El Torneo de los Desagravios

280 AC - El germen familiar

Sobre el castillo de proa, Rhaegar Targaryen observaba los blancos y níveos tejados de Desembarco del Rey mientras las primeras luces del día los iluminaban. Había comenzado el invierno a principios de aquel año y las nieves comenzaban a hacer acto de presencia en amplias zonas del sur. Los días cortos y el frío ahogaban buena parte de la actividad del reino, pero no era aquello lo que perturbaba la mente del príncipe. Tras varios meses de ausencia, volvía al que había sido su hogar durante largo tiempo. Ignoraba como iba a ser su recibimiento, pero no esperaba que fuera a ser cálido. Si hacía caso a su fiel confidente en la corte, Myles Mooton, la enfermedad de su padre no había hecho más que empeorar. Su comportamiento era cada vez más errático y caprichoso y sus principales consejeros, lejos de poner coto a su desvarío, lo incentivaban: sabían que el rey era muy generoso con quienes le complacían. Los informes de ser Myles no eran tan concisos ni tan periódicos como Rhaegar hubiera deseado, pero el caballero se había excusado en sus mensajes, echando la culpa a Lord Varys, el Consejero de Rumores. Decía que en aquellos momentos contaba con el máximo favor del rey Aerys y que había puesto a su disposición grandes sumas de oro, con la que había tejido una extensísima red de espías e informadores que tenían ojos y oídos en casi cualquier rincón de la ciudad. Ser Myles estaba convencido de que vigilaban casi todos sus movimientos.

La situación era muy comprometida. Había decidido hacía largo tiempo apartar del trono a su padre, procurando seguir una transición de poder pacífica. Rhaegar sabía de sobra que el rey no confiaba en él, y que en cuanto pusiera pie en Desembarco, ordenaría a sus hombres que lo vigilasen sin descanso. ¿Cómo podía hacer partícipe de sus planes a la nobleza si era prácticamente imposible que estos no llegasen a oídos del rey? Desde el nacimiento de su hermano Viserys, a su padre no le temblaría la mano a la hora de repudiar a su heredero, teniendo otra elección a su alcance. Cualquier paso en falso llevaría al príncipe Rhaegar en el mejor de los casos a la desgracia y en el peor al cadalso. Seguía sumergido en sus pensamientos, tratando de vislumbrar como deshacer aquel nudo, cuando una cálida y conocida voz le sorprendió a su lado.

— Hoy has madrugado mucho.

Lady Elia Martell vestía con un abrigo de piel de zorro y unos sencillos guantes de cuero para resguardarse de la fría brisa marina. Su mirada transmitía una serenidad que él estaba lejos de sentir.

— Veo que no he sido el único —Rhaegar le dedicó una sonrisa—. ¿Y Rhaenys?

— Sigue dormida. Parece que se ha acostumbrado ya al vaivén del barco.

Los dos habían tenido sus dudas al embarcar a su hija de apenas cuatro meses en aquel viaje, pero el maestre Pellinore les había asegurado que, con los cuidados necesarios, Rhaenys era lo suficientemente robusta como para poder realizarlo sin dificultad. En cualquier caso, el mismo Pellinore había embarcado con ellos, junto con una gran cantidad de pócimas y medicinas en caso de necesitarlas. Afortunadamente, no habían sido necesarios; pero nada podía hacerse para remediar los continuos llantos de la pequeña, desacostumbrada los primeros días a la rutina naval.

— Te veo muy pensativo —observó la princesa al tiempo que rodeaba su cintura con uno de sus brazos y miraba el rostro de su esposo—. Estás dándole vueltas a como nos recibirá tu padre, ¿verdad?

— Lo sabes muy bien.

— No deberías de preocuparte de asuntos que no dependen de ti. Fuera quien fuese tu padre, murió hace mucho. En su cabeza solo quedan los demonios de la locura, y solo los Siete saben que le susurran a su oído.

— Disparates y sinsentidos —se lamentó Rhaegar con amargura—. Un día decidirá que es buena idea quemar a un señor que le ha alzado la voz por ver en ello indicios de traición.

Elia no supo que responder. Desconocía los límites a los que podía llegar la paranoia y el celo de un enfermo.

— Hasta ahora tu padre ha respetado la ley, o sus consejeros han conseguido evitar que hiciera una flagrante violación de esta —argumentó la princesa—. Dudo que llegue a estos extremos.

