La Batalla de los Dos Hermanos

-Algo va mal -musitó el Príncipe Lewyn.

Elia se puso frente a él, con la niña durmiendo en brazos. Su rostro antes quebrado mostraba ahora una determinación férrea. Los ojos le brillaban con un fuego que Lewyn nunca había visto antes en ella.

-Tío, esta es mi ciudad. Soy la Princesa del Reino. ¿Quién podría negarme el paso, con qué derecho? No soy una esclava ni una prisionera. Soy una mujer libre, y su futura reina -le cogió de la mano y sonrió-. Y contigo y con Oberyn de mi lado, nada me podría pasar.

Pero pese a las palabras de la Princesa, cuando se encontraron una turba nerviosa de Capas Doradas en el puerto, Lewyn supo que no estaban allí por casualidad.

-Abrid paso a la Princesa del Reino, a su protector, y al Príncipe Oberyn de Dorne -declamó en voz clara y que no admitía réplica.

Los Capas Doradas, en lugar de eso, desenvainaron sus armas.

-Entregad las armas -dijo el sargento, cuya voz traicionaba su nerviosismo.

Oberyn, henchido como un gallo, tomó la palabra.

-¿Pero no has escuchado al Príncipe Lewyn, escoria? ¡Es tu Princesa, maldito idiota sin dientes! Aparta de nuestro camino antes de que el Rey te corte la cabeza.

-Son… son órdenes del rey. Arrojad las armas y entregaos -insistió el sargento.

Oberyn no respondió con palabras. Se había cansado de hablar. Su lanza se tiñó de rojo, el sargento profirió un grito borboteante conforme su garganta era atravesada, y el Príncipe Lewyn blandió su mandoble, mientras Elia miraba horrorizada la escena y abrazaba a su hija, que dormía ajena a todo en sus brazos.

Los guardias les superaban en número, pero ninguno era un guerrero de la categoría de Oberyn ni sobre todo de Lewyn, que se aprovechaba de su físico de coloso para mantener a sus enemigos a raya y partirlos en dos si se acercaban con su mandoble Sueño de Verano, y pronto la mitad de los Capas Doradas estaban tirados a sus pies y la otra mitad huyendo despavoridos. Lewyn se limpió la sangre ajena del rostro, negando con la cabeza.

-Por los Siete… ¿Pero qué está pasando aquí? -preguntó al viento, mientras agarraba a su sobrina y marchaba a paso rápido hacia la embarcación que les llevaría de vuelta a Dorne-. ¿Es que una princesa ahora es una criminal fugitiva? ¿Unos Capas Doradas dan órdenes a un Capa Blanca? Desde luego, Poniente se ha vuelto loco.

-Poniente siempre estuvo loco, sobre todo con esos albinos follahermanas en el trono -replicó Oberyn mascando el desprecio; se había enterado hacía un rato de lo que había pasado con Rhaegar, y había requerido un auténtico esfuerzo de parte de Elia convencerle de que se fuera con ellos, en vez de ir directo a retarle a un duelo-. Malditos monstruitos. Que les jodan. Vámonos ya de aquí.

Pero aún no había terminado todo. Cuando se preparaban ya a embarcar, con el nervioso comerciante metiéndole prisa a los marineros para que terminaran de subir todas las cajas, Ser Oswell Whent vino a la carrera con un grupo de guardias. Lewyn, cruzado de brazos, fue a su encuentro.

-¿Tú también vienes a impedir a la Princesa del Reino ir con su familia, Oswell? -le preguntó decepcionado.

Oswell, con cara de circunstancias, llevó la mano a la espada.

-Son órdenes del rey, Lewyn. Esto no me gusta más que a ti. Pero son las órdenes. Baja el arma, por favor. Te aseguro que los príncipes no sufrirán ningún daño.

-Tú me lo aseguras, y te creo, Oswell. ¿Pero me lo asegura el rey?

Oswell suspiró y esquivó la mirada de su hermano de armas. Lewyn asintió.

-Entiendo. Oswell, soy el Príncipe Lewyn Nymeros Martell. No voy a entregar a mis sobrinos a un demente. Y si ese demente es el rey… Hay límites, Oswell, que no se pueden sobrepasar. Hay situaciones que un juramento no cubre. Si quieres a la princesa, tendrás que pasar por encima de su protector.

-Lewyn, por favor -le dijo en voz baja, con rostro implorante-. No me obligues a hacer esto.

-No nos queda otra, Oswell. Si este es mi fin despídete de Alyssa por mí, ¿lo harás?-le dijo poniéndole la mano en el hombro y apretando como para darle ánimos. Tras respirar hondo, Oswell asintió, dio un paso atrás y desenvainó, y el Príncipe Lewyn hizo lo propio.

-¡Embarcad! -gritó a sus sobrinos, poniendo su cuerpo como barrera entre los soldados y la pasarela.

Oswell era un gran espadachín, como todos los miembros de esa formidable hermandad, pero no era comparable en físico a Lewyn. Sin embargo, Lewyn estaba solo y Oswell traía a un sin número de capas doradas. Lewyn supo desde el principio que esta sería su última batalla. No la había imaginado así, pero no se arrepentía de nada.

Poco a poco, con los cuerpos acumulándose a sus pies, el cansancio y las heridas fueron haciendo mella en el gigantón dorniense, que acabó hincando la rodilla en el suelo.

-¡Vivo! ¡Cogedlo vivo! -se apresuró a ordenar Ser Oswell, que aún quería pensar que todo esto quedaría en un malentendido. Que, de aquí a un mes, Lewyn y Oswell se reirían recordándolo con una copa de vino.

-¡DORNE NO SE ARRODILLA! -gritó Oberyn saltando desde