En busca de un hogar

El pequeño khalasar de la reina dragón continuaba su penosa marcha a través de la infinita estepa. En el erial rojo había poco forraje, y el agua escaseaba aún más. Era una tierra marchita y desolada, de colinas bajas y llanuras yermas azotadas por los vientos. Los ríos que cruzaron estaban tan secos como los huesos de los muertos. Sus monturas subsistían a base de la escasa gramilla reseca que crecía al pie de las rocas y de los árboles muertos. Cuanto más se adentraban en el erial, más pequeñas se hacían las charcas y más distancia había entre ellas. Si en aquel desierto de piedra, arena y barro rojo sin caminos había dioses, eran dioses duros y secos, sordos a cualquier plegaria que suplicara lluvia.

Su doncella Doreah le había advertido. «Las tierras rojas son un lugar horrible y sombrío». Pero no tenían elección. Hacia el Oeste merodeaban los khalasars que se habían formado a la muerte de Drogo. Si los encontraban, matarían a todos sus guerreros y esclavizarían al resto de los supervivientes. No quedaba más remedio que avanzar hacia el Este. Dany se convencía de que el cometa rojo que había aparecido en los cielos tras el nacimiento de sus dragones les marcaba el camino. Ser Jorah le había dicho que había visto mapas y le aseguraba que el erial rojo tenía fin, pues en el Este se alzaban ciudades de maravillosas riquezas, como Qarth, Ashabad o las del Imperio de Yi Ti. Lo que callaba era que quizá no vivirían para verlas.

Al tercer día de marcha tuvieron que lamentar la primera muerte. Se trataba de un anciano, enjuto y desdentado. Cayó exhausto de su silla de montar y ya no pudo volver a levantarse. Todos decían que era ley de vida, que su hora había llegado ya. Dany ordenó que matasen al caballo más moribundo, para que el viejo pudiera entrar cabalgando a las tierras de la noche, según las costumbres dothrakis. No malgastaron tiempo ni energías en enterrarlos. Pronto las moscas se empezaron a arremolinar alrededor de los cadáveres, como si quisieran transmitir mala suerte a los vivos. Dany sospechaba que en los próximos días iban a echar muy en falta la carne del equino que dejaban atrás, pero no podía permitir que la marcha empezase con malos augurios y sin cumplir los ritos pertinentes.

En el amanecer del quinto día Daenerys vió una solitaria figura humana en el horizonte aproximándose hacia su grupo. «Es un espejismo. Tiene que serlo. Nadie puede sobrevivir a una marcha en solitario en este desierto rojo». Tuvo que pedir a sus jinetes de sangre que confirmasen lo que estaba viendo para cerciorarse de que no estaba ante una ilusión. Tras unos minutos, el viajero había alcanzado a su khalasar. Era una figura alta y espigada. Cubría su rostro tras una máscara roja lacada, y con una capa con capucha de color negro, que sujetaba con un sencillo broche dorado. La túnica y las botas con las que vestía eran de un ominoso color oscuro.

Una domadora de sombras —le susurró Ser Jorah—. Asshai’i, probablemente.

Dany no necesitaba oír más. Había escuchado historias de los domadores de sombras, temibles hechiceros que practicaban sus conjuros al abrigo de la noche. Se decía de ellos que podían conjurar y controlar sombras para hacer su voluntad. Hasta hace unas semanas en su mente eran simplemente historias para asustar a los niños y a los crédulos. Ahora que había visto la magia de primera mano ya no sabía que creer. Observó a la figura desconocida con desconfianza.

Ni un paso más, maegi —advirtió Rakharo, amenazante—, o probaréis el filo de mi arakh.
Esperad, sangre de mi sangre —ordenó Daenerys—. Dejad que hable. ¿Quién sois?
Soy Quaithe de la Sombra —la voz de Quiathe era suave y calmada, como una tenue brisa. «Parece una mujer. Aunque quién sabe, con esa máscara. Y habla la Lengua Común. ¿Cómo es posible? ¿Es alguna clase de sortilegio?»—. Vengo en busca de dragones.
No busquéis más. Los habéis encontrado. ¿Cómo lo habéis sabido?
El cometa ha anunciado su llegada —Quaithe hizo énfasis en su declaración señalando al mismo en el cielo—. Y señala vuestro camino.
Mi camino. ¿Adónde me llevará la estrella sangrante?
Más allá. Para ir al norte tenéis que viajar hacia el sur. Para llegar al oeste debéis ir hacia el este. Para adelantaros tendréis que retroceder, y para tocar la luz debéis pasar bajo la sombra.
La sombra, decís. ¿Asshai? ¿Es eso lo que me queréis decir? ¿Qué encontraré en Asshai, Quaithe?