— Ya has leído las cartas de ser Myles. Su enfermedad va al mismo ritmo que sus extravagancias, y no hace más que empeorar —Rhaegar cabeceó, dubitativo—. Tarde o temprano será incontrolable.

— Entonces debes tomar cartas en el asunto —le respondió su mujer con energía—. Sólo tú tienes el poder y la influencia necesaria para aglutinar a buena parte del reino en busca de una solución. Puede que tu padre desconfíe de ti, pero sigues siendo su hijo. No te deshonrará si no tiene un buen motivo, a diferencia del resto. O tú o nadie. Nadie va a tomar la iniciativa en una situación tan delicada.

— Es peligroso. Si sale mal, te pondría en peligro a ti y a Rhaenys. Podría haber guerra.

— No podrás aplazarlo eternamente. Lo que está claro es que si no actúas los acontecimientos se precipitarán. Piensa en las vidas que puedes salvar evitando una guerra civil, y sopesa si el riesgo merece la pena.

Rhaegar no dijo nada y volvió a dirigir su vista hacia el horizonte, sopesando las palabras que acababa de escuchar. Eran, sin duda, un sabio consejo. Tras unos instantes de silencio, Elia comprendió que el príncipe necesitaba soledad para poner en orden su atribulada cabeza.

— Voy a vigilar a la niña. Nos vemos para el desayuno.

El príncipe asintió y se despidieron con un fugaz beso. En menos de una hora, para bien o para mal, estarían en Desembarco del Rey.

Cuando corrió la noticia de que el príncipe Rhaegar Targaryen había puesto pie en tierra, una multitud enfervorecida salió a las calles para recibirlo. Entre aplausos y vítores, la comitiva del príncipe se abrió paso hasta la Fortaleza Roja. El príncipe Rhaegar era, con mucha diferencia, el Targaryen más apreciado por el pueblo. Cuando llegó al portón de la fortaleza, se encontró con una nutrida comitiva de bienvenida, con Ser Gerold Hightower a la cabeza. Le acompañaban dos de sus hermanos juramentados, Ser Arthur Dayne y Ser Jon Darry, medio centenar de espadas juramentadas de la Casa Targaryen y varias personalidades insignes de la corte, entre las que pudo vislumbrar a Myles Mooton. Ser Gerold le saludó con suma cortesía y ceremonia y le indicó que su padre deseaba ver a los príncipes en sus aposentos privados. Rhaegar asintió y no puso ninguna objeción. Apenas tuvo tiempo para saludar a sus amigos y conocidos, aunque se dijo a sí mismo que ya lo haría después, con mucha más calma. Había mucho de lo que hablar.

Ser Gerold guió a los recién llegados a través de numerosos patios, escaleras y pasillos que componían la Fortaleza Roja. Para muchos resultaban laberínticos y desconcertantes, pero para Rhaegar, que había vivido durante años allí, le resultaban totalmente naturales. Elia no había terminado de acostumbrarse, y muchas veces tenía problemas para tomar la ruta más corta a la hora de moverse por el castillo. Los tres capas blancas que les habían recibido los habían escoltado durante todo el camino, pero sólo el Lord Comandante permaneció a su lado cuando este abrió las pesadas puertas que conducían a las estancias privadas del monarca.

— Bienvenidos a casa, hijos míos —empezó la reina Rhaella, gentil—. Me alegro mucho de volver a veros.

— Ya era hora de que volvieras —gruñó el rey—. Aunque me pregunto qué te habrá hecho volver tan precipitadamente.

— Como ya te comenté, vengo a presentarte a tu nieta.

— Ya.

«Una patética excusa», parecía gritarle con la mirada su padre. Lo examinaba como si fuera una serpiente parlante, receloso y guardando las distancias. Su lacónica y cortante respuesta lo inquietaron de sobremanera. ¿Con qué rumores sin fundamento le habrían estado envenenando los oídos? «Habrá sido ese canalla de Lucerys Velaryon», zanjó el príncipe. A pesar de ser su vasallo más poderoso, Velaryon se contaba como el más vehemente defensor del Rey Loco. Haría cualquier cosa con tal de obtener riquezas con la que recuperar la antigua gloria de su Casa.

— ¡Pero mirad que ricura de niña! — exclamó Rhaella, intentando rebajar la tensión en el ambiente— ¡Y qué sana parece! ¿Qué nombre le habéis puesto?

