Una gaviota se posó en el alféizar de la ventana, y la pequeña Rhaenys la miró emocionada.
-¡Mira mamá, la gavota! -balbuceó.
-Ha venido a la boda, Rhaenys -le dijo Elia con dulzura mientras le cepillaba el pelo.
-¿La gavota vene a la boda? -respondió, con los ojos como platos.
-Claro que sí. Todo el mundo ha venido. Por eso es tan importante que te portes bien hoy. Si no, se van a enfadar con nosotros.
Rhaenys se puso muy seria y asintió convencida. Elia sintió una punzada de dolor; solo era una niña que jugaba a tener responsabilidades, como su hermano el Rey. Pero dentro de no tantos años, el juego se convertiría en realidad. La abrazó con fuerza, provocando un gruñido de queja, y deseó no tener que soltarla nunca. Que nunca saliera de su mano por la puerta.
Cuando al fin la soltó, se secó las lágrimas con disimulo y sonrió. Le arregló el vestido a la pequeña y le pellizcó las mejillas para darles color, agriando el gesto de la pequeña.
-Vamos, Rhaenys, nos están esperando. Recuerda que siempre tienes que sonreír. Como tu mamá. No puedes dejar que tu príncipe de rizos dorados piense que eres una malhumorada.
Mientras la llevaba de la mano hacia el septo, los mismos nombres se repetían una y otra vez en su mente. Los cuatro nombres que la guiaban en todo lo que hacía, y que le daban fuerzas para no arrojarse desde la torre más alta y terminar con todo. Porque aún tenía algo que hacer. Aún estaba en deuda con ellos.
“Lewyn. Doran. Mellario. Oberyn.” “Lewyn. Doran. Mellario. Oberyn.” “Lewyn. Doran. Mellario. Oberyn.”