Dany nunca supo por qué lo hizo, pero tocó a su plata para avanzar los pocos pasos que la separaban de Quaithe. Sus jinetes de sangre y ser Jorah se aprestaron a seguirla. Ahora que estaba frente a la asshai’i advirtió tras la mascara unos ojos oscuros, profundos y brillantes. «En esta mirada hay sabiduría, no hay duda. ¿Pero debería prestar oídos a lo que tiene que decirme?». Tenía tantas, tantas preguntas… Su última experiencia con los hechiceros había sido nefasta y nada deseaba más que tenerlos bien lejos. Pero como todo lo desconocido, conseguía excitar su imaginación y curiosidad. Quizá, a pesar de todo, seguía siendo una niña.

La verdad —terminó respondiendo Quaithe tras un breve silencio—. Os espera un largo viaje. Muchos acudirán a veros. Desconfiad de ellos. Vendrán día y noche a contemplar las maravillas que habéis vuelto a traer al mundo. Y los desearán —en aquel instante, Quaithe dió un paso adelante y le tomó la muñeca izquierda. Sus manos estaban sorprendentemente cálidas. Notaba un cosquilleo allá donde la asshai’i le había tocado—. Pues los dragones son fuego hecho carne, y el fuego es poder.
No la toquéis, engendro de las sombras —Jhogo apartó a la hechicera sin ninguna delicadeza con el mango de su látigo—. Y no hagáis caso de lo que dice, khaleesi. Más vale comer escopiones vivos que confiar en las palabras de una bruja que se esconde tras una máscara. Lo sabe todo el mundo.
Ciertamente, en esto último os ha aconsejado bien —intervino Ser Jorah, que hasta entonces había permanecido en silencio—. Pero no me fío de ella. Recordad a Mirri Maz Duur, khaleesi.

Claro que la recordaba, ¿cómo no iba a hacerlo? Era una herida demasiado profunda y reciente. Ni siquiera sabía si algún día iba a terminar sanando. Recordó entonces a su hermano Viserys. Es cierto, le habían humillado y arrastrado por el oriente, un instrumento en manos de otros, siempre errando y mendigando, en pos de un futil sueño. Se había amargado y había terminado por desconfiar de todo el mundo, incluso de su propia hermana. Terminó totalmente solo, abandonado por todos, y encontrando su final en un caldero de oro fundido. No le parecía sabio transitar por el sendero de desconfianza absoluta. Y entonces tomó su decisión.

Podéis continuar el viaje con nosotros, Quaithe. Los caminos, a fin de cuentas, no tienen dueños. Pero os advierto: mis dothrakis son celosos y supersticiosos. Cuidad lo hacéis y lo que decís. Un paso en falso y quizá no volváis a ver un nuevo amanecer.

La portadora de sombras no dijo nada. Se limitó a asentir lentamente. Sus jinetes de sangre no se molestaban en disimular su hostilidad a la recién llegada, pero no discutieron su decisión. Dirigió la vista a su espalda. Todos tenían la vista fijada en ella y en la extraña asshai’i. Notaba la inquietud y la desconfianza en muchos de ellos. Ella, sin embargo, no podía permitirse tener miedo, ni dudas. «Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida».

Continuamos la marcha, siguiendo al cometa.

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Vamos, Doreah. Ánimo —Dany le apretó un hombro. La piel de la lysena, antaño suave y cálida, ahora se mostraba dura y seca—. Queda ya poco.

Los dioses te oigan, khaleesi —respondió la doncella con una voz débil—. Pero en esta tierra yerma ni siquiera las plegarias germinan…

Dany abrazó a la joven con fuerza. Desde los tres últimos días, las dos cabalgaban juntas a lomos de su plata, ya que Daenerys había advertido que las fuerzas de la doncella lysena flaqueaban. Su piel se había puesto pálida y su pelo estaba perdiendo su color rubio. No quería perderla. No podía perderla. Aparte de Ser Jorah, la lysena era la única de su grupo que sabía como era vivir en la civilización. Apreciaba y quería a sus dothrakis, pero en muchos aspectos no podían entenderla como lo hacían ellos dos.