— Se llama Rhaenys — respondió la princesa Elia con una sonrisa que no podía disimular su orgullo—. La hemos llamado así en honor a la hermana de Aegon.

— Ya veo. Seguro que los Siete tienen un futuro tan prometedor para ella como el de su antepasada. ¿Puedo tomarla en mis brazos?

— Claro, como no.

La princesa le entregó a su hija entre sonrisas y la reina tomó a la pequeña en sus brazos con cariño maternal. Una oleada de calor invadió el pecho de Rhaegar al ver sonreír a su madre con su cándida sonrisa después de tanto tiempo, pero tras contemplar a su padre su corazón se volvió a quedar frío. El rey contemplaba la escena con el rostro fruncido y sin ningún atisbo de alegría en sus duras facciones. Cuando la reina fue a darle el bebé, su esposo retrocedió asqueado, como si le sirvieran un plato lleno de podredumbre.

— Apesta a dorniense —sentenció Aerys sin compasión—. ¿Es así como pretendes conservar la sangre del dragón? ¿Echándola a perder de esta manera?

— ¡Aerys! — gritó la reina, escandalizada— ¡Es tu nieta!

— Por desgracia, no tengo pruebas para poder repudiarla —el rey entonces señaló a Elia con uno de sus huesudos dedos—. ¿No te habrás atrevido a ser infiel a mi hijo, verdad? Ningún bastardo ocupará el Trono de Hierro mientras yo viva.

Elia, rabiosa, fue a responder, pero Rhaegar la sujetó firmemente del brazo. Ella lo miró con sus furiosos ónices y terminó bajando su rostro, resignada. Una frase mal medida podría desatar la tormenta. Su esposa siempre se presentaba como una mujer tranquila, amable y gentil, pero la locura de su padre era capaz de sacar a una persona como ella de sus casillas.

— Pensaba que tendríamos un recibimiento más cálido, Padre —comentó el príncipe con una gélida calma—, pero por lo visto, me equivoqué. Será lo mejor para todos que volvamos a Rocadragón.

— ¿Cuando vas a ocupar el lugar que te corresponde para cumplir con tus obligaciones de príncipe? — inquirió el rey—. Me han informado de que unos bandidos han comenzado a saquear con impunidad el Bosque Real. Tal es su osadía que incluso han secuestrado a uno de las hijas de Lord Fell. ¿Crees que serías capaz de traerme sus cabezas?

— Tienes a tu servicio a muchos veteranos que combatieron contra Maelys Fuegoscuro, seguro que pueden cumplir ese cometido mejor que yo. Además, Rocadragón será sin duda un lugar más acogedor para los primeros años de Rhaenys. No creo que el incesante bullicio de la capital sea lo que más convenga a un recién nacido.

La dura realidad era que su presencia no serviría más que para causar problemas.

— El lugar más seguro para ella es la Fortaleza Roja —negó Aerys—. Aquí nadie se atreverá a ponerle las manos encima.

«Cuantas ganas tienes de no perdernos de vista, ¿eh, padre?». Durante sus meses de ausencia, su celo no había hecho más que aumentar. Veía enemigos por todas las esquinas, y seguía sin salir del castillo.

— No creo que nadie tenga intención alguna de hacerle daño a un bebé. Pero en caso de que fuera así, tenemos suficientes hombres que velan por nuestra seguridad.

— Varys no opina igual. Si ocurre algo, tus espadas no te servirán de nada. Vete, vete. Marcha a esconderte a tu árida roca. Puede que no seas el dragón que necesito.

— Es una niña muy hermosa —le comentó Rhaella en un susurro, al tiempo que le entregaba el bebé con suma delicadeza. Después, la reina se dirigió a su hijo—. Me alegro mucho de verte. Ojalá pudieras quedarte más tiempo, pero entiendo tus motivos para partir.

Cuando abandonaron los aposentos del rey, Elia dio rienda suelta a su enfado.

