piedra en el camino, y que no dudarían en hacerlo desaparecer, con la madre incluso, si esta oponía resistencia. Debía de actuar, y debía hacerlo cuanto antes. El príncipe Rhaegar miró a su amigo Arthur. Se mordió el labio antes de hablar. Le pesaba en su conciencia grandemente lo que iba a decir a continuación. Iba a pedirle que realizase el mayor sacrificio que había hecho alguien por él hasta la fecha. Y siendo Arthur su mejor amigo, le dolía mucho. Pero no tenía otra opción, solo podía confiar en el para esta titánica tarea.

— Tienes que encontrar a Lyanna. Antes de que lo haga otro. Y ponerla a salvo.

Su amigo al principio no reaccionó. Sus palabras habían caído sobre el como si de un pozal de agua fría se tratase. Pronto, sin embargo, se recompuso de la conmoción inicial.

— No, Rhaegar. Tendrá que ser otra cosa. Pero eso no te lo puedo conceder. Mi lugar está contigo.

— En esto estás equivocado. Juraste protegerme, pero entre tus votos también está el de la obediencia.

— De acuerdo, pero si mueres, ¿qué será del reino? ¿quién podrá coser las heridas que tiene ahora? Si Tywin Lannister consigue el trono, no dejará cabos sueltos. Se asegurará de eliminar hasta la última rama del árbol Targaryen, incluyendo a vuestros hijos, legítimos o no. No es un hombre que conozca la piedad, los Reyne y los Tarbeck os lo podrían contar, si quedase alguno vivo. Aún tenéis mucho que hacer…

— ¡Mi vida ya no importa, Arthur! —Rhaegar le interrumpió, algo furioso. «Tú tienes que entenderlo, ¡más que ninguno!», pensó el príncipe. La frase murió en su cabeza y no llegó a su lengua. Prefirió serenarse antes de continuar—. Mi misión era traer las cabezas del dragón al mundo, y al parecer ya lo he hecho. Sobre ellos recaerá el liderazgo del mundo de los Hombres cuando la Larga Noche vuelva a caer. Por eso tienes que rescatar a Lyanna y a mi hijo. Solo tú puedes hacerlo, y solo a ti te pido este tremendo sacrificio.

— ¡Es una locura! ¡Ni siquiera sé donde se encuentra la muchacha! ¿Y si cuando la encuentro está con un embarazo tan avanzado que no puede viajar? O peor aún, si ya ha tenido el bebé. El pequeño sucumbirá al viaje.

— Menospreciáis a Lyanna. Y menospreciáis a su sangre. Sobrevivirán.

Ser Arthur resopló y hundió la cabeza entre sus manos. Era obvio que la situación no le agradaba en absoluto, pues estaba atrapado entre dos fuegos: el del deber y el de la amistad. Los dos le exigían embarcarse en aquella empresa que tan poco le entusiasmaba. Al final, tras un largo silencio, consintió.

— Que los Siete o quiénes sean que están ahí arriba me amparen. Puedes contar conmigo.

Para bien o para mal, la suerte estaba echada.

Las negociaciones en Altojardín habían sido arduas e infructuosas. Había intentado agarrar una rosa y la rosa le había desgarrado la mano con sus afiladas espinas, inmisericorde. Podía dar gracias de que Lady Olenna había sido sincera y no había rechazado sus proposiciones con hipócritas palabras, como habían hecho otros.

Hubo un tiempo en que el príncipe Rhaegar tenía esperanzas en que los grandes señores le apoyarían en sus planes, empujados por el noble propósito de conseguir una paz estable y duradera. Al norte y al sur, en el este y en el oeste nobles y plebeyos se reían del lord Regente, que jugaba a ejercer un poder que en absoluto poseía. La realidad había convertido su anhelos en añicos, y con sus anhelos había perdido buena parte de sus principios e ideales. El mismo Poniente lo ignoraba y lo rechazaba, sumergido en una espiral de odio y codicia que se llevaba por delante a miles de inocentes. Y Rhaegar tomaba nota de los culpables y no olvidaba.

Lord Hoster Tully, a quién había perdonado y sin embargo corría a refugiarse al abrigo de los rebeldes. Un hombre sin ninguna clase de honor consumido por su insaciable ambición. Una cucaracha que merecía ser pisoteada.