Fijó entonces su mirada en Quaithe. La enigmática portadora de sombras continuaba la marcha, en su habitual silencio, a unos pasos de distancia del grueso del khalasar. Sólo Jorah y Doreah se atrevían a acercarle comida, cuando reposaban para alimentarse, para el resto de los dothrakis, era poco menos que un demonio. La noche anterior había sido la propia Daenerys la que le había acercado la cena, un pequeño trozo de carne del último caballo que habían sacrificado. «El siguiente anochecer lo contemplaréis bajo los muros de Qarth —le profetizó—. Pero no os dejéis embriagar por las ofrendas y alabanzas. Recordad quién sois. Si permanecéis demasiado tiempo en esa ciudad, no saldréis de ella jamás». Volvió a fijar entonces la vista hacia el horizonte. Dos figuras conocidas se acercaban al galope, eran Jhogo y Aggo, los habituales exploradores. Sus prisas parecían augurar novedades.

¡El mar, khaleesi! ¡El mar! —proclamó el joven Jhogo. Era incapaz de contener su entusiasmo y felicidad— ¡Hemos visto el Gran Océano! Estamos sólo a un par de leguas de allí, y de una gran ciudad amurallada.

Qarth —dedujo Ser Jorah—. Tiene que ser Qarth, no hay otra posibilidad. Estamos salvados, khaleesi.

Al fin —Dany suspiró, aliviada. Qarth era refugio, alimentos y descanso. Qarth era vida. Una emoción incontrolable recorrió todo su cuerpo. Dio la vuelta sobre su plata y se dirigió al khalasar—. ¡Pueblo mío! ¡Ya solo nos queda una última jornada de marcha! ¡Aggo y Jhogo han encontrado al fin la ruta hacia Qarth! ¡Hemos vencido al Desierto Rojo y a sus dioses crueles!


Las imponentes murallas de Qarth resultaban magníficas a unos escasos metros de distancia. Daenerys las contempló extasiada, una gruesa mole de quince varas de altura, de arenisca rojiza, decorada con animales: serpientes sinuosas, milanos en pleno vuelo, peces nadando, todos mezclados con lobos del desierto rojo, cebras rayadas y elefantes monstruosos.

A sus pies, una nutrida comitiva la esperaba. En el centro, frente a las grandes puertas exteriores, un grupo de notables insignes, que competían entre ellos para ver quién eclipsaba al resto con su esplendor y riqueza, acompañados de esclavos de su servicio. A sus lados, un grupo de jinetes sobre sus camellos, que vestían armaduras de escamas de cobre, y yelmos con hocicos de jabalí y colmillos también de cobre, rematados por largos penachos de seda negra, y las sillas de sus monturas estaban adornadas con rubíes y granates.

En comparación, su grupo parecía una caravana de apestados. Débiles y andrajosos, más que caminar, parecía que se arrastrasen por el suelo. Sólo algo de majestad podía encontrarse en Daenerys, con la fiera piel del hrakkar a modo de capucha y sus pequeños dragones, que se agarraban a sus brazos y a sus hombros, expectantes… todo ello malogrado por su aspecto sucio y desharrapado, y su intenso olor a caballo.

Nobles señores. Soy Daenerys de la Tormenta, Madre de Dragones —se presentó Daenerys frente a los qarthienses. Drogon siseó. Dany le dedicó un leve chasquido de lengua para que estuviera quieto sobre su hombro—, viuda de khal Drogo.

Vuestra fama os precede, oh, Daenerys de la Tormenta —respondió el hombre más adelantado de la comitiva. Era de mediana y edad estaba exquisitamente arreglado. Vestía con sedas sobrias y elegantes, e incontables anillos pendían de sus dedos. Una exótica esclava le acompañaba portando un parasol. Dany pronto reparó en que era el que encabezaba la comitiva de bienvenida—. Sin duda sois quién decís ser. Vuestros dragones dan buena cuenta de ello. Más debo corregiros: nosotros no somos señores, solo simples y humildes mercaderes —Dany no pudo evitar sonreír ante el descaro con el que lo había proclamado. «Es el humilde más enjoyado que he visto» — Mi nombre es Mathos Mallarawan, uno de los Sangrepura, los ilustres gobernantes de Qarth. Se me ha encargado el honor de recibiros.