— Cómo se atreve ese… ese cerd… —la princesa se contuvo, pues a fin de cuentas, estaba hablando del padre de su esposo— ¡a hablarme así a la cara! Nunca en la vida me habían avergonzado de esa manera…

— Elia, ¡Cálmate! —le advirtió Rhaegar—. Esto no es Rocadragón, aquí todas las esquinas escuchan… no podemos hablar aquí…

— ¡Pues que escuchen! —le cortó su mujer furiosamente, con sus ojos ardiendo como carbones—. ¿Acaso ya es traición estar enfadada por la conducta de tu impresentable padre? — el príncipe Rhaegar tomó a su esposa entre sus brazos y le miró a los ojos. Ella le mantuvo la mirada unos instantes hasta que terminó bajando la cabeza, derrotada. Después, inspiró varias veces aire, buscando la calma que parecía haberle abandonado. Cuando volvió a hablar, su voz era a apenas un susurro—. Lo siento. Es sólo que…

— Lo sé —le interrumpió Rhaegar—. No tienes por qué disculparte. Este viaje no fue una buena idea —se lamentó el príncipe—. En el fondo sabía como iba a reaccionar, pero me negué a aceptar la realidad. Todo esto ha sido culpa mía. Será mejor que nos preparemos para marchar…

— No. No, no puedes marcharte. Por una vez, en algo tiene razón —la princesa habló con tanta decisión que dejó al príncipe sin palabras—. Debes quedarte aquí y velar por los intereses de tu Casa. Alguien tiene que poner coto a las apetencias de tu padre. Además, tienes que cumplir con tus obligaciones como príncipe.

Ambos se miraron intensamente durante varios eternos segundos, pues no tenían necesidad de palabras. No volvieron a hablar hasta que llegaron a la seguridad de sus habitaciones, y a la tarde, Rhaegar fue a pedir disculpas a su padre, anunciándole su cambio de parecer. Afirmó que se quedaba en la capital, y que estaba a su entera disposición para lo que desease. Su padre parecía complacido, pero pronto se desquitó relegando al Príncipe a un segundo plano, sin confiarle ninguna empresa o asunto importante. Así era como castigaba a su hijo por haber osado llevarle la contraria. En aquellos días ociosos, no dejaba de resonar en la mente de Rhaegar una frase, tal vez una acusación, o una plegaria, según se viera, unas veces con las voz de su amada, otras, con la su padre; las que más, con el tono inhumano y entremezclado de ambos. Aquella voz le recordaba todos los días, inmisericorde, una dura verdad que estaba había estado presente desde los primeros brotes de locura del rey. «Tienes que cumplir con tus obligaciones como Príncipe»

By César

Finales del 280 AC - Hermanos de sangre y palabra

El caballero había cabalgado durante toda la noche y ahora la claridad podía distinguirse sobre la ladera que se alzaba a la derecha de aquel camino que había sido su hogar durante sus largos años de joven escudero. Solo se podría haber distinguido el blanco de su capa si este hubiese refrenado el trote de su caballo. El barro salpicaba por igual grupa y vestiduras a cada paso de la bestia, el camino estaba hecho un barrizal. Aquello era común, un invierno corto e intenso que desaparecía rápidamente ante una primavera que se preveía calurosa. El deshielo, las lluvias y el aumento de la temperatura creaban una atmósfera pantanosa en prácticamente todas las tierras de los Ríos. Aún así, el final del invierno todavía era más que patente y la mezcla de humedad y frío matinal atenazaban las manos del jinete. No, no es eso, realmente vamos a hacerlo. Los pensamientos se agolpaban en su mente, apropiándose su cuerpo de una extraña excitación, siempre había tenido problemas para mantener un equilibrio entre su propia diligencia y los sentimientos impropios de un Guardia Real. Siempre que su razón le llevaba por aquellos derroteros Oswell no podía más que sonreír y alegrarse por su agitada suerte, lo que más odiaba era custodiar día y noche a un rey incapaz al que nadie osaría atacar frontalmente. El torneo le daría una excelente oportunidad para desoxidarse.

Las imponentes torres de la fortaleza familiar se alzaron ante el aún cuando el camino distaba considerablemente de una de las grandes puertas al sur de la muralla exterior. Al llegar, uno de sus viejos compañeros de armas estaba de guardia.

-Maldita vieja, te veo muy desmejorado, seguro que ahora tienes que forzar hasta las rameras para que te hagan caso - los gritos y la risa hinchaban el pecho del caballero al tiempo que descabalgaba-.

-Y vos, joven señor, seguís hablando como un campesino, pensaba que los dragoncillos habrían hecho de ti un hombre, joder - tras una reverencia burlona estrechó entre sus brazos a su amigo, hoy Guardia Real -. Maldita sea, eres más grande de lo que recordaba, sígueme tu hermano estaba esperando ansioso tu llegada.

