Robb se levantó al despuntar el alba, aunque lo cierto es que, pese a estar exhausto tras la batalla, no había pegado ojo en toda la noche. Pero en su desvelo llegó un momento en que aceptó que el sueño no iba a llegar, y permanecer tumbado más tiempo se le hizo insoportable. Aún con la ropa de ayer, se puso las botas, mirando sus manos manchadas de sangre, no sabía si suyas o de otro, como si no las reconociera. Salió del pabellón y miró alrededor, con ojos vidriosos, hasta que su mirada recaló en un cajón.
-¡Si luchamos con bravura y con fiereza, como sabemos, esta será nuestra primera y última batalla en esta guerra! -gritaba Robb al amanecer, subido al cajón-. Tenemos más hombres y más barcos, pero eso es lo de menos. Nosotros luchamos por la justicia, por mi padre, por el reino, y a ellos les obliga a luchar un tirano ilegítimo. ¡Tan pronto como escalemos los muros, el miedo conquistará sus corazones, huirán como ratas, y la ciudad será nuestra! Hoy hemos dormido en tiendas, en el duro suelo, pero mañana dormiremos en camas de seda en Desembarco del Rey. ¡Antes de que caiga el sol, nuestros estandartes ondearán de esos muros!
Un penetrante olor a sangre y heces se extendía por el campamento. Robb casi se tropezó con un hombre tirado en el suelo, sobre unos sacos de arpillera, que gemía con voz ronca. Tenía facciones suaves y el pelo castaño; quizá era de Puerto Blanco. De cintura para arriba, no parecía estar herido. De cintura para abajo, no había nada. Solo sangre. Agarró a Robb del tobillo con una mano temblorosa. Viento Gris gruñó y le enseñó los dientes.
-Matadme -le suplicó con voz ronca-. Matadme. No puedo más. Duele. Duele…
“El hombre que dicta la sentencia debe blandir la espada”. Robb negó con la cabeza y dio unos pasos hacia atrás, trastabillando y cayendo al suelo.
-Por favor… Por favor.
-No, yo no… Lo siento -musitó.
Se incorporó y se alejó a paso rápido. Frente a él quedaban los muros de la ciudad. Delante de la Puerta del León, una mole de madera carbonizada y metal retorcido aún destellaba con el brillo de las ascuas.
-Robb, hemos perdido el ariete de la Puerta del León -dijo Galbart Glover, que llegaba a la carrera cubierto de sangre y ceniza-. Una lluvia de flechas en llamas cayó sobre él, y desde las murallas lo rociaron con algún tipo de ingenio alquímico que acrecentó las llamas. Es insalvable, tenemos que abandonar el ataque.
-¡Pues lleva a tus hombres a la Puerta de los Dioses! ¡Está a punto de caer! -le gritó Robb, que iba de aquí para allá a caballo, intentando hacerse una composición de lugar.
-¿Qué hombres, Robb? ¿Qué hombres? Apenas me quedan cien o doscientos.
-¡Y esos pueden ser la diferencia entre que caiga o no! ¡Es una orden, Galbart! ¡A la Puerta de los Dioses! ¡Ahora!
-¡Señor, los hombres de la Isla del Oso han conseguido escalar los muros! -le interrumpió un mensajero con los colores de los Mormont-. Pero la resistencia es feroz. Necesitan refuerzos.
-¿Mormont? ¿Junto a la Puerta Real? -los ojos le brillaron- ¡Mandad a los hombres de Bolton, y los de Tallhart, y los de los clanes! ¡Que abandonen el ariete y sigan a Mormont!
Se alejó de su campamento y se acercó, quizá más de lo prudente, a las murallas de Desembarco del Rey. Frente a las puertas, había zonas en las que los cadáveres se apilaban hasta una altura de medio hombre. Además de los miles que habían caído, los defensores habían arrojado centenares más desde las murallas. “Son vuestros”, parecían decir. “No os los olvidéis aquí”.
Se sentó en el suelo. Viento Gris se tumbó a su lado. Conforme el sol salía, tras la ciudad, la dotaba de un aura brillante. Imponente. Mágica. “Esta ciudad ha permanecido victoriosa trescientos años, y trescientos mas seguirá. Será vuestra muerte y la de todo el que la desafíe.”
-Más de tres veces tres docenas de años hacía -una voz grave y solemne dijo a sus espaldas.