» Pero tamaña tarea resultaría demasiado grande para un solo hombre. Me acompañan tres nobilísimos príncipes mercaderes. Xaro Xhoan Daxos, de los Trece —el aludido hizo una extravagante reverencia—. Saathos Sybasson, de la Hermandad de la Turmalina. Qarro Xhore, del Gremio de los Especieros. Y por último, Pyat Pree, de los brujos. —Pyat le dedicó una fina sonrisa. Sus labios eran totalmente azules. Dany lo miró con cierta desconfianza. «Oro, especias y labios azules. Tal y como me dijo Quaithe ».

Es un gran honor. El esplendor y la belleza de Carth…

Qarth —le interrumpió Qarro al tiempo que alzaba un dedo con petulancia. Las cadenas enjoyadas que portaba sobre su cuello tintinearon—. Se pronuncia Qarth.

—… Qarth —Dany se forzó a sonreír— son conocidos en todo el mundo. Hemos realizado un largo trayecto atravesando el largo Desierto Rojo para llegar hasta aquí. Mi pueblo está cansado y hambriento. Apelo a vuestra graciosa generosidad para darnos alojamiento y sustento hasta que podamos continuar vuestra marcha.

¿Marchar? —al tal Saathos su comentario le había parecido una ocurrencia muy graciosa—. En ningún otro lugar encontraréis riquezas y comodidades mayores que las que vais a encontrar aquí, dulce reina. Haríais bien en abandonar la vida nómada y reconsiderar a Qarth como vuestro nuevo hogar…

Es una oferta generosa, noble señor. Pero mi hogar está en Poniente, en los reinos del Ocaso.

Ciertamente, amigos míos, creo que todos ya hemos visto a los dragones. Por mi parte, ya estoy satisfecho —proclamó el especiero con calma—. No veo por qué deberíamos permitir el paso de un centenar de bárbaros tras nuestras murallas. ¿Acaso Qarth se ha hecho la ciudad más grande que ha habido y habrá dando cobertizo a incivilizados dothrakis?

Nada deseaba más Dany que agarrar con fuerza las lujosas cadenas de aquel petulante impertinente y apretarlas con fuerza contra su cuello, pero suponía que las puertas de Qarth se cerrarían para ella si decidía agredir frente a sus puertas a uno de los miembros del comité de bienvenida. Optó por dedicarle una cándida y cálida sonrisa de niña angelical.

En el lugar donde nací, a los invitados se les recibe con respeto —replicó Dany con falsa inocencia—. No con insultos.

Según vuestras costumbres. No las nuestras —Qarro esbozó una sonrisa de disculpa—. Os invito amablemente a regresar a vuestros reinos del Ocaso… con mis mejores deseos.

Dany dio un paso adelante, furiosa. Escuchó un susurro de Ser Jorah, «Tened cuidado, khaleesi».

Si nos mandáis de vuelta al Desierto Rojo nos condenaréis a la inanición… y a la muerte. ¿Entiendo que esa es la respuesta de Qarth?

Qarro Xhore simplemente le dedicó una sonrisa de suficiencia. Pero antes de que Dany pudiera continuar hablando, alguien se le adelantó.

No sabía que entre los especieros abundase el olor del miedo —cortó Xaro Xhoan Daxos con cierta sorna. Dany dedujo que aquellos dos eran, en apariencia, rivales—. ¿Acaso es propio de la ciudad más grande que ha habido y habrá mostrar temor de una joven chiquilla?

Confundís el miedo con la prudencia. Los cachorros de tigre pueden resultar adorables cuando nacen, pero crecen. Igual que estos dragones que contempláis ahora. No os engañéis: lamentaréis haber perdido la ocasión de sacrificarlos cuando aún eran indefensos y no suponían un peligro para el mundo.

Soy la Madre de Dragones. Estos dragones son mis hijos —respondió Daenerys, desafiante. «Y si hacemos caso a la maegi, los únicos que tendré»—. Quién quiera hacerles daño tendrá que pasar por encima de mi cadáver.

¡Qué terrible, qué terrible! —exclamó Xaro—. Matar a una joven tan inocente como hermosa por los supuestos crímenes que decís que va a cometer… ¡Vergüenza, vergüenza! —finas lágrimas empezaron a correr por el rostro de Xaro—. No toméis su voz como la de todos, dulce reina. Otros solo deseamos vuestro bienestar. Si hay aquí algo que deseéis, oh mujer bella entre las bellas, sólo tenéis que decirlo y será vuestro.

Todo Qarth es suyo —entonó el brujo Pyat Pree con sus labios azules, a su lado—, no necesita fruslerías. Oídme bien, khaleesi. Venid conmigo a la Casa de los Eternos, y beberéis de la verdad y la sabiduría. Allí encontraréis las respuestas que buscáis.

