El Río Sereno, el señor de Aguasdulces

Lord Medgard Tully tamborileó sus dedos sobre el brazo derecho del trono en el que se hallaba sentado, con cierta inquietud. No deseaba estar en aquella delicada situación a la que las circunstancias le habían conducido. Desde las alturas presidía el juicio de Lord Beren Bracken, al que su némesis, Lord Lothar Blackwood había acusado de asesinar a su hijo. A su diestra, Lord Walder Frey examinaba la situación con sus ojos oscuros y vivaces; mientras que a su diestra Lord Alphonse Whent se tapaba la boca con educación para ocultar un bostezo. Medgard los había convocado para que actuasen como jueces pues contaba con su neutralidad en una disputa que en principio no les atenía. Como Señor Supremo del Tridente no los necesitaba para emitir una sentencia firme, pero el viejo Lothar Blackwood no olvidaba que estaba casado con una Bracken y consideraba que no podía juzgar de manera ecuánime su denuncia. Con este gesto esperaba acallar sus protestas y no dejar lugar a dudas de que se había aplicado de manera justa la ley.

¿Tenéis algo más añadir? ―preguntó Medgard con voz serena al último testigo. Era un anciano labriego del Árbol de la Moneda que aseguraba haber visto a jinetes armados cerca del área donde había fallecido el joven Artys Blackwood―. ¿Estáis seguro de que no recordáis nada más, ningún detalle distintivo que pudiera identificar a estos posibles sospechosos?

Me temo que no, señor ―respondió el testigo con voz queda. Lord Walder bufó, despectivo, pero se abstuvo de hacer comentarios―. Estos viejos ojos ya no ven como antaño.

Muy bien, buen hombre. Podéis retiraros ―comentó Medgard al tiempo que hacía un gesto con la mano. Aprovechó para levantarse del trono―. Haremos un receso. Que hagan sonar las campanas en una hora para proseguir escuchando los relatos de los testigos.

Un murmullo comenzó a llenar la sala, y Medgard bajó los tres escalones que le separaban del suelo con paso ligero. Examinó con un rápido vistazo el salón de audiencias de Aguasdulces, que estaba abarrotado hasta los topes, y no pudo evitar volver a fruncir el ceño. Había enviado cuervos a Los Gemelos y Harrenhal, sí, pero contaba con la discreción de los señores para no convertir el juicio en un espectáculo lleno de curiosos indeseados. Era evidente que estaba equivocado, y allí se habían personado dos de los Vance, uno de los Smallwood y Lady Piper; con motivos más dudosos para ocultar el verdadero motivo de su visita. Medgard no tuvo más remedio que acogerlos, pues habría resultado indecoroso no hacerlo. Quienfuera que hubiera corrido la voz, había sido bastante hábil.

En el sector de los Blackwood, Lord Blackwood lucía un porte serio. Sus miradas se encontraron un momento, y Medgard sintió por un momento la furia silenciosa que emanaba de sus ojos. Como un ave de mal agüero, vestía de negro de los pies a la cabeza, y la única concesión en adornos que había hecho había sido el broche con el que se abrochaba su capa, de brillante plata de primera calidad y en forma de cuervo. A su alrededor se arremolinaban sus familiares y caballeros más notables. En la bancada de los Bracken, el acusado escuchaba algo que su heredero le comentaba al oído. Lord Beren lucía un porte sereno, pero no podía decirse lo mismo de sus hijas gemelas, que no podían ocultar su genuina preocupación. Lady Barbara Tully se encontraba entre ellas, rodeándolas con sus brazos y ofreciéndoles consuelo como solo una hermana mayor podía hacerlo. Lord Medgard miró a su mujer y esta le hizo un asentimiento casi imperceptible. El señor de Aguasdulces se dirigió con grandes zancadas hacia la salida principal de la sala de audiencias. Frente a sus puertas montaba guardia Ser Arthur Dreikenhof, el maestro de armas del castillo, que lo saludó con una leve inclinación de cabeza.

Dura jornada está siendo la de hoy, ¿verdad, mi señor?

Pues sí ―comentó Lord Medgard con una ligera sonrisa―. Menos mal que nos acercamos al final. Sólo quedan dos testigos más de Blackwood y la última defensa de Lord Bracken, tras lo cual, votaremos.

Ya veo. Espero que todo vaya como habéis planeado.

Debería… En fin, voy a retirarme a mis aposentos a descansar un poco. Asegúrate de que nadie salvo mi señora me molesta, ¿de acuerdo?

Dicho y hecho, sire.

Cuando Lord Tully hubo alcanzado sus aposentos, tomó asiento en un cómodo sillón revestido de lujosas telas. No tuvo que esperar mucho a su señora. Lady Barbara Tully nunca había sido una mujer especialmente atractiva, había heredado el espeso cabello oscuro y las facciones duras de su padre, aunque contaba con un generoso busto y unas buenas caderas. Eso le gustaba a Medgard. Aquel día la señora había decidido lucir los colores de su Casa, y vestía un vestido de color carmesí con adornos dorados. El matrimonio nunca había estado enamorado, pero a lo largo de los años había surgido entre ellos cariño, confianza y complicidad.

¿Está tu padre más tranquilo?