Lord Tywin Lannister, cuya arrogancia y orgullo le habían hecho pensar que era merecedor de una corona que nadie le había ofrecido. Habría que ser un necio para negarle al león su agudeza política. Y habría que ser un necio para considerarlo un hombre de nobles intenciones. Basaba su poderío en el miedo y la amenaza, y no en el respeto y la conciliación. Desearía arrancarle el corazón para comprobar si, como el vulgo decía, era de oro frío y duro.

Lord Jon Arryn, que a pesar de haberle confesado que debía ser el hombre que debía ocupar el Trono de Hierro, seguía posicionado junto a su padre. Demasiado cobarde para apoyar una causa que si bien era noble, no contaba con un apoyo firme. Tan alto como el honor, pregonaban los Arryn con su lema. Se veía que esas palabras habían perdido cualquier significado que pudieran poseer.

Lord Quellon Greyjoy, que se había quitado la máscara que se había labrado de isleño civilizado para volver a saquear de manera infame las tierras que sangraban por la guerra. Un buitre carroñero que no merecía la menor de las deferencias.

Lord Rickard Stark, que había tejido una peligrosa red de alianzas matrimoniales que solo los dioses sabían con qué motivo, desgarrando en aquellos momentos la paz y la integridad del reino. No entendía como un hombre tan intrigante podía haber engendrado a Eddard Stark, que llevaba la honestidad por bandera.

Tan solo sentía algo de respeto hacia Lord Robert Baratheon. Era un cretino y un mamarracho cuya mente tenía la misma complejidad que la de una babosa, pero Lord Robert no luchaba por poseer más tierras o títulos. A él lo guiaba el orgullo herido y el odio hacia una familia que le había quitado a su amada, y eso lo elevaba en virtud frente al resto de sus compañeros de rebelión.

Tiró de las riendas de su caballo y se giró hacia los hombres y caballeros de Dayne que habían compartido su camino durante semanas, desde que había partido de Lanza del Sol.

– Habéis cumplido fielmente trayéndome a Altojardín, pero me temo que nuestra compañía se acaba aquí. El juramento de vasallaje os ata a obedecer al príncipe Doran y lo que voy a hacer nada tiene que ver con sus planes. Los que lo deseéis sois libres de partir. Os desligo del compromiso que teníais conmigo. Los que a pesar de todo me queráis acompañar sabed que la tarea que nos espera no es en absoluto grata.

» Tomad vuestra decisión y vivid con ella el resto de vuestras vidas. Yo no os juzgaré por ello. Pero si de verdad queréis luchar por el reino y no por los intereses de tal o cual señor, la elección está clara.

En la mirada del príncipe no había orgullo ni determinación, ni la habitual aura de melancolía que solía acompañarle. Ni siquiera la noticia del nacimiento de su segundo hijo había conseguido despertar algo de luz y calidez en sus ojos. Tan solo albergaban frío y oscuridad, una oscuridad tan profunda e insoldable que parecía emanar del mismo Desconocido. Estaba solo.

Solo una persona podía devolverle la esperanza y ánimo que había perdido.

– Mirad, Alteza. Ya vienen.

Lord Vorian Dayne señaló con un dedo enguantado una masa uniforme de hombres que se acercaban a la base de la colina en la que estaban situados. En sus pendones se veía claramente el color sinople que solo podía pertenecer a la Casa Tarly. «Lord Caron ha mordido el anzuelo». Randyll Tarly había ordenado una falsa retirada para atraer al confiado Bryen Caron al terreno donde debían de combatir. Los hombres de Tarly habían mamado dura disciplina y eran capaces de realizar tal maniobra sin terminar en una desbandada general. No tuvo que pasar mucho tiempo para que los marqueños de Caron aparecieran en el horizonte, tal y como había predicho lord Tarly. “Lord Caron está confiado –había sentenciado días atrás, en Colina Cuerno–, y sabe que cuenta con más hombres que yo. No es ningún cobarde, aceptará batalla gustoso si ve que solo tiene que enfrentarse a mí. Y eso debemos de hacerle creer”. El príncipe Rhaegar se revolvió en su caballo, algo inquieto. Era la primera batalla en la que iba a tomar parte en su vida. No temía a la muerte, pero su Casa necesitaba desesperadamente una victoria contundente. Hasta ahora, todo habían sido derrotas o victorias nada decisivas. El reino necesitaba ver que su causa no estaba perdida.