¿Para qué quiere ir a tu Palacio de Polvo, cuando yo puedo ofrecerle la luz del sol, el agua fresca y sedas para dormir? —replicó Xaro al brujo—. Los Trece pondrán una corona de jade negro y ópalos llameantes sobre su hermosa cabeza.

Todo lo que los Trece puedan obsequiaros no es nada comparado con lo que la Hermandad os puede ofrecer, Madre de Dragones —añadió Saathos Sybasson—. Permitidme el honor de ser vuestro anfitrión y os lo demostraré…

Amigos míos, por favor, es suficiente —el Sangrepura cortó aquella comedia de alabanzas y palabras vacías. En silencio, Daenerys se lo agradeció—. Daenerys de la Tormenta no es una reliquia. ¿Acaso no veis que ella y su pueblo necesitan reposo y descanso, y no lisonjas y agasajos? Ya habrá momento para todo ello más adelante. Madre de Dragones, en nombre de los Sangrepura, os abro las puertas de Qarth, la ciudad más grande que ha habido y habrá. Qarth se regocija de albergaros bajo sus muros y de poder contemplar las maravillas que habéis traído de vuelta al mundo.

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Un rumor empieza a correr en los puertos del Este: se dice que un dragón de tres cabezas ha anidado en Qarth, y es la maravilla de toda la ciudad y de cuantos tienen la fortuna de verlo.

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La noticia había corrido por toda Qarth como la pólvora: la Casa de los Eternos había sido consumida por las llamas, y la Madre de Dragones había emergido de ella, indemne. Los brujos clamaban venganza, y exigían sangre por sangre. Otros no llegaban tan lejos, aunque se mostraban hostiles. El Gremio de Especieros ya había solicitado en público la expulsión de Daenerys. Los Sangrepura, antaño cordiales, ahora se mostraban nerviosos e incómodos. Quizá habían recordado que tener dragones merodeando en los alrededores resultaba peligroso. Como era de suponer, ya no querían invitados problemáticos que alterasen la paz dentro de sus muros.

En cuanto a Xaro Xhoan Daxos, había pasado de ser un espléndido anfitrión a resultar una molestia constante. Cuando el comerciante comprendió que no tenía posibilidad ninguna de comprar uno de sus dragones llegó a la conclusión de que no ganaba nada manteniéndola dentro de sus salones. Los últimos mensajes que le había mandado habían sido a través de su senescal, cada uno más frío que el anterior. Le pedía que se fuera de su casa, que estaba cansado de alimentar a ella y a los suyos. Incluso le llegó a sugerir que le devolviese los regalos que le había hecho, porque los había aceptado de mala fe.

Y por supuesto, no podía olvidar a sus dothrakis, a su khalasar. Su vida estaba en las llanuras de cielo abierto, no encerrados entre casas y murallas. Muchos ya habían recuperado la fuerza y vigor que tenían antes de la brutal marcha por el Desierto Rojo y empezaban a estar inquietos. Era cuestión de tiempo que empezasen a provocar desórdenes y desmanes. No, estaba claro, tenía que salir de Qarth antes de que fuera demasiado tarde. La pregunta era hacia dónde. Porque a pesar de todas las experiencias por las que había pasado, seguía siendo, en el fondo, una reina mendiga, aunque los qarthienses se hubieran empeñado en vestirla como si no fuera tal. La Hermandad de la Turmalina le había regalado una corona con tres cabezas de dragón, Los Trece, un cetro en cuyo extremo habían tallado una fiera cabeza de dragón, con rubíes por ojos, y un orbe, que venía a representar su dominio sobre la tierra. Tenía muchos títulos y muchas pretensiones, pero no tenía riquezas ni ejércitos con las que hacerlas valer, pues sus dragones aún eran muy jóvenes. Y aquello le hacía sentir impotente y furiosa.

Ahora miraba al mar, reflexiva y pensativa. De fondo se escuchaba el bullicio del puerto de Qarth, con sus marineros cargando búcaros llenos del célebre paparajote qarthiense y otras exquisiteces, y las protestas de sus más fieles seguidores. Les había hecho partícipes de su próximo destino y expresaban su descontento. Era algo que, por otra parte, esperaba. Ni siquiera ella tenía claro que fuera el curso de acción más prudente, pero, ¿qué alternativa tenía? Al menos el viaje sería lo suficientemente largo y seguro como para dar tiempo a sus hijos alados a crecer un poco.