Ahora sí, pero va a ratos. En cualquier caso sigue quejándose de que no debería estar sentado en un banquillo, siendo juzgado de un crimen que él no ha cometido.

Su mujer, como siempre, fue al grano. Había heredado también el carácter y temperamento de su padre.

¿Cuántos testimonios vacíos más necesitas que el Viejo Cuervo te presente para darte cuenta de que todo esto es una farsa?

Ninguno. Ya sabía que Lord Blackwood era incapaz de probar la culpabilidad de tu padre. Y según las leyes que dictó el Viejo Rey para todo el reino, en este caso rige el in dubio pro reo. Su absolución, pues, me parece evidente.

Entonces, ¿por qué? ―inquirió su mujer, implacable―. ¿Para qué perder el tiempo con este juicio que se te puede ir de las manos?

Porque Blackwood no aceptará la absolución de tu padre de buen grado, en caso de darse. Pero estando medio Tridente como testigo tendrá que cuidarse mucho de lo que hace.

¿Y qué importa cómo reaccione? Es tu vasallo, y tiene la obligación de respetar tu juicio. No hacerlo es quebrar la ley, y estaríamos en todo derecho de emplear la fuerza para someterlo. El Árbol de los Cuervos es una fortaleza poderosa, ¿pero qué puede hacer contra todo el poderío de Aguasdulces y Seto de Piedra?

Ojalá fuera todo tan sencillo, cariño ―Lord Tully suspiró―. La hija de Lord Lothar es la reina de Poniente. Susurrará a los oídos del rey lo que Lord Lothar desee. Y lo mejor para todos será tener a la Corona fuera de todo esto, o sin capacidad ninguna de actuación. Ya han intervenido en el Oeste y las cosas ahí sólo han ido a peor.

La ley es la ley. Incluso los reyes tienen que inclinarse ante ella, pues así se le otorga la legitimidad que le corresponde. Nada puede hacer el rey en este caso.

Lord Medgard frunció el ceño y no comentó nada. En principio el rey no debería poder recurrir la sentencia, tal y como se estaba desarrollando el juicio, pero el historial de la Casa Targaryen no invitaba precisamente a la calma. El silencio no pasó desapercibido para su mujer, pero ella optó por no dar más vueltas sobre esa cuestión.

¿Qué hay de los jueces? ¿Has hablado con ellos? ¿Qué opinan de todo esto?

No sé que pensar de Lord Walder ―Medgard cabeceó, dubitativo―. Es alguien muy ducho en el arte de hablar mucho sin decir nada. Pero Lord Whent es un hombre honorable. Juzgará bien, ya lo verás ―estrechó una mano de su mujer entre sus dedos―. Esto acabará pronto.

Hasta que no emitáis el veredicto definitivo no podré respirar tranquila ―replicó Barbara, que distaba de contar con la seguridad de su marido―. Ojalá estés en lo cierto.

«Quieran los dioses que sea así», pensó Medgard con amargura. Tenía la extraña sensación de que fuera cual fuera el resultado, nada bueno podía salir de aquello.

Ha sido cosa de ese mil veces maldito Blackwood ―escupió el nuevo señor de Seto de Piedra ciego de ira―. Mi señor, dadme permiso para pagarle con su misma moneda. Ha quebrado la paz del rey y debe pagar cara su traición.

Aún no ―Medgard negó con la cabeza. Aún no terminaba de creer que hubieran matado al señor de Seto de Piedra a menos de cinco leguas de su castillo. «Solo un demente se atrevería a tanto, Alguien que piensa que nadie ni nada puede tocarle»―. Necesitamos cerciorarnos bien antes de tomar cualquier decisión.

¿Qué más pruebas necesitáis? ―Lord Jonos Bracken puso los ojos en blanco― ¿Que os mande una nota confesando su culpabilidad? El Viejo Cuervo no aceptó vuestro justicia y ha decidido tomársela por su mano, eso ha pasado. Hasta un ciego lo vería claro.

El viejo maestro de armas de Aguasdulces no pudo evitar intervenir ante el tono con el que hablaba el joven iracundo. Su voz restalló como un látigo en los pequeñas estancias privadas de Lord Tully.

Estáis ante vuestro señor feudal, Lord Bracken. Sería mejor que reservaseis vuestros sarcasmos para la sobremesa y os limitaseis a relatar lo ocurrido.

Haya paz ―cortó con serenidad Medgard antes de que Bracken pudiera responder―. Estoy seguro de que Lord Jonos no pretendía ser impertinente.

Bracken los miró furibundos, pero aún no se daba por vencido. Se dirigió a uno de los supervivientes de la comitiva de su padre, un caballero de mediana edad que era el capitán de la guardia de la casa, que se alzaba alto y sereno a la izquierda del joven señor de Seto de Piedra

Decídselo otra vez, ser Bendeth, por favor.

Es cierto que los atacantes no llevaban ningún elemento que los identificase como leales a Blackwood, sire, pero iban muy bien armados y llevaban caballos de guerra. Además, ignoraron por completo a la comitiva de Lord Frey. Unos simples bandidos no habrían hecho distinción. Solo Lord Blackwood tenía gran interés en matar a nuestro señor ―ante el repentino silencio que se hizo tras su testimonio, se apresuró en añadir―. Os lo juro por los Siete, sire. Mi testimonio es sincero.