Lord Walter jugaba a los dados en el salón con alguno de sus cortesanos, todo el mundo sabía que Lady Shella gobernaba con efectividad las tierras de los Whent, el hermano de Oswell no había nacido para gobernar, pero aún así la caza, el juego y las charlas con otros nobles eran sus puntos fuertes, así que era un verdadero señor ponientí a ojos de los ribereños. Derribó su silla cuando por el rabillo del ojo alcanzó a distinguir su figura dirigiéndose a la mesa de juego.

-¿Y bien? - la mirada adulta de Lord Walter bien podía confundirse con la de un niño que esperase su regalo del día del nombre.

-Dudó durante días, pero en la ciudad es imposible, el rey jamás permitirá a Rhaegar ocupar su lugar como Príncipe. Acabó considerando tu propuesta y aceptó, será el mayor torneo hasta la fecha. Preferiría follarme a la Madre que estar cerca de Aerys si supiese lo que hemos hecho.

281 AC - De amigos a caballeros

Pocos podían decir que hubieran visto a Tywin Lannister perder el control, principalmente porque casi nunca lo perdía; era poco dado a los arrebatos de ira y era más que capaz de mantener bajo control sus sentimientos pero aquella tarde tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no estallar.

Eres mi siervo más capaz, Tywin, pero un hombre no casa a su heredero con la hija de su siervo.”

El Señor de la Roca conocía de sobra cuál era su posición y por muy alto que estuviera siempre sería siervo de un Rey; pero Aerys lo había humillado con aquellas palabras y conocía suficientemente bien a su monarca como para adivinar qué había tras aquel gesto. Sí, Tywin era plenamente consciente de que su antiguo amigo no era sino una sombra de lo que fue; Aerys se había ido volviendo inestable con el paso del tiempo y estos últimos años estaban siendo especialmente complicados.

Tywin apretó los dientes.

A su memoria llegaron los recuerdos de su querida Joanna, la que había la luz de su vida, y con ellos también acudieron raudos sentimientos. Y, por mucho que quisiera evitarlo, no todos eran buenos. Todo lo bueno que había en Tywin estaba ligado a Joanna y por eso se odiaba a sí mismo por manchar esos sentimientos por culpa de Aerys; el rey deseó a Joanna y hubo veces en que no se guardó de esconderlo. Incluso una vez el propio Ser Barristan tuvo que intervenir para que el Lannister no tomara represalias, calmando a un fuera de sí Tywin.

Con la muerte de Joanna ya todo era cosa del pasado, la Mano del Rey sólo quería atesorar aquellos buenos recuerdos de su esposa y ni Aerys ni Tyrion debían empozoñarlos.

Eres mi siervo más capaz, Tywin, pero un hombre no casa a su heredero con la hija de su siervo.”

Pero aquellas palabras quemaban como el fuego de un dragón. Tywin no era su padre, a él no se le podía humillar y ningunear - los Reyne y los Tarbeck eran recordatorios de ello – y Aerys lo estaba haciendo desde hacía años. Puede que su rey fuera presa de los celos y por ello actuara así, o incluso que fuera lo que algunos habían llamado la “locura Targaryen” pero el resultado era el mismo: Tywin sufría desmanes de su amigo.

Quizás sólo pudiera servir mejor a su rey dejando el puesto de Mano para alguien con quien el rey no tuviera lazos fuertes, alguien sin ambición ni carácter, pero de hacerlo bien podría estar entregando el puesto de Mano a quien no lo mereciera y dejara a Aerys indefenso ante sus enemigos, existieran o no.

Tywin meditaba sobre si volver a la Roca y dedicarse a gobernar sus tierras para ser un mejor siervo.

Siervo.

Eres mi siervo más capaz, Tywin, pero un hombre no casa a su heredero con la hija de su siervo.”

El Señor de los Lannister golpeó la mesa con su puño.


Jaime bromeaba con Merret Frey acerca de quién de los dos sería nombrado antes caballero por Lord Sumner si bien era justo decir que Merret fanfarroneaba sobre que él sería nombrado caballero antes que Jaime y este aguantaba las pullas con estoicidad y una sonrisa autosuficiente que el Frey interpretaba como de diversión; Jaime no soportaba a Merret: era un estúpido que abusaba de su físico para imponerse a otros escuderos y, aunque a él lo dejaba en paz porque no era tan imbécil como para molestar al heredero de Roca Casterly, lo que hacía era intentar hacerlo su cómplice que era peor aún si cabía.

Por fortuna la conversación fue cortada de raíz cuando Ser Arthur Dayne se acercó cabalgando hacia el lugar dónde Lord Sumner y otros caballeros, algunos de renombre como Ser Barristan Selmy, esperaban noticias; la Espada del Amanecer no decepcionó y anunció que tenían la localización del campamento de la Hermandad del Bosque Real, aquellos a los que habían estado persiguiendo durante los últimos meses. Finalmente Ser Arthur había logrado ganarse la confianza de los aldeanos por encima de lo que lo hacían los bandidos. La caza entraba en su tramo final.

Los hombres del Rey se pusieron en camino, Jaime y Merret se dispusieron a preparar todo para que Lord Sumnet esuviera preparado: le colocaron bien la armadura, ajusaron las correas de su silla de montar, le acercaron su escudo, espada, lanza y maza, así como le pusieron el yelmo y aseguraron que su capa no se le enredaba. Cuando el Señor de Refugio Quebrado dio el visto bueno, los dos escuderos pudieron preparse ellos, tomando unas hachuelas puesto que aún no tenían espadas ya que su verdadero papel era asegurarse de que al caballero al que servían no le faltase de nada y asistirlo cuando lo requiriera. Poco más se esperaba de ellos.

Los caballeros comenzaron a trotar internándose en el Bosque Real y los escuderos que los acompañaban los seguían a la carrera como bien podían; no era una galopada así que seguir el ritmo no era tarea difícil si bien Merret se iba quedando atrás irremisiblemente debido a su sobrepeso y torpeza natural. Jaime no lo lamentó ni por un segundo y siguió corriendo tras Lord Sumner Crakehall.

Una vez que los árboles del bosque eran los suficientes como para que fuera fácil una emboscada, Ser Arthur Dayne dio la señal para formar y avanzar con precaución; Ser Barristan iba a su lado, así como Lord Sumner y par de caballeros de renombre, seguidos de al menos medio centenar de soldados del rey así como varios escuderos entre los cuales estaban Jaime y Merret quien ya se había unido al grupo resollando.

Media hora después aproximadamente se dio la voz de alarma. Los bandidos habían sido sorprendidos en parte y el caos se adueñó del bosque; silbaban las saetas, entrechocaban los aceros y se escucharon los primeros ayes. Jaime corrían tras Lord Somner y pronto se dio cuenta de que Merret no estaba a su lado, algo a lo que tampoco dio importancia creyendo que el Frey se habría quedado atrás.

El Crakehall salió al galope tras varios bandidos a los que derribó con cierta facilidad, Jaime iba rematando a quienes intentaban levantarse tal y como su señor le había enseñado; el joven Lannister respiraba con fuerza: aquello no era una práctica ni tan siquiera un Torneo, en ese momento se jugaba su vida y la de el caballero al que servía.

A su alrededor los hombres iban y venían enzarzados en luchas a vida o muerte, los soldados del rey caían y mataban tal y como hacían los bandidos y no se esperaba clemencia ya que los bandidos sabían que luchaban por su vida que no por su libertad pues solo la horca les esperaba si eran capturados.

Jaime se sobresaltó cuando escuchó un grito por parte de Lord Sumner. Mientras se movía esquivando a los demás combatientes, Jaime perdió de vista el caballo de su señor y cuando lo divisó vio que este había desmontado y se medía a un hombretón con una maza enorme. Los dos guerreros intercambiaban golpes vagos ya que Lord Sumner sabía que aquella maza podía romperle el brazo incluso parándola con el escudo mientras que su adversario, a pesar de la cota de malla, no quería probar el filo de la afilada espada del Crackehall.

Jaime seguía el combate de cerca, no podía intervenir ya que posiblemente fuera más una molestia para Sumner que una ayuda al tener que ocuparse de protegerlo; a su alrededor vio como Ser Barristan Selmy medía su acero contra el que sólo podía ser Simon Toyne, el infame líder de la Hermandad. También pudo ver como un hombre de aspecto pertubardor que sonreía se acercaba peligrosamente a un Arthur Dayne que luchaba contra dos bandidos.