– Son más de los que creíamos –observó con cierta sorpresa. Y era cierto. Junto a los estandartes dorados de Cantonocturno podían verse los leonados de los Selmy–. Caron no está solo.

– Putos marqueños –Dayne escupió al suelo–. Es igual, les detendremos.

– Tomad posiciones, lord Vorian. Se acerca la hora de luchar.

– Como ordenéis, Alteza.

El señor de Campoestrella picó espuelas y se alejó raudo a reunirse con sus hombres, que esperaban ocultos entre la maleza y unos pocos árboles que crecían a la izquierda de donde se habían detenido los hombres de Tarly, esperando disciplinadamente al enemigo. Los hombres de Lord Caron se habían detenido momentáneamente para rehacer sus líneas, pero no tardaron en cargar, confiados en su superioridad numérica. Desde lo alto de la colina, Rhaegar observaba el choque de ambos ejércitos con atención, acompañado de Clement Crabb y media docena de caballeros. El resto de su caballería esperaba a unos pocos metros más abajo, en la cara opuesta de la colina. El enemigo no les había detectado. Era esta una mezcolanza de hombres de toda condición, había algunos hombres de los clanes de los desiertos dornienses, con sus monturas pequeñas, ligeras y rápidas, dornienses de las Montañas Rojas, caballeros errantes sin tierras ni fortuna y jóvenes hombres libres deseos de engullir gloria del Dominio. Eran estos los más numerosos y confiados, pero no por ello de menor valía.

Poco tiempo pasó hasta que los hombres de Dayne salieron de su escondite y cargaron contra las líneas de los marqueños. Por un momento parecía que la batalla iba a terminar, con el flanco izquierdo marqueño desmoronándose y amenazando con extenderse al resto de su formación. Fue una ilusión, al poco tiempo el curtido Lord Caron consiguió rehacer sus líneas y atacar con bríos renovados. Rhaegar comprendió que había llegado el momento de desequilibrar la balanza. Tomó las riendas de su caballo y se giró hacia los centenares de caballeros que aguardaban expectantes el momento de entrar en batalla.

– ¡Ha llegado el momento! –les arengó con su voz de hierro– ¡Lord Caron cree estar saboreando la victoria, y le haremos pagar cara su confianza!¡Venceremos porque somos los más fuertes, y porque la justicia está de nuestro lado!¡Adelante, mis valientes!

Gritos de “¡Targaryen!¡Targaryen!” y “¡Rhaegar!¡Rhaegar Lordragón!” siguieron a las palabras del príncipe. Los cuernos de guerra de las Montañas Rojas bramaron y llenaron con su ominoso sonido el ambiente.

Aruuuuuuuuuuu.

La carga de caballería fue brutal y sajó las líneas marqueñas como un cuchillo corta la seda. Nada ni nadie podía parar el ímpetu de los leales a Rhaegar, pero el príncipe sabía que la batalla no habría terminado hasta que Bryen Caron siguiera en pie de guerra. Conocía al señor de Cantonocturno del torneo de Harrenhal y sabía que era un gran amigo de lord Robert, y por ello lucharía hasta el final.

– ¡Bryen Caron! ¡No te escondas, cobarde! ¡Da la cara! –gritó el príncipe a lomos de su caballo, buscando con la mirada a su escurridizo adversario– ¡Bryen Caron! ¡Mostraos y plantad cara!

El destino caprichoso quiso que príncipe y señor se encontrasen al poco tiempo. Habían descabalgado de su caballo al señor de los ruiseñores, y este combatía con fiereza a todo enemigo que se ponía a su alcance, repartiendo mandobles a diestro y siniestro. Cuando oyó el desafió, se giró hacia el retador en toda su altura.

– ¡Aquí estoy, hideputa! –bramó, al tiempo que alzaba su espada– ¡Acabaré con la lacra del reino, aquí y ahora!

