Melissandre no podía dormir. Hacía tiempo que dormía mal, pero esa noche en particular estaba siendo especialmente agitada.
Los sueños llegaron lentamente, como siempre, comenzando con formas y colores indistintos. Pero esta vez, algo era diferente, una frialdad desconocida penetraba su mente, haciendo que su cuerpo temblara a pesar de la cálida atmósfera de la habitación. La nieve, una vasta extensión de nieve, se desplegó ante sus ojos cerrados. En medio de la blancura infinita, aparecieron figuras altas y esqueléticas, con ojos azules brillantes como el hielo.
Caminantes Blancos.
Melissandre intentó enfocarse en ellos, desentrañar sus secretos, pero sus formas eran elusivas, desdibujadas por la ventisca que los rodeaba. Intentaba ver más allá de la nieve y el hielo, pero la visión era confusa, como si el propio destino se burlara de su intento de comprender. Una sensación de urgencia la invadió, como si el tiempo se estuviera acabando.
De repente, la imagen cambió. En medio de la tormenta, un niño apareció. Su cabello era blanco como la nieve y sus ojos oscuros. La apariencia del niño hizo que el corazón se detuviera por un momento. Tenía el cabello blanco y los ojos de un color claro, violáceo. Le recordaba a alguien pero no era capaz de reconocerlo, como si le eludiera. Y aún así, el niño seguía apareciendo, una y otra vez, en sus visiones. Siempre solo, siempre perdido, como un huérfano en un mundo cruel.
Melissandre intentó acercarse a él en su mente, llamarlo, pero el niño no parecía escuchar. La ventisca aumentó, y la nieve comenzó a girar a su alrededor en un torbellino de blanco cegador. La figura del niño se desvaneció en la tormenta, y los Caminantes Blancos se volvieron sombras aún más vagas y distantes.
La confusión y la frustración crecieron dentro de la sacerdotisa roja. No podía entender lo que estas visiones intentaban decirle. Intentó mirar más allá, forzar su vista mágica para penetrar el velo de la tormenta, pero la ventisca era implacable. La nieve giraba y giraba, creando un muro impenetrable de blanco que la dejaba ciega.
Y entonces escuchó el rugido de un dragón y sintió el calor quemar sus mejillas incluso cuando la piel de su rostro hacía tiempo que había dejado de ser sensible.
El fuego del dragón la despertó y se encontró sudando como pocas veces lo había hecho en su vida.