El pequeño khalasar de la reina dragón continuaba su penosa marcha a través de la infinita estepa. En el erial rojo había poco forraje, y el agua escaseaba aún más. Era una tierra marchita y desolada, de colinas bajas y llanuras yermas azotadas por los vientos. Los ríos que cruzaron estaban tan secos como los huesos de los muertos. Sus monturas subsistían a base de la escasa gramilla reseca que crecía al pie de las rocas y de los árboles muertos. Cuanto más se adentraban en el erial, más pequeñas se hacían las charcas y más distancia había entre ellas. Si en aquel desierto de piedra, arena y barro rojo sin caminos había dioses, eran dioses duros y secos, sordos a cualquier plegaria que suplicara lluvia.
Su doncella Doreah le había advertido. «Las tierras rojas son un lugar horrible y sombrío». Pero no tenían elección. Hacia el Oeste merodeaban los khalasars que se habían formado a la muerte de Drogo. Si los encontraban, matarían a todos sus guerreros y esclavizarían al resto de los supervivientes. No quedaba más remedio que avanzar hacia el Este. Dany se convencía de que el cometa rojo que había aparecido en los cielos tras el nacimiento de sus dragones les marcaba el camino. Ser Jorah le había dicho que había visto mapas y le aseguraba que el erial rojo tenía fin, pues en el Este se alzaban ciudades de maravillosas riquezas, como Qarth, Ashabad o las del Imperio de Yi Ti. Lo que callaba era que quizá no vivirían para verlas.
Al tercer día de marcha tuvieron que lamentar la primera muerte. Se trataba de un anciano, enjuto y desdentado. Cayó exhausto de su silla de montar y ya no pudo volver a levantarse. Todos decían que era ley de vida, que su hora había llegado ya. Dany ordenó que matasen al caballo más moribundo, para que el viejo pudiera entrar cabalgando a las tierras de la noche, según las costumbres dothrakis. No malgastaron tiempo ni energías en enterrarlos. Pronto las moscas se empezaron a arremolinar alrededor de los cadáveres, como si quisieran transmitir mala suerte a los vivos. Dany sospechaba que en los próximos días iban a echar muy en falta la carne del equino que dejaban atrás, pero no podía permitir que la marcha empezase con malos augurios y sin cumplir los ritos pertinentes.
En el amanecer del quinto día Daenerys vió una solitaria figura humana en el horizonte aproximándose hacia su grupo. «Es un espejismo. Tiene que serlo. Nadie puede sobrevivir a una marcha en solitario en este desierto rojo». Tuvo que pedir a sus jinetes de sangre que confirmasen lo que estaba viendo para cerciorarse de que no estaba ante una ilusión. Tras unos minutos, el viajero había alcanzado a su khalasar. Era una figura alta y espigada. Cubría su rostro tras una máscara roja lacada, y con una capa con capucha de color negro, que sujetaba con un sencillo broche dorado. La túnica y las botas con las que vestía eran de un ominoso color oscuro.
— Una domadora de sombras —le susurró Ser Jorah—. Asshai’i, probablemente.
Dany no necesitaba oír más. Había escuchado historias de los domadores de sombras, temibles hechiceros que practicaban sus conjuros al abrigo de la noche. Se decía de ellos que podían conjurar y controlar sombras para hacer su voluntad. Hasta hace unas semanas en su mente eran simplemente historias para asustar a los niños y a los crédulos. Ahora que había visto la magia de primera mano ya no sabía que creer. Observó a la figura desconocida con desconfianza.
— Ni un paso más, maegi —advirtió Rakharo, amenazante—, o probaréis el filo de mi arakh.
— Esperad, sangre de mi sangre —ordenó Daenerys—. Dejad que hable. ¿Quién sois?
— Soy Quaithe de la Sombra —la voz de Quiathe era suave y calmada, como una tenue brisa. «Parece una mujer. Aunque quién sabe, con esa máscara. Y habla la Lengua Común. ¿Cómo es posible? ¿Es alguna clase de sortilegio?»—. Vengo en busca de dragones.