El príncipe podría haberlo arrollado con su caballo, pero habría sido indigno de un buen caballero, así que se desmontó de su caballo y recibió la carga de lord Caron a pie, a su mismo nivel. Lord Bryen le asestó dos furiosos espadazos que el príncipe desvió con técnica. Rhaegar contraatacó con varios movimientos elegantes pero lord Caron los rechazó con tosca furia. Tras varios golpes, los combatientes se dieron breve cuartel y se examinaron con frío odio mientras tanteaban a su rival

– ¡Volvemos a vernos, rebelde! ¡Rendíos si no queréis acabar igual que en la justa!

Bryen Caron respondió al príncipe con un bufido desdeñoso.

– ¿Esto es todo? ¡Demostrad que no sois un blandengue, Rhaegar Targaryen!

El señor de Cantonocturno volvió a abalanzarse sobre él con inusitada furia. Los golpes se sucedían y no había un claro vencedor, el príncipe contaba con mejor técnica y con la fuerza y el vigor que solo la juventud podían conferir, más Bryen Caron parecía guíado por el mismo odio que su señor, Lord Robert. En un momento dado, el cansancio pareció hacer mella en él y bajó tímidamente la espada. Tan solo fue un instante hasta que tomó aire y arremetió contra el príncipe, gritando como un animal.

– ¡Por Robert!

El señor de Cantonocturno se abalanzó sobre Rhaegar con una rapidez que sorprendió al príncipe, y a duras penas consiguió apartarse en el último momento. El acero le rozó la armadura, inofensivo. El tajo podría haberle seccionado perfectamente el brazo. No obstante, el ímpetu de lord Caron fue demasiado grande y avanzó en exceso, dejando al príncipe a sus espaldas. Al volverse para hacerle frente, sin embargo, dejó su guardia expuesta y el príncipe aprovechó para clavar su hoja en su cuello. Una expresión de asombro fugaz cruzó su rostro, y unos instantes después cayó al suelo, echándose las manos a la garganta y escupiendo sangre.

Privado del mando de su comandante pronto el ejército rebelde se desbandó y fueron muchos los que optaron por rendir su espada ante el arrollador e imparable avance del ejército de Targaryen. El sol brillaba en lo más alto del cielo cuando la canción de las armas dejó de sonar. El príncipe Rhaegar ordenó que se tomase el cadáver de Bryen Caron para llevarlo a Cantonocturno y pudiera recibir un entierro digno, pero no se detuvo demasiado. Dio ordenes a su caballería de adelantarse a paso ligero hacia el castillo de los Caron. No quería dar tiempo a los defensores de poder preparar una defensa adecuada.

Empezaba a caer el anochecer cuando el príncipe Rhaegar Targaryen llegó frente a los muros de Cantonocturno, acompañado por Lord Randyll Tarly y Lord Vorian Dayne. Un heraldo de Targaryen pidió parlamento y al poco tiempo aparecieron frente a los señores los rostros de Bryce Caron, su señora madre y el de Paxter Selmy. Rhaegar los examinó con rostro pétreo y aguardó a lo que tenían que decir.

– Clemencia, Alteza –empezó el ya nuevo señor de Caron–. Perdonadnos la vida y Cantonocturno será vuestra, ahora y siempre.

– Admitimos nuestra derrota, Alteza –añadió Arstan Selmy–. Evitemos más derramamiento de sangre.

– El chico es de la misma sangre del traidor que habéis derramado hace apenas unas horas –declaró con dureza Randyll Tarly–. Sus palabras no son de fiar, Alteza.

– Un príncipe que no perdona a sus enemigos no inspira devoción –intervino entonces lord Dayne–. Y el príncipe va a necesitar inspirar devoción, y mucha, si quiere conseguir entrar en Desembarco del Rey victorioso.

– Las palabras de lord Dayne son sabias y justas –asintió el príncipe Rhaegar. Se dirigió hacia Bryce Caron–. Mi señor, acepto vuestra rendición.

– ¿Debo descabalgar ahora e hincaros la rodilla?

– Así lo dicta el protocolo. Pero podemos decir que lo hicisteis y asunto concluido.

– Es muy caballeroso por vuestra parte. Mis señores me honrarían mucho si cenasen con nosotros. Lamento decir que nuestra despensa está casi vacía, y las viandas que podemos ofrecer no son dignas de un príncipe… Pero sin duda vuestra compañía nos agradaría mucho.

