Esconde el dolor, Simon

Semanas antes de la Segunda Batalla de Harrenhal

Simon Strong salió del salón de piedra donde había mantenido su conversación con Ser Criston Cole, aún convaleciente. Las sombras de la tarde se alargaban sobre los muros de Harrenhal, y la brisa traía el eco de un lugar maldito, como si los propios fantasmas del castillo le susurraran advertencias. El viejo señor pasó una mano por su barba gris, su mente atormentada por las palabras que había intercambiado con Cole. La guerra se estaba cobrando demasiado, y Harrenhal se sostenía sobre cimientos de ceniza y humo.

Forzar a las Casas de los Ríos a abandonar la causa de Tully… —murmuró Simon, casi para sí mismo, mientras recorría el patio. Las órdenes de Cole eran claras: debían debilitar a los Ríos desde dentro, romper las alianzas que sostenían a los Tully. Ser Criston asumiría la defensa del castillo en su ausencia, aunque ambos sabían que no había mucho que defender.

Campesinos mal entrenados y aterrorizados formaban el grueso de las fuerzas en Harrenhal. Simon lo sabía, y Criston también. No eran soldados, sino hombres de campo con horcas y herramientas oxidadas. Poca resistencia ofrecerían si los Tully o sus aliados decidían marchar sobre la fortaleza. Pero la estrategia de Cole era otra: mantener la presión en las tierras de los Ríos, forzar a las Casas a elegir entre la destrucción o la sumisión. Simon debía ser la voz que llevara ese mensaje.

¿Qué haréis, Lord Strong? —preguntó un joven soldado que había estado esperando a las puertas del patio. La preocupación era evidente en sus ojos.

Castellano.

¿Qué?

Que soy el castellano, no el Lord.

Ah. ¿Qué haréis, castellano?

Haremos lo que siempre hemos hecho —respondió Simon con voz áspera—: sobrevivir.

Miró hacia las torres ennegrecidas de Harrenhal, sabiendo que cada paso que daba lo acercaba más a la sombra de la derrota. Partiría al amanecer, reuniendo a lo poco que quedaba de sus fuerzas, marchando hacia las tierras de las Casas menores. Haría promesas, lanzaría amenazas, cualquier cosa que sirviera para quebrar la lealtad de los Ríos hacia los Tully.

Antes de retirarse a sus aposentos, Simon echó un último vistazo a Ser Criston Cole, que daba órdenes a los hombres en el patio. El Guardia Real parecía seguro de su estrategia, pero Simon conocía las viejas canciones. Harrenhal no era un castillo que se defendiera con campesinos y esperanzas.

Que los dioses nos protejan —susurró, más para sí mismo que para nadie. Pero en su interior, Simon sabía que los dioses habían abandonado aquel lugar hacía mucho tiempo.


Días antes de la Segunda Batalla de Harrenhal

El sol apenas había salido, pero Simon Strong ya tenía el ceño fruncido. Se encontraba en el patio de armas de Harrenhal, sus manos cruzadas tras la espalda, escuchando a un cantero que parecía más aterrorizado por las sombras que por su propio señor.

No entraré en esas torres, mi señor —dijo el cantero, con la voz temblorosa—. Todos saben que están malditas. Se oyen susurros por la noche, lamentos… Fantasmas.

Simon apretó la mandíbula, conteniendo su furia. La superstición era un lujo que no podía permitirse en tiempos de guerra. Dio un paso hacia el hombre, clavando sus ojos grises en los suyos.

¿Fantasmas, dices? —espetó Simon—. Serán los fantasmas de tu madre, llorando por haber engendrado a un cobarde. ¡Son piedras, maldita sea! Si no las traes tú, te aseguro que lo harás como un espectro más cuando acabe contigo.

El cantero tragó saliva, asintiendo con los ojos bajos, y se retiró sin más palabras. Pero Simon no tuvo tiempo de saborear su victoria. Un grupo de leñadores esperaba a las puertas del patio, con los rostros tan sombríos como la piedra misma. El líder del grupo, un hombre fornido de barba tupida, se adelantó.

