280 AC - El germen familiar
Sobre el castillo de proa, Rhaegar Targaryen observaba los blancos y níveos tejados de Desembarco del Rey mientras las primeras luces del día los iluminaban. Había comenzado el invierno a principios de aquel año y las nieves comenzaban a hacer acto de presencia en amplias zonas del sur. Los días cortos y el frío ahogaban buena parte de la actividad del reino, pero no era aquello lo que perturbaba la mente del príncipe. Tras varios meses de ausencia, volvía al que había sido su hogar durante largo tiempo. Ignoraba como iba a ser su recibimiento, pero no esperaba que fuera a ser cálido. Si hacía caso a su fiel confidente en la corte, Myles Mooton, la enfermedad de su padre no había hecho más que empeorar. Su comportamiento era cada vez más errático y caprichoso y sus principales consejeros, lejos de poner coto a su desvarío, lo incentivaban: sabían que el rey era muy generoso con quienes le complacían. Los informes de ser Myles no eran tan concisos ni tan periódicos como Rhaegar hubiera deseado, pero el caballero se había excusado en sus mensajes, echando la culpa a Lord Varys, el Consejero de Rumores. Decía que en aquellos momentos contaba con el máximo favor del rey Aerys y que había puesto a su disposición grandes sumas de oro, con la que había tejido una extensísima red de espías e informadores que tenían ojos y oídos en casi cualquier rincón de la ciudad. Ser Myles estaba convencido de que vigilaban casi todos sus movimientos.
La situación era muy comprometida. Había decidido hacía largo tiempo apartar del trono a su padre, procurando seguir una transición de poder pacífica. Rhaegar sabía de sobra que el rey no confiaba en él, y que en cuanto pusiera pie en Desembarco, ordenaría a sus hombres que lo vigilasen sin descanso. ¿Cómo podía hacer partícipe de sus planes a la nobleza si era prácticamente imposible que estos no llegasen a oídos del rey? Desde el nacimiento de su hermano Viserys, a su padre no le temblaría la mano a la hora de repudiar a su heredero, teniendo otra elección a su alcance. Cualquier paso en falso llevaría al príncipe Rhaegar en el mejor de los casos a la desgracia y en el peor al cadalso. Seguía sumergido en sus pensamientos, tratando de vislumbrar como deshacer aquel nudo, cuando una cálida y conocida voz le sorprendió a su lado.
— Hoy has madrugado mucho.
Lady Elia Martell vestía con un abrigo de piel de zorro y unos sencillos guantes de cuero para resguardarse de la fría brisa marina. Su mirada transmitía una serenidad que él estaba lejos de sentir.
— Veo que no he sido el único —Rhaegar le dedicó una sonrisa—. ¿Y Rhaenys?
— Sigue dormida. Parece que se ha acostumbrado ya al vaivén del barco.
Los dos habían tenido sus dudas al embarcar a su hija de apenas cuatro meses en aquel viaje, pero el maestre Pellinore les había asegurado que, con los cuidados necesarios, Rhaenys era lo suficientemente robusta como para poder realizarlo sin dificultad. En cualquier caso, el mismo Pellinore había embarcado con ellos, junto con una gran cantidad de pócimas y medicinas en caso de necesitarlas. Afortunadamente, no habían sido necesarios; pero nada podía hacerse para remediar los continuos llantos de la pequeña, desacostumbrada los primeros días a la rutina naval.
— Te veo muy pensativo —observó la princesa al tiempo que rodeaba su cintura con uno de sus brazos y miraba el rostro de su esposo—. Estás dándole vueltas a como nos recibirá tu padre, ¿verdad?
— Lo sabes muy bien.
— No deberías de preocuparte de asuntos que no dependen de ti. Fuera quien fuese tu padre, murió hace mucho. En su cabeza solo quedan los demonios de la locura, y solo los Siete saben que le susurran a su oído.
— Disparates y sinsentidos —se lamentó Rhaegar con amargura—. Un día decidirá que es buena idea quemar a un señor que le ha alzado la voz por ver en ello indicios de traición.
Elia no supo que responder. Desconocía los límites a los que podía llegar la paranoia y el celo de un enfermo.
— Hasta ahora tu padre ha respetado la ley, o sus consejeros han conseguido evitar que hiciera una flagrante violación de esta —argumentó la princesa—. Dudo que llegue a estos extremos.
— Ya has leído las cartas de ser Myles. Su enfermedad va al mismo ritmo que sus extravagancias, y no hace más que empeorar —Rhaegar cabeceó, dubitativo—. Tarde o temprano será incontrolable.
— Entonces debes tomar cartas en el asunto —le respondió su mujer con energía—. Sólo tú tienes el poder y la influencia necesaria para aglutinar a buena parte del reino en busca de una solución. Puede que tu padre desconfíe de ti, pero sigues siendo su hijo. No te deshonrará si no tiene un buen motivo, a diferencia del resto. O tú o nadie. Nadie va a tomar la iniciativa en una situación tan delicada.
— Es peligroso. Si sale mal, te pondría en peligro a ti y a Rhaenys. Podría haber guerra.