— No busquéis más. Los habéis encontrado. ¿Cómo lo habéis sabido?
— El cometa ha anunciado su llegada —Quaithe hizo énfasis en su declaración señalando al mismo en el cielo—. Y señala vuestro camino.
— Mi camino. ¿Adónde me llevará la estrella sangrante?
— Más allá. Para ir al norte tenéis que viajar hacia el sur. Para llegar al oeste debéis ir hacia el este. Para adelantaros tendréis que retroceder, y para tocar la luz debéis pasar bajo la sombra.
— La sombra, decís. ¿Asshai? ¿Es eso lo que me queréis decir? ¿Qué encontraré en Asshai, Quaithe?
Dany nunca supo por qué lo hizo, pero tocó a su plata para avanzar los pocos pasos que la separaban de Quaithe. Sus jinetes de sangre y ser Jorah se aprestaron a seguirla. Ahora que estaba frente a la asshai’i advirtió tras la mascara unos ojos oscuros, profundos y brillantes. «En esta mirada hay sabiduría, no hay duda. ¿Pero debería prestar oídos a lo que tiene que decirme?». Tenía tantas, tantas preguntas… Su última experiencia con los hechiceros había sido nefasta y nada deseaba más que tenerlos bien lejos. Pero como todo lo desconocido, conseguía excitar su imaginación y curiosidad. Quizá, a pesar de todo, seguía siendo una niña.
— La verdad —terminó respondiendo Quaithe tras un breve silencio—. Os espera un largo viaje. Muchos acudirán a veros. Desconfiad de ellos. Vendrán día y noche a contemplar las maravillas que habéis vuelto a traer al mundo. Y los desearán —en aquel instante, Quaithe dió un paso adelante y le tomó la muñeca izquierda. Sus manos estaban sorprendentemente cálidas. Notaba un cosquilleo allá donde la asshai’i le había tocado—. Pues los dragones son fuego hecho carne, y el fuego es poder.
— No la toquéis, engendro de las sombras —Jhogo apartó a la hechicera sin ninguna delicadeza con el mango de su látigo—. Y no hagáis caso de lo que dice, khaleesi. Más vale comer escopiones vivos que confiar en las palabras de una bruja que se esconde tras una máscara. Lo sabe todo el mundo.
— Ciertamente, en esto último os ha aconsejado bien —intervino Ser Jorah, que hasta entonces había permanecido en silencio—. Pero no me fío de ella. Recordad a Mirri Maz Duur, khaleesi.
Claro que la recordaba, ¿cómo no iba a hacerlo? Era una herida demasiado profunda y reciente. Ni siquiera sabía si algún día iba a terminar sanando. Recordó entonces a su hermano Viserys. Es cierto, le habían humillado y arrastrado por el oriente, un instrumento en manos de otros, siempre errando y mendigando, en pos de un futil sueño. Se había amargado y había terminado por desconfiar de todo el mundo, incluso de su propia hermana. Terminó totalmente solo, abandonado por todos, y encontrando su final en un caldero de oro fundido. No le parecía sabio transitar por el sendero de desconfianza absoluta. Y entonces tomó su decisión.
— Podéis continuar el viaje con nosotros, Quaithe. Los caminos, a fin de cuentas, no tienen dueños. Pero os advierto: mis dothrakis son celosos y supersticiosos. Cuidad lo hacéis y lo que decís. Un paso en falso y quizá no volváis a ver un nuevo amanecer.
La portadora de sombras no dijo nada. Se limitó a asentir lentamente. Sus jinetes de sangre no se molestaban en disimular su hostilidad a la recién llegada, pero no discutieron su decisión. Dirigió la vista a su espalda. Todos tenían la vista fijada en ella y en la extraña asshai’i. Notaba la inquietud y la desconfianza en muchos de ellos. Ella, sin embargo, no podía permitirse tener miedo, ni dudas. «Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida».
— Continuamos la marcha, siguiendo al cometa.