Mi señor —comenzó, con tono dubitativo—. No podemos talar los árboles del bosque de dioses. El arciano nos maldecirá. Los antiguos dioses…

¡Por los siete infiernos! —rugió Simon, interrumpiéndolo—. ¿Creéis que los dioses van a bajar de sus cielos a salvaros de mí? Si tengo que ir en persona a talar ese árbol, os juro que antes practicaré con los cuellos de todos los leñadores supersticiosos de este maldito castillo.

El silencio fue inmediato. Los leñadores se dispersaron rápidamente, sin más protestas. Simon pasó una mano por su frente sudorosa, sintiendo cómo la ira le palpitaba en las sienes. Apenas había dado un paso cuando vio a un carpintero acercarse, con la boca medio abierta para hablar.

¡A la mierda! —bramó Simon antes de que el hombre pudiera decir una sola palabra—. Ni lo intentes.

El carpintero dio media vuelta, sabiendo que no valía la pena enfrentarse al viejo señor. Simon, cansado y con un dolor punzante en el estómago, llamó a sus hijos con un gesto.

Encargaos de estos necios —gruñó—. A mí me duele demasiado la barriga para aguantar más estupideces hoy.

Mientras se alejaba, apoyándose en su bastón, Simon pensó en las palabras de los hombres. Fantasmas, maldiciones, dioses antiguos… Tal vez había algo de verdad en ello. Pero, en tiempos de guerra, los espectros más peligrosos eran aquellos que llevaban acero y obedecían a señores vivos.


Momentos antes de la Segunda Batalla de Harrenhal

El amanecer era gris y húmedo, como si la propia fortaleza de Harrenhal llorara la suerte de quienes se apiñaban tras sus muros. Los soldados, harapientos y con rostros cadavéricos, afilaban sus espadas y ajustaban sus desgastadas armaduras. El aire estaba impregnado de miedo y resignación. No quedaba más comida, ni más esperanza. La opción de rendirse había rondado en las mentes de muchos, pero Simon Strong, el líder en quien todos habían puesto su fe, tenía otras ideas.

Simon, sentado en un desvencijado taburete en la sala principal, limpiaba el sudor frío de su frente con el dorso de la mano. Llevaba días vomitando y cagando sangre, una condición que, aunque disimulaba con su habitual rudeza, no podía ocultar del todo. Sabía que estaba al borde de la tumba, y aunque la idea de morir en batalla se le hacía extraña –un destino reservado a hombres más jóvenes o más fuertes–, comenzaba a aceptarla como la menos humillante de sus salidas.

¡A la mierda rendirse!– exclamó Simon, su voz resonando con una fuerza que no parecía natural en su debilitado cuerpo. – Nos han acorralado, sí, pero esos cabrones que nos cercan no son mejores que nosotros. Si hemos de morir, lo haremos con las armas en la mano y con nuestros enemigos cagándose encima al vernos cargar.

Un joven soldado lo miró desde una esquina, sus ojos reflejando tanto admiración como temor. Simon, notando la mirada, gruñó.

¿Qué miras, muchacho? ¿Esperas que te diga que todo estará bien? Porque no lo estará. Pero te aseguro una cosa: los que vengan por nosotros hoy recordarán nuestros nombres mañana.

Cuando las trompetas de los sitiadores resonaron en la distancia, marcando el inicio de otro asalto, Simon se levantó con dificultad, apoyándose en un bastón improvisado. Su cuerpo estaba débil, pero su determinación seguía intacta.

Alinead las tropas–, ordenó a sus capitanes. – Y recordad: los dragones pueden comernos, pero que al menos tengan que escupir nuestras espinas.

Mientras Harrenhal comenzaba a rugir con la actividad de una última defensa desesperada, Simon Strong, con el estómago retorcido y la sangre palpitándole en las sienes, ajustó su cota de malla. La muerte, pensó, no parecía tan mala como el hambre o la humillación. Si debía ir al otro lado, que fuera dejando un buen espectáculo tras de sí.


Epilogo de la Segunda Batalla de Harrenhal

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