Se volvió y vio a un hombre fornido, vestido con pieles de animales que no llegó a identificar. Tenía la cabeza rapada, y la cara grabada con dibujos en tinta verdosa. Le miró sin comprender.
-Que los Magnar de Skagos no acudían a la llamada de los Stark de Invernalia -aclaró-. Hmm. Ahora vemos por qué. Más de tres veces tres docenas de años pasarán hasta que los Magnar cometamos el mismo error.
Robb tragó saliva y negó con la cabeza.
-No debería haber sido así -musitó-. Algo… algo ha fallado. Alguien nos ha traicionado. El plan era sólido.
Sin hacerle caso, el desconocido señaló hacia un punto cercano a la Puerta de los Dioses.
-Gorn Garra de Hielo. Veintidós inviernos. Frío como el mar que baña nuestras costas, pero su corazón ardía con el fuego de la lealtad. Threk Colmillo Oscuro -continuó, señalando a otro punto en el que Robb no veía nada en especial, más allá de cadáveres apilados-. Dieciocho inviernos. El mejor cazador nocturno de la isla. Incluso en noches de luna nueva su mirada era afilada como la de un búho. Ylva Zarpa Salvaje. Diecisiete inviernos. Encinta. Más fiera que el más fiero de los hombres. Huln Sangre de Lobo. Quince inviernos. Él también tenía sueños de lobo -dijo echando un vistazo a Viento Gris-. Ahora la otra parte de su alma vaga por los bosques de mi tierra, aullando su pérdida.
Robb se quedó en silencio.
-Cuatro hijos tenía, Robb Stark. Cuatro hijos tenía. Hasta ayer. Pero no lamento mi suerte. Como todos los hombres nacen, todos los hombres han de morir. Solo desearía que hubieran muerto por algo -escupió con desprecio.
Robb asestó una estocada al Capa Dorada, que cayó al suelo echando sangre por la boca. Liberó su arma y se parapetó tras el escudo. Los enemigos no dejaban de venir. Dio un paso atrás, y casi tropezó con un cadáver. A su derecha tenía las almenas de la muralla y la larga caída al suelo, y a su izquierda Alysane Mormont con las tropas de la Isla del Oso, pero delante solo había una masa de enemigos.
-¡Mandad mensajes! -gritó- ¡Que vengan Cerwyn! ¡Flint! ¡Karstark! ¡Estamos cediendo demasiado terreno!
Oía aullar abajo a su lobo. La escala era impracticable para él.
-Ya es tarde para eso, Robb -le dijo Alysane sobre el entrechocar de la espadas-. No queda ya ningún otro foco de resistencia sobre los muros. Y los arietes están destruidos. O nos retiramos ahora o pereceremos aquí.
-¡No hay retirada! ¡Solo hay victoria! ¡A mí! ¡Invernalia! -gritó lanzándose hacia delante.
La embestida abrió un hueco en las líneas enemigas, pero pronto se vio rodeado de hombres de la corona. Notó un golpe en la armadura, luego otro, y un dolor punzante en el brazo.
-¡Niño estúpido! -le increpó Alysane poniéndose a su altura y quitándole de encima a uno de sus asaltantes con un hachazo en la cara-. ¡No hay victoria! ¡Ya no! El sol se pone, y el enemigo está envalentonado. ¡No digas que la marea sube cuando baja, ni que baja cuando sube! ¡Si no das la orden tú la daré yo, y te quedarás solo defendiendo tus queridas tres yardas de muro!
-¡Esto es deslealtad! ¡Cobardía!
-¡Esto es sentido común, Robb! ¡Nos han vencido! ¡Admítelo ya! ¡Deja de mandar hombres a su muerte!
Echó una mirada atrás. Apenas algunas docenas de sus hombres intentaban resistir, pero las tropas de la corona avanzaban y estaban cerca de llegar a las escalas. Cuando lo hicieran, la muerte de todos los que le acompañaban en la muralla sería segura.
-Retirada. ¡RETIRADA! ¡VOLVEMOS A LAS ESCALAS! -gritó al fin.
Robb volvió a su pabellón. Notaba las miradas de los hombres clavadas en él. Sus cuchicheos. Su rencor. Ayer había sido el Joven Lobo. Hoy era el hombre que había mandado a diez mil norteños a la muerte. Robb Stark, el niño estúpido y arrogante que condenó al Norte.