En la Corte del Rey Aegon

Una gaviota se posó en el alféizar de la ventana, y la pequeña Rhaenys la miró emocionada.

-¡Mira mamá, la gavota! -balbuceó.

-Ha venido a la boda, Rhaenys -le dijo Elia con dulzura mientras le cepillaba el pelo.

-¿La gavota vene a la boda? -respondió, con los ojos como platos.

-Claro que sí. Todo el mundo ha venido. Por eso es tan importante que te portes bien hoy. Si no, se van a enfadar con nosotros.

Rhaenys se puso muy seria y asintió convencida. Elia sintió una punzada de dolor; solo era una niña que jugaba a tener responsabilidades, como su hermano el Rey. Pero dentro de no tantos años, el juego se convertiría en realidad. La abrazó con fuerza, provocando un gruñido de queja, y deseó no tener que soltarla nunca. Que nunca saliera de su mano por la puerta.

Cuando al fin la soltó, se secó las lágrimas con disimulo y sonrió. Le arregló el vestido a la pequeña y le pellizcó las mejillas para darles color, agriando el gesto de la pequeña.

-Vamos, Rhaenys, nos están esperando. Recuerda que siempre tienes que sonreír. Como tu mamá. No puedes dejar que tu príncipe de rizos dorados piense que eres una malhumorada.

Mientras la llevaba de la mano hacia el septo, los mismos nombres se repetían una y otra vez en su mente. Los cuatro nombres que la guiaban en todo lo que hacía, y que le daban fuerzas para no arrojarse desde la torre más alta y terminar con todo. Porque aún tenía algo que hacer. Aún estaba en deuda con ellos.

“Lewyn. Doran. Mellario. Oberyn.” “Lewyn. Doran. Mellario. Oberyn.” “Lewyn. Doran. Mellario. Oberyn.”

A la luz de las velas, la nobleza dorniense y ponienti bebía, reía y bailaba. Como si no hubiera una guerra. El vino abundante ayudaba; muchos de los invitados empezaron la noche desdeñando el tinto dorniense y pidiendo dorado del Rejo, pero ahora los criados no daban abasto para reponer barriles. Todo el mundo estaba divirtiéndose.

O casi.

Un hombre, erguido de pie frente a la pared, lo contemplaba todo inmóvil con una expresión hosca. Por si su físico no fuera ya suficientemente notable, parecía proyectar un aura de temor que mantenía a todos alejado de él.

O a casi todos.

Elia se acercó a él y le hizo una galante reverencia, sonriéndole y mirándole a los ojos. El hombre bajó la cabeza y gruñó algo, intentando respetar el protocolo pero claramente incomodado.

-¿No bailáis, ser? -le preguntó la princesa.

-No. No… bailo. Princesa. -dijo el hombre en un tono artificial, como si cada palabra le costara un esfuerzo sobrehumano.

-¡Pero no me podéis rechazar un baile a mí! Me sentiría muy triste. Y se lo diría a vuestro señor, ser. Para que os regañe por ser tan malo conmigo -bromeó Elia amenazándole con el dedo.

El hombre carraspeó y miró a todas partes sin saber qué hacer. No parecía tener las habilidades para lidiar con esta situación. Un salón de baile era un campo de batalla distinto a cualquier otro en el que él hubiera estado, y en cierto modo, le daba más miedo que ninguno.

-¡Vamos!, que no os dé vergüenza, ser. Yo os enseñaré -dijo Elia cogiéndole de la mano y guiñándole un ojo.

Por un momento, para quienes le conocían y le observaban curiosos, pareció contemplar la opción de matarla con sus manos desnudas para escapar de la situación, pero lo desechó rápidamente y se resignó a ser arrastrado al centro del salón.

Bailó con la princesa con una torpeza que, por algún motivo, apenas provocó risas, pese a que la situación era verdaderamente cómica. Tanto por la brusquedad de sus movimientos como por la diferencia de tamaño.

-Y decidme, ser, ¿cómo os llamáis? -le dijo Elia.

-Sandor. Solo Sandor, princesa -dijo el gigantón mientras se esforzaba por seguir sus pasos.