Khaleesi, por favor, os lo suplico —Ser Jorah se arrodilló y puso una rodilla en tierra. No era normal en él mostrar tanta vehemencia, y menos, en público—. Reconsiderad vuestra decisión.

Asshai es una tierra de demonios, brujos y monstruos de los más profundos abismos—declaró Rakharo, mostrando su aprobación—. Jorah el Ándalo dice bien, khaleesi. No vayáis.

Todo el mundo lo dice —corroboró Jhogo—. Es una tierra oscura y malvada, abandonada por los dioses.

Todo eso no me asusta —respondió Daenerys con firmeza—. La vida me ha puesto por delante pruebas más duras, y las he pasado. Donde otros han perecido, yo he triunfado. Así que os vuelvo a preguntar, ¿por qué no debería ir, entonces?

Porque el rey Robert ha muerto —respondió Ser Jorah con decisión, adelantándose a los jinetes de sangre—. Los perros del Usupador se pelearán a dentelladas por los restos de su cadáver. Lo que debemos hacer es apresurarnos en conseguir espadas y regresar a los Siete Reinos, cuando aún estén granados para la conquista. Alzad los pendones de vuestra Casa y muchos acudirán a luchar a vuestro lado… mientras la guerra civil dure. Pero esta no durará eternamente, y por ello, os debéis de dar prisa, antes de que sea tarde.

«Mi oso, siempre tan leal, dándome buenos consejos». Sí, aquello, en apariencia, era lo racional. Había recibido la noticia un par de días después de salir de la Casa de los Eternos, de la boca de un marinero de las islas del verano, negro como el tizón, con lágrimas de emoción emanando de sus ojos por haber podido contemplar a los dragones. ¡Qué felicidad había sentido el aquel momento! El Usurpador, aquel que le había arrebatado todo cuanto su familia tenía, muerto, al fin. Solo lamentaba que no hubiera podido acabar con él ella misma en persona.

Tenéis razón, mi buen ser —concedió Daenerys—. Pero, ¿dónde voy a conseguir tal ejército? Ya habéis visto lo que ha pasado aquí, en Qarth. Los qarthienses me han agasajado con oro y especias, pero siempre que les he pedido barcos y espadas, han huido como cervatillos asustados.

En la Bahía de los Esclavos, en Astapor —respondió Jorah al instante—. Dad buen uso al oro y a las ofrendas con la que los qarthienses nos han obsequiado. Allí podréis reclutar mercenarios y comprar a la mejor infantería del mundo conocido: los Inmaculados. Los ghiscaris aún recuerdan bien a la vieja Valyria. Para cuando lleguemos a Astapor, los dragones ya habrán crecido lo suficiente como para resultar peligrosos y no una curiosa atracción de feriante. Estarán encantados de veros marchar, y os darán regalos, como hacen con los khals que merodean amenazantes por sus ciudades. Saben que es más prudente pagar unas cuantas monedas de oro para evitar verse involucrados un conflicto incierto.

El barco que os llevará a Asshai está ya aquí, Daenerys —le recordó con solemnidad Quaithe de la Sombra. A través de la máscara roja lacada, sus ojos oscuros brillaban—. No estará atracado en puerto mucho más tiempo. Tenéis que decidiros ya, antes de que sea tarde.

Mi buen caballero —Daenerys tomó los brazos de Ser Jorah y le obligó a levantarse. Los dos se miraron fijamente, cara a cara, con intensidad—. Sin duda, los consejos que me habéis dado son buenos. Y creedme cuando os digo que os escucho y que sois la persona en quién más confío. Os habéis convertido en una suerte de segundo padre para mí.

» Pero si hubiera seguido al pie de la letra vuestras palabras, no sería la Madre de Dragones, pues no me habría adentrado en las llamas de la pira en la que ardía mi sol y estrellas. Soñé que un gran fuego haría eclosionar a mis dragones y así sucedió. Si os hubiera hecho caso, jamás habría entrado en la Casa de los Eternos y habría escuchado sus voces llenas de sabiduría. No soy una mujer corriente, ser. Mis sueños se cumplen. Mi determinación ahora es la misma que la que tenía entonces. Debo ir a Asshai.

Ser Jorah acusó el golpe, pues sabía que todo lo que decía era cierto. Emanó un profundo suspiro, pero seguía sin darse por vencido. «Es tan fiero como testarudo».