– Si mis señores no ponen ninguna pega –respondió Rhaegar alternando su mirada entre sus vasallos– será un placer, lord Bryce.

Nota del autor: estamos ante una conversación que sucedió al principio de la partida en Harrenhal, la publico pues ya nada relevante puede extraerse de ella.


Rhaegar Targaryen esperaba solitario de pie, en el pasillo, la llegada del segundo hombre más poderoso del reino. Lord Whent se había encargado de guardar bien la zona, confiando en su buen juicio no necesitaba de espadas que velasen por su seguridad. Tras un par de minutos que se hicieron eternos, la Mano del Rey hizo acto de presencia acompañado del capitán de su Guardia y dos soldados más. Al ver la situación, les despachó al tiempo que se acercaba a saludar al príncipe con cortesía. Los dos hombres entraron a la habitación que Rhaegar había preparado para la breve reunión y se sentaron, el uno frente al otro.

Me alegra que hayáis acudido, lord Tywin. Dada nuestra situación, seré breve y conciso. Fuisteis amigo de mi padre en la infancia, lo conocisteis en sus mejores días y sabéis de sobra la verdad. El rey ha perdido la cordura. Ya habéis visto su aspecto con vuestros propios ojos. Ignoro que mal le aqueja, pero solo va a peor, y según los maestres que han tenido la valentía de decírmelo, no parece tener cura alguna. Varys y sus ratas no hacen más que agravar su salud, contribuyendo a aumentar su paranoia y desconfianza. No sé cuanto tiempo pasará hasta que la situación sea insostenible, pero no pienso dejar que empeore más. Necesito vuestra ayuda, lord Tywin, para encontrar una solución pacífica a la grave cuestión que se cierne sobre nosotros.

El príncipe miró con gravedad al señor de Lannister. Se encontró las esmeraldas más duras que había contemplado nunca, pero no dejó arredrarse por ello y esperó sereno lo que tenía que decir al respecto.

Aerys, vuestro padre, es el Rey –dijo Tywin sin inmutarse–. Lo que hacemos ahora es conspirar y justificaría la paranoia y desconfianza que su Majestad tiene sin necesidad de que Varys diga una palabra incierta.

El Señor de Roca Casterly fue tan tajante que Rhaegar no tuvo otra opción que aceptar que no tenía a un amigo frente a él.

Os escucharé no obstante, Príncipe Rhaegar, puesto que entiendo que necesitais dar palabras a pensamientos y quizás nuestra conversación os ayude a aclararos.

» Hablaís de solución pacífica. Sois un hombre instruido, seguro que habéis leído algo que os haga pensar que se necesita de una solución y de que esta puede alcanzarse por las formas adecuadas. Contadme.

Mi padre, el rey, tiene motivos de sobra para ser desconfiado, sí —concedió Rhaegar—. Pero vos sois el primero que sabéis que no se ha granjeado muchas amistades, sometiendo innecesariamente a muchos señores a caprichosas y arbitrarias humillaciones.

Rhaegar evitó dar nombres, pero cualquier señor, grande o pequeño, que hubiera estado en la corte, conocía de sobra que la forma más rápida de medrar en aquel lugar consistía en hacerlo a costa de la Mano del Rey, una actitud animada por su propio padre, que no toleraba ninguna figura que cuestionase su autoridad. Aquel hombre serio y rígido que según decía el bufón de la corte “había nacido con una boca de piedra” era sometido día tras día a un sin fin de chanzas y bromas crueles. Quizá eso explicase su semblante tan duro y sombrío.

Mi propuesta es apartar del poder a mi padre, ya que dado su estado de salud es incapaz de encargarse de un gobierno cabal; y establecer una regencia. Las transiciones de poder son, sin embargo, un proceso delicado. Todas las grandes crisis de sucesión de este reino se han intentado abordar con un Gran Concilio, desde Viserys I hasta Maekar I. Pretendía aprovechar la excusa del torneo para atraer con sus suculentas recompensas al mayor número de señores para plantear la cuestión a los presentes y recabar los apoyos suficientes, no es una tarea que pueda y deba realizar solo. Pensaba que mi padre no se arriesgaría a abandonar la seguridad de la Fortaleza Roja, pero no ha resultado ser así, por desgracia. Si os soy sincero, no sé como proceder ahora —confesó el príncipe con desolación—. No veo forma segura de abordar esta cuestión en conjunto con los grandes señores del reino sin que llegue a oídos de mi padre, lo que desencadenaría la guerra civil. Algo que quiero evitar por cualquier medio. ¿Qué pensáis que debería hacer, Lord Tywin?