— No podrás aplazarlo eternamente. Lo que está claro es que si no actúas los acontecimientos se precipitarán. Piensa en las vidas que puedes salvar evitando una guerra civil, y sopesa si el riesgo merece la pena.
Rhaegar no dijo nada y volvió a dirigir su vista hacia el horizonte, sopesando las palabras que acababa de escuchar. Eran, sin duda, un sabio consejo. Tras unos instantes de silencio, Elia comprendió que el príncipe necesitaba soledad para poner en orden su atribulada cabeza.
— Voy a vigilar a la niña. Nos vemos para el desayuno.
El príncipe asintió y se despidieron con un fugaz beso. En menos de una hora, para bien o para mal, estarían en Desembarco del Rey.
Cuando corrió la noticia de que el príncipe Rhaegar Targaryen había puesto pie en tierra, una multitud enfervorecida salió a las calles para recibirlo. Entre aplausos y vítores, la comitiva del príncipe se abrió paso hasta la Fortaleza Roja. El príncipe Rhaegar era, con mucha diferencia, el Targaryen más apreciado por el pueblo. Cuando llegó al portón de la fortaleza, se encontró con una nutrida comitiva de bienvenida, con Ser Gerold Hightower a la cabeza. Le acompañaban dos de sus hermanos juramentados, Ser Arthur Dayne y Ser Jon Darry, medio centenar de espadas juramentadas de la Casa Targaryen y varias personalidades insignes de la corte, entre las que pudo vislumbrar a Myles Mooton. Ser Gerold le saludó con suma cortesía y ceremonia y le indicó que su padre deseaba ver a los príncipes en sus aposentos privados. Rhaegar asintió y no puso ninguna objeción. Apenas tuvo tiempo para saludar a sus amigos y conocidos, aunque se dijo a sí mismo que ya lo haría después, con mucha más calma. Había mucho de lo que hablar.
Ser Gerold guió a los recién llegados a través de numerosos patios, escaleras y pasillos que componían la Fortaleza Roja. Para muchos resultaban laberínticos y desconcertantes, pero para Rhaegar, que había vivido durante años allí, le resultaban totalmente naturales. Elia no había terminado de acostumbrarse, y muchas veces tenía problemas para tomar la ruta más corta a la hora de moverse por el castillo. Los tres capas blancas que les habían recibido los habían escoltado durante todo el camino, pero sólo el Lord Comandante permaneció a su lado cuando este abrió las pesadas puertas que conducían a las estancias privadas del monarca.
— Bienvenidos a casa, hijos míos —empezó la reina Rhaella, gentil—. Me alegro mucho de volver a veros.
— Ya era hora de que volvieras —gruñó el rey—. Aunque me pregunto qué te habrá hecho volver tan precipitadamente.
— Como ya te comenté, vengo a presentarte a tu nieta.
— Ya.
«Una patética excusa», parecía gritarle con la mirada su padre. Lo examinaba como si fuera una serpiente parlante, receloso y guardando las distancias. Su lacónica y cortante respuesta lo inquietaron de sobremanera. ¿Con qué rumores sin fundamento le habrían estado envenenando los oídos? «Habrá sido ese canalla de Lucerys Velaryon», zanjó el príncipe. A pesar de ser su vasallo más poderoso, Velaryon se contaba como el más vehemente defensor del Rey Loco. Haría cualquier cosa con tal de obtener riquezas con la que recuperar la antigua gloria de su Casa.
— ¡Pero mirad que ricura de niña! — exclamó Rhaella, intentando rebajar la tensión en el ambiente— ¡Y qué sana parece! ¿Qué nombre le habéis puesto?
— Se llama Rhaenys — respondió la princesa Elia con una sonrisa que no podía disimular su orgullo—. La hemos llamado así en honor a la hermana de Aegon.
— Ya veo. Seguro que los Siete tienen un futuro tan prometedor para ella como el de su antepasada. ¿Puedo tomarla en mis brazos?
— Claro, como no.
La princesa le entregó a su hija entre sonrisas y la reina tomó a la pequeña en sus brazos con cariño maternal. Una oleada de calor invadió el pecho de Rhaegar al ver sonreír a su madre con su cándida sonrisa después de tanto tiempo, pero tras contemplar a su padre su corazón se volvió a quedar frío. El rey contemplaba la escena con el rostro fruncido y sin ningún atisbo de alegría en sus duras facciones. Cuando la reina fue a darle el bebé, su esposo retrocedió asqueado, como si le sirvieran un plato lleno de podredumbre.
— Apesta a dorniense —sentenció Aerys sin compasión—. ¿Es así como pretendes conservar la sangre del dragón? ¿Echándola a perder de esta manera?
— ¡Aerys! — gritó la reina, escandalizada— ¡Es tu nieta!
— Por desgracia, no tengo pruebas para poder repudiarla —el rey entonces señaló a Elia con uno de sus huesudos dedos—. ¿No te habrás atrevido a ser infiel a mi hijo, verdad? Ningún bastardo ocupará el Trono de Hierro mientras yo viva.