Los dragones pueden morir. Incluso los más hermosos y fuertes —respondió Jorah con una voz cansada. Le lanzó una mirada llena de tristeza—. Mi reina, os lo suplico. Asshai no es un lugar seguro para vuestros dragones. Apesta a magia y a incertidumbre. ¿Qué mejor lugar que el confín del mundo conocido para quienes quieran arrebatároslos? Os matarán si es menester… y yo no tendría ánimo para vivir en un mundo en el que no estuvierais vos —Daenerys abrió los ojos, visiblemente sorprendida por la revelación, pues sabía que no era una simple exageración para dar más fuerza a su discurso—. No vayáis a Asshai. Por favor…

En ese momento, Daenerys se separó de él y volvió a apartar su vista al mar. «Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida». Inspiró fuerte y se giró hacia su khalasar, que contenía el aliento, a la espera de saber su próximo destino. Y entonces, tomó su decisión.

Para llegar al oeste debo ir hacia el este. Para avanzar habré que retroceder, y para tocar la luz he pasar bajo la sombra —recitó de memoria Daenerys, entonando como si fuera una profecía antigua y olvidada—. Mi lugar está en Asshai. Allí encontraré respuesta a todas mis preguntas. Allí me será revelado el camino para retomar mi legítima herencia y mi destino. Pero no obligaré a nadie a acompañarme en contra de mi voluntad. El que quiera abandonarme, es libre de hacerlo ahora.

La Madre de Dragones ha abandonado Qarth en ruta hacia el Lejano Oriente. Hay quienes dicen que su destino es Asshai, el último confín del mundo. Entretanto, las tierras de Yi Ti vuelven a escuchar el sonido de los dragones surcando los cielos.

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Daenerys aún no terminaba de entender qué había pasado. Todo había sido sucedido de manera muy rápida y confusa. Al llegar a Yin, la capital de Yi Ti, todos daban por hecho que podrían reaprovisionarse y reposar un poco antes de continuar con el largo viaje que aún les quedaba. Los yitienses, sin embargo, les esperaban en el puerto, armados, como si alguien les hubiera avisado de antemano su llegada. Les acusaron de ser siervos del Rey Brujo, un usurpador al Trono Celestial de Yi Ti, y allí mismo procedieron a ejecutar la sentencia de muerte que había emitido el Emperador para con los rebeldes. Inútil resultó señalarles lo equivocados que estaban. Se habían salvado merced a la incompetencia de los orientales, que no habían preparado la asechanza con el debido tiento. De haberlo hecho, la historia de Daenerys de la Tormenta habría terminado en aquel remoto lugar del mundo, a miles de leguas de su hogar.

Habían apilado los cadáveres de los suyos que habían conseguido recuperar de la reciente batalla sobre un pequeño bote para realizar las debidas exequias. Sus doncellas Irri y Jhiqui lloraban. No eran las únicas. Rara era la persona del khalasar que no había perdido a algún amigo o familiar en aquel encontronazo. Daenerys había perdido a Rakharo, uno de sus jinetes de sangre. Había depositado sobre su cuerpo el espléndido y brillante arakh que en tiempos había pertenecido a Drogo, su sol y estrella.

Pagarán por lo que nos han hecho. Lo juro por el honor de mi Casa —declaró Dany. Su rostro era una máscara de piedra—. Algún día, no tengáis duda… Todo hombre, noble o plebeyo, cosechará lo que ha recibido. Estos hombres de Yi Ti, los Especieros, Khal Pono, Khal Jhaqo, los Perros del Usurpador… harán bien en recordarlo cuando les llegue la hora de su juicio.

Dany besó por última vez la frente de su difunto jinete de sangre y dio orden de que lo cargasen en el bote, junto al resto de valientes que habían caído en batalla. Todos portaban las armas que habían llevado en vida. Como guerreros habían muerto y como guerreros entrarían en la otra vida. Daenerys entonces tomó una antorcha y su jinete de sangre Aggo se dispuso a preparar su arco. Ser Jorah y otros dothrakis se encargaron de hacer botar la pequeña embarcación en el mar. Cuando se hubo alejado lo suficiente, Aggo cargó una flecha, tensó el arco y Dany se encargó de prenderle fuego a la punta del proyectil. Aggo entonces soltó la cuerda, y la flecha trazó un arco preciso en el aire hasta alcanzar su objetivo, y el bote empezó a arder. El khalasar contempló en solemne silencio como se consumía en las llamas.