No hay forma correcta de proceder, Alteza –dijo el Lannister con lo que parecía un deje de tristeza–. Si revisamos la historia seguro que advertiremos que incluso las transiciones del Trono que parecieron pacíficas derivaron en derramamientos de sangre, incluso las que fueron legales por sucesión legítimas.

» Me pedís que os ayude a deponer a vuestro padre, a mi rey y a quien he jurado lealtad. No os puedo ayudar en eso, Alteza. Mal vasallo sería y perdería vuestro respeto cuando seais rey, sea por unos medios u otros. Sólo os puedo dar unos consejos que nada tienen que ver con derrocar a Aerys Targaryen: si vais a luchar, aseguraos de que contáis con una ventaja aplastante para que la victoria sea rápida y sin posibilidad de revancha.

Lord Tywin parecía incómodo ante la situación si bien era difícil darse cuenta; eran gestos o entonaciones que indicaban que gustoso compartiría lo que pensaba pero que no podía hacerlo porque eso sería traicionarse.

«Sin posibilidad de revancha». No hacía falta ser un genio para deducir que aquellas palabras implicaban la muerte de su padre. «Los muertos no protestan», había sentenciado Maegor el Cruel cuando ordenó ejecutar a Alys Harroway. ¿Estaba dispuesto a llegar tan lejos? Rhaegar apartó ese pensamiento de su mente, turbado. A pesar de todas sus diferencias, quería a su padre. Quería ayudarlo.

Ya veo. Os agradezco mucho vuestros consejos, Lord Tywin. Los tendré muy en cuenta.

Y no era esto un cumplido hueco, si no que había verdadera sinceridad en las palabras del príncipe. No había conseguido lo que quería, pero la reunión había sido productiva. Ambos habían dejado claras sus posturas, no quedaba nada más que añadir. El príncipe se levantó y se despidió del señor de Occidente.

Será mejor que volvamos afuera antes de que se percaten de nuestra ausencia. Quiera el destino que nuestra siguiente reunión sea en mejores circunstancias.

Nota del autor: conversación que tuvo lugar entre el rey Aerys y el príncipe Rhaegar al regreso del último a Desembarco del Rey tras su declaración de rebeldía.


Rhaegar Targaryen atravesó la Puerta del Lodazal acompañado por una nutrida comitiva que encabezaba solemnemente ser Barristan Selmy de la Guardia Real. En aquel día extrañamente soleado la luz iluminaba en todo su esplendor su pulida armadura con blancos ornamentos, del mismo color que la capa que llevaba y Selmy parecía la viva encarnación de la caballería. En contraste el príncipe lucía una capa y una armadura negra como el ónice, con rubíes incrustados en su pechera conformando el dragón tricéfalo de su casa. Atrás dejaba a sus ejércitos y a sus más leales valedores, el joven Richard Lonmouth que había acudido desde Rocadragón y el curtido señor de Colina Cuerno, el duro y enérgico Randyll Tarly para entrar en solitario a las fauces del dragón que habitaba en la Fortaleza Roja.

El príncipe Targaryen se encontraba con una paz interior que no sentía hacía tiempo. En su lugar, muchos otros se encontrarían inquietos, pues su destino parecía claro, había abjurado de su padre públicamente y el rey Aerys no era conocido por perdonar el menor atisbo de deslealtad. La perspectiva de una muerte en las llamas hacía desfallecer a la gran mayoría de los hombres, pero no al príncipe Rhaegar Targaryen. Él ya había cumplido el cometido para el que había nacido y consideraba que el tiempo que le quedaba de vida era un regalo de los dioses. Si tenía que morir, lo aceptaría con la conciencia tranquila y la serenidad que solo puede otorgar la certeza de haber cumplido con su deber.