Sin pensarlo, Jaime corrió tomando una espada caída y gritó hacia el Caballero Sonriente quien maldijo por lo bajo y se encaró contra el escudero que corría hacia él; confiado, quiso acabar con Jaime en un solo golpe pero resultó ser más difícil de lo que creyó y el Lannister desvió el tajo con facilidad. Durante unos instantes Jaime y el Caballero Sonriente cruzaron aceros pero la superioridad del bandido era patente; no importó porque pronto Ser Arthur Dayne acudió una vez se había deshecho de sus oponentes y atrajo la atención del peligroso bandido, quien antes de encararse con la Espada del Amanecer dedicó una turbadora sonrisa a Jaime.

El Lannister corrió de nuevo hacia su señor cuando escuchó un golpe demoledor y al centrar su vista en Ser Sumner vio angustiado como su señor había sido derribado, con el escudo roto y sin espada; Ben Barrigas, pues sólo podía ser él, estaba recuperando el equilibrio y sangraba por un corte pero sin duda que podría estar preparado antes que su señor. Mientras Jaime reaccionaba, pudo ver como Ben levantaba la maza por encima de su cabeza dispuesto a aplastar a Lord Crakehall, pero la velocidad y reflejos del escudero le valieron para recoger una espada del suelo y cargar hacia el bandido quien fue desequilibrado justo antes de que pudiera descargar su mortal golpe.

Ben Barrigas maldijo con furia y se encaró a su molesto oponente; Lord Sumner, aún conmocionado, advirtió a Jaime que se marchara temiendo por su vida pero el este tenía la resolución de un joven temerario y sin dar tregua se lanzó hacia delante pillando por sopresa a Ben. La rapidez de Jaime pusieron en un serio aprieto al bandido que si bien podía desviar los tajos de la espada no era capaz de recomponerse y preparar un ataque; la hoja de Jaime silbaba y cortaba el aire, haciendo saltar chispas cada vez que tocaba de refilón la cota de Ben. El bandido amenazaba con palabras pero se había visto sobrepasado por la rapidez de Jaime y comenzaba a pasar aprietos hasta que vio su oportunidad. Jaime paró un par de segundos para tomar aire, se veía que la espada le pesaba y la bajó pesadamente; Ben Barrigas gritó con furia e hizo voltear su martillo para aplastar a Jaime pero todo fue una estratagema de este y cuando la maza descendía, saltó a un lado y lanzó un tajo sobre Ben Barrigas. Ninguno de los dos alcanzó su objetivo ya que el bandido soltó su arma y saltó hacia atrás para evitar el corte y por un momento Ben miró a Jaime sorprendido y antes de que un exultante Jaime pudiera hacer nada, dio media vuelta y salió corriendo.

Jaime quiso correr tras él pero la seguridad de su señor era más importante; se acercó donde Lord Sumner ya se levantaba con el brazo en mal estado y ayudó a levantarlo.

A su alrededor la escaramuza parecía terminar. Ser Barristan se erguía sobre el cadáver de Simon Toyne mientras que Ser Arthur Dayne se enfrentaba al Caballero Sonriente quien estaba desarmado; aún pudieron oír como la Espada del Amanecer dio la oportunidad a su oponente de tomar de nuevo su espada para seguir luchando y cuando este le contestó que quería a Albor, la respuesta de Ser Arthur fue clara y condenatoria: “ Entonces la tendréis, Ser “. El Caballero Sonriente tomó una espada, fue al encuentro del Dayne y fue la muerte lo que consiguió.

Los pocos bandidos que quedaban en pie depusieron armas o intentaron huir sin concierto alguno, siendo cazados los más lentos o heridos. Jaime había recompuesto a su señor y le había dado su espada mientras sostenía su escudo roto, Ser Barristan Selmy y Ser Arthur Dayne intercambiaron un par de comentarios y, pronto se dio cuenta Jaime, Merret seguía sin aparecer.

Más tarde, cuando se revisó el estado de la trifulca y la misión, Ser Arthur Dayne se acercó a Lord Sumner Crackehall flanqueado por Ser Barristan Selmy. Allí intercambiaron pareceres acerca de lo ocurrido y tras oír lo que había ocurrido, Ser Arthur miró a Jaime y le sonrió.

  • Te has ganado tus espuelas de caballero, Jaime.

Jaime no contestó pero su pecho se hinchó de orgullo al recibir tales palabras de la mismísima Espada del Amanecer. Cuando, momentos más tarde se arrodilló ante Ser Arthur Dayne con Ser Barristan Selmy y Lord Sumner Crakehall como testigos y fue armado caballero, supo que estaba viviendo momentos que nunca desaparecerían de su memoria.