Los días pasaron largos y pesarosos desde entonces. Ser Jorah no contribuía nada a que Dany estuviera de buen humor. No hacía más que quejarse y refunfuñar, contrariado. En una ocasión, el muy insolente había tenido la desfachatez de insinuar de que parte de la culpa era suya, por haber iniciado aquella absurda aventura al confín del mundo. «Bailáis al son de una bruja que ni siquiera se ha dignado en mostrar su rostro, y que se alimenta de vuestras esperanzas. Abrid los ojos antes de que sea demasiado tarde», le había dicho. Daenerys le había abofeteado, incapaz de contener su rabia. Pasó una semana hasta que se volvieron a dirigir la palabra, pero fue ella la que tuvo que dar el primer paso. A fin de cuentas, su oso era tan o más orgulloso que ella.

En sus ratos muertos aprovechaba para leer el más que fascinante libro de Galendro titulado Los fuegos del Feudo Franco, una historia general completa de Valyria escrita en alto valyrio. Daenerys lo estaba encontrando muy interesante: entre sus páginas había mucha historia sobre sus ancestros que su hermano Viserys no le había contado. «Es posible que ni la conociera. Pobre hermano mío». Lo había robado de la biblioteca personal de Xaro Xhoan Daxos el último día que estuvo como huésped en su casa. Al principio se sintió mal, pero sabía que el mercader jamás le daría de buena gana un libro de semejante rareza y que le pudiera ser de tanta utilidad. «Así podrá decir que cumplió con diligencia sus promesas de darme cuanto tuviera capacidad de desear». Sorprendentemente su doncella Doreah mostraba interés en el tema y la escuchaba con atención, pero no sabía leer, así que a Daenerys le tocaba hacer de narradora.

El recuerdo de los muertos pesaba mucho, y las dudas se empezaban a instalar entre el khalasar, igual que cuando comenzaron a marchar a través del Desierto Rojo. Pero siguieron adelante. Hicieron escala en la ciudad de Turrani, en la isla de Leng, porque no quedaba más remedio. Esta vez, las gentes de Leng los recibieron con hospitalidad, pero la experiencia de Yin seguía siendo dolorosamente reciente. Daenerys y los suyos se limitaron a reaprovisionarse de víveres y no estuvieron ni un minuto más atracados en puerto. La niña que había en Daenerys lamentaba no poder haber paseado con calma por la exótica ciudad oriental, porque una parte de ella sabía que probablemente no iba a tener oportunidad de verla nunca más, pero ahora era una reina y se debía a su pueblo. Y su pueblo le pedía partir.

Y el día llegó. En la distancia, Asshai se erguía majestuosa y sombría, una silueta imponente contra el horizonte oscuro. Las torres y los minaretes se alzaban en espirales hacia el cielo, envueltos en una bruma espesa que parecía ocultar secretos ancestrales y poderes mágicos. Las murallas de la ciudad estaban construidas con piedra negra y relucían con una luminiscencia sutil, como si estuvieran impregnadas de una energía antigua que emergía desde lo más profundo de la tierra.

Las calles estrechas y sinuosas se extendían desde el puerto hacia el corazón de la ciudad, serpenteando entre edificios antiguos y misteriosos. A lo largo de los muelles, se podían ver barcos extraños y exóticos atracados, procedentes de tierras lejanas y desconocidas. Las velas de seda multicolor y las banderas ondeaban al viento, mientras los mercaderes y marineros comerciaban con mercancías y objetos que solo eran comunes en aquel remoto lugar del mundo conocido.

Bienvenida a Asshai de la Sombra, Daenerys —proclamó Quaithe con su solemnidad característica—. Es aquí donde encontraréis las respuestas que buscáis.

¿Esas respuestas me ayudarán a reclamar mi herencia legítima? ¿Me dirán los asshai’i qué tengo que hacer para conseguir mis espadas y mis barcos?

Quizá. Asshai os ofrece la verdad —respondió Quaithe, con su habitual tono críptico—. Lo que hagáis con ella solo depende de vos. Muchos son los que ansían la verdad, y muchos son los que se arrepienten al descubrir el amargo trago que en ocasiones tras ella se esconde.

No he acudido al fin del mundo para ahora tener dudas —la voz de Daenerys era firme—. Guíame como lo has hecho hasta ahora, Quaithe. Soportaré lo que haya que soportar.

Daenerys Targaryen ha puesto tierra en el extremo más oriental del mundo conocido: Asshai. Los dragones vuelven a la patria que les vio nacer, si se hace caso a las más antiguas leyendas.

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