Primero fue llevado al gran salón de la Fortaleza Roja, donde se decía que podían comer holgadamente un millar de almas. Ahí encontró a su madre y su joven hermano Viserys junto al resto de la corte y Rhaegar tuvo que contenerse para no poder abrazar a la reina Rhaella, que lo miraba con ojos vidriosos de la emoción al tiempo que esbozaba una sonrisa triste. Jonothor Darry contemplaba al príncipe impasible. Tras las cortesías de rigor, fue llevado por el hombre de Darry al salón del trono, donde aguardaba solitario su padre.

Mientras el príncipe avanzaba por la vacía estancia escuchaba como resonaban sus pasos en el gran salón. El sonido le parecía tremendamente ominoso, y acudían a su mente imágenes que había visto en los libros que dibujaban los septones, de los Siete juzgando a las almas pecadoras. Las calaveras de los dragones parecían tomar vida y mirar a los presentes con una sabiduría prístina. Una figura consumida lo examinaba desde las alturas del Trono de Hierro como si de un demonio se tratase. Era difícil describir los pensamientos que se escondían aquellos profundos ojos violetas, pero el príncipe Rhaegar se obligó a mantener la mirada y no bajar la cabeza.

Majestad, os traigo a vuestro hijo.

El rey apartó un momento la mirada del príncipe y para su sorpresa Rhaegar se sintió como si se hubiera liberado de un pesado yugo.

Ya lo veo. Dejadnos a solas, ser Jonothor.

Padre e hijo se examinaron en silencio hasta que el capa blanca abandonó la estancia. Rhaegar dio entonces un paso al frente y habló con voz serena y tranquila.

Aquí estoy, Padre. No esperaba verte tan pronto, ni mucho menos en estas circunstancias. El destino sin duda es cruel. Soy consciente de que te he traicionado abiertamente ante el reino y estoy dispuesto a recibir la muerte que por ley me corresponde. No voy a suplicarte clemencia, pues hombres más dignos que yo han muerto en el pasado por actuar así.

» Me conoces lo suficientemente bien para saber que no me guía la ambición. Actúe como lo hice porque consideré y sigo considerando que es lo mejor para el reino. Más debo confesarte que en estos meses he aprendido verdades duras que han cambiado profundamente mi forma de ver el mundo. He perdido la fe en muchas cosas que creía claras y puras como el agua. Y la verdad, Padre, es que creo haber llegado a entenderte —Aerys se inclinó hacia delante, aquello parecía haber captado su atención—. Entiendo perfectamente tus deseos para acabar con toda esa banda de grandes señores cuyo único motor es la ambición y la codicia, y a los que sólo se les puede poner coto mediante la fuerza y el miedo. Los hombres de la altura moral de Lord Connington son de gran rareza, y es una lástima, aunque si no hubiera tanto villano, estrellas tan brillantes como la suya no nos resultarían tan maravillosas.

» En cualquier caso, Padre, no comparto tus métodos. El reino tampoco lo hace. No te sorprenderé cuando te diga que a lo largo de mis viajes son muchos, incluso entre tus partidarios, los que dicen sin tapujos que has perdido la cabeza. No hace falta recurrir a la tiranía abierta para obtener los mismos resultados. Creo también en la sabiduría de perdonar cuando es justo y necesario. Y creo que aún no es tarde para curar las heridas del reino. Muchos son los que me han instado a asesinarte para tomar abiertamente el trono y coronarme rey, alegando que los Siete Reinos volverían a recuperar la fe en nuestra Casa si un monarca digno se sentase en el Trono de Hierro.

Rhaegar se detuvo un momento para tomar aire, dirigir su mirada fugazmente a las ventanas que iluminaban la estancia y negar un par de veces con la cabeza para volver a dirigir sus ojos, impregnados de un infinito cansancio, hacia los de su padre.

A pesar de nuestras diferencias, jamás se me ha pasado por la cabeza acometer semejante crimen. Mis parientes políticos, los Martell, son los que con más ahínco me invitan a proceder de esa manera, y por ello te prevengo de ellos, pues harán todo lo que esté en su mano por ver a tu nieto Aegon reinar… El que mata a su propia sangre está maldito a ojos de los dioses y de los hombres. Pero por encima de todo, sigues siendo mi padre, y eso nunca cambiará. Hubo un tiempo en que fuiste una persona amable y bondadosa y estoy seguro de que en el fondo de ti queda algo de esa persona. Mientras tenga esa certeza, jamás alzaré mi espada contra ti.