Elia, rabiosa, fue a responder, pero Rhaegar la sujetó firmemente del brazo. Ella lo miró con sus furiosos ónices y terminó bajando su rostro, resignada. Una frase mal medida podría desatar la tormenta. Su esposa siempre se presentaba como una mujer tranquila, amable y gentil, pero la locura de su padre era capaz de sacar a una persona como ella de sus casillas.
— Pensaba que tendríamos un recibimiento más cálido, Padre —comentó el príncipe con una gélida calma—, pero por lo visto, me equivoqué. Será lo mejor para todos que volvamos a Rocadragón.
— ¿Cuando vas a ocupar el lugar que te corresponde para cumplir con tus obligaciones de príncipe? — inquirió el rey—. Me han informado de que unos bandidos han comenzado a saquear con impunidad el Bosque Real. Tal es su osadía que incluso han secuestrado a uno de las hijas de Lord Fell. ¿Crees que serías capaz de traerme sus cabezas?
— Tienes a tu servicio a muchos veteranos que combatieron contra Maelys Fuegoscuro, seguro que pueden cumplir ese cometido mejor que yo. Además, Rocadragón será sin duda un lugar más acogedor para los primeros años de Rhaenys. No creo que el incesante bullicio de la capital sea lo que más convenga a un recién nacido.
La dura realidad era que su presencia no serviría más que para causar problemas.
— El lugar más seguro para ella es la Fortaleza Roja —negó Aerys—. Aquí nadie se atreverá a ponerle las manos encima.
«Cuantas ganas tienes de no perdernos de vista, ¿eh, padre?». Durante sus meses de ausencia, su celo no había hecho más que aumentar. Veía enemigos por todas las esquinas, y seguía sin salir del castillo.
— No creo que nadie tenga intención alguna de hacerle daño a un bebé. Pero en caso de que fuera así, tenemos suficientes hombres que velan por nuestra seguridad.
— Varys no opina igual. Si ocurre algo, tus espadas no te servirán de nada. Vete, vete. Marcha a esconderte a tu árida roca. Puede que no seas el dragón que necesito.
— Es una niña muy hermosa —le comentó Rhaella en un susurro, al tiempo que le entregaba el bebé con suma delicadeza. Después, la reina se dirigió a su hijo—. Me alegro mucho de verte. Ojalá pudieras quedarte más tiempo, pero entiendo tus motivos para partir.
Cuando abandonaron los aposentos del rey, Elia dio rienda suelta a su enfado.
— Cómo se atreve ese… ese cerd… —la princesa se contuvo, pues a fin de cuentas, estaba hablando del padre de su esposo— ¡a hablarme así a la cara! Nunca en la vida me habían avergonzado de esa manera…
— Elia, ¡Cálmate! —le advirtió Rhaegar—. Esto no es Rocadragón, aquí todas las esquinas escuchan… no podemos hablar aquí…
— ¡Pues que escuchen! —le cortó su mujer furiosamente, con sus ojos ardiendo como carbones—. ¿Acaso ya es traición estar enfadada por la conducta de tu impresentable padre? — el príncipe Rhaegar tomó a su esposa entre sus brazos y le miró a los ojos. Ella le mantuvo la mirada unos instantes hasta que terminó bajando la cabeza, derrotada. Después, inspiró varias veces aire, buscando la calma que parecía haberle abandonado. Cuando volvió a hablar, su voz era a apenas un susurro—. Lo siento. Es sólo que…
— Lo sé —le interrumpió Rhaegar—. No tienes por qué disculparte. Este viaje no fue una buena idea —se lamentó el príncipe—. En el fondo sabía como iba a reaccionar, pero me negué a aceptar la realidad. Todo esto ha sido culpa mía. Será mejor que nos preparemos para marchar…
— No. No, no puedes marcharte. Por una vez, en algo tiene razón —la princesa habló con tanta decisión que dejó al príncipe sin palabras—. Debes quedarte aquí y velar por los intereses de tu Casa. Alguien tiene que poner coto a las apetencias de tu padre. Además, tienes que cumplir con tus obligaciones como príncipe.
Ambos se miraron intensamente durante varios eternos segundos, pues no tenían necesidad de palabras. No volvieron a hablar hasta que llegaron a la seguridad de sus habitaciones, y a la tarde, Rhaegar fue a pedir disculpas a su padre, anunciándole su cambio de parecer. Afirmó que se quedaba en la capital, y que estaba a su entera disposición para lo que desease. Su padre parecía complacido, pero pronto se desquitó relegando al Príncipe a un segundo plano, sin confiarle ninguna empresa o asunto importante. Así era como castigaba a su hijo por haber osado llevarle la contraria. En aquellos días ociosos, no dejaba de resonar en la mente de Rhaegar una frase, tal vez una acusación, o una plegaria, según se viera, unas veces con las voz de su amada, otras, con la su padre; las que más, con el tono inhumano y entremezclado de ambos. Aquella voz le recordaba todos los días, inmisericorde, una dura verdad que estaba había estado presente desde los primeros brotes de locura del rey. «Tienes que cumplir con tus obligaciones como Príncipe»
By César