» No me extenderé más, Padre. Más antes de que decretes mi muerte, me gustaría poder despedirme de Madre como es debido. Es lo único que te pido.


El rey se levantó del trono y avanzó hacia su hijo, que pese a las circunstancias aún se mantenía altivo, un atisbo de miedo se intuía en la mirada de Rhaegar, pero estaba bajo capas y capas de quien se creía en posesión de la razón. Aerys se plantó frente a su hijo, más allá de la superficie, los profundos ojos violetas les revelaban padre e hijo y para quién supiera donde mirar estaba claro que aún quedaba amor en una relación muy dañada.

¡Arrodíllate ante tú rey!

Rhaegar estaba preparado para recibir su castigo, pero estaba claro Aerys no se lo pondría fácil. Con mirada desafiante dobló las rodillas sin dejar de clavar sus ojos violáceos en los de su padre.

Hablas de traición, pero para traicionar hay que actuar y de eso sabes más bien poco. Hablas mucho, hijo mío, muy rápido me declaraste incapaz y te declaraste señor y rey, pero … ¿qué hiciste para defender tus palabras? Mientras los hombres de los feudos sangraban, mientras tus amigos y compañeros se jugaban la vida por defender el Trono de Hierro vos erais la marioneta de los dornienses y … ¿dónde están vuestros hijos? Aún en Lanza del Sol, nada habéis hecho para recuperarlos. ¿Y dónde están las lanzas dornienses? En ningún sitio mientras el Valle y los Feudos sangran por nosotros. — La bofetada resonó en todo el salón del trono, seguida de un grito de dolor del rey, una las largas uñas que cubrían sus dedos se había roto y la sangre fluía del dedo corazón de Aerys.

Incluso cuando te castigo me causas dolor, desde el día que naciste no has traído más que dolor … ¡Aegon! … ¡Duncan! — el rey sollozó, los recuerdos humedecieron sus ojos y tras unos segundos se derrumbó sobre el trono.

¡Padre! — el príncipe corrió al lado de Aerys — ¡No para nada! ¡El dragón tiene tres cabezas! Aegon, Rhaenys … y ahí uno más en camino, Lyanna Stark está embarazada

La profecía, siempre la profecía, ¿acaso no nos ha traído suficientes desgracias? A menos que un dragón vaya a salir volando de entre las piernas de Lyanna para incinerar a nuestros enemigos tenemos una guerra que ganar antes de pensar en la canción de hielo y fuego

» Crece de una vez, Rhaegar, Lord Jon Connington nos ha traído una victoria, pero … ¿a qué precio? Ser Barristan cruzó las líneas de la Compañía Dorada hace apenas una década ¿y ahora luchan por el dragón rojo? ¿O lo hacen por el joven grifo? Venías a mí esperando un castigo, y lo has tenido, mas tus pecados son los de un niño caprichoso gritándole a su padre, no los de un traidor. Tienes trabajo que hacer, aplasta las tropas de Robert Baratheon, es un perjuro que no merece su puesto, toma el control de los ejércitos que ahora comanda Lord Jon Connington y vuelve a mí para jurarme como tu rey ante todos los que aún se dicen leales a la casa Targaryen. Entonces podremos preocuparnos de la profecía.

Rhaegar cruzó la estancia como sumido en una nube, no esperaba que una conversación así, ¿había sido perdonado por su padre? ¿O era todo una más de sus estratagemas? Justo se disponía a abandonar el salón cuando la voz del rey volvió a sonar.

Antes de marchar … ¡Llama a tus generales a mi presencia! Tienen que jurar lealtad.


Rhaegar se detuvo para mirar por última vez a su padre, aún conmocionado por las palabras que había recibido. Las conclusiones a las que había llegado aquel monarca que tachaban de loco eran las mismas que las suyas.

Así lo haré. Los tendrás aquí antes del anochecer. Mientras quede el más mínimo atisbo de rebeldía en el reino no descansaré, Padre. Juro que aplastaré la rebelión o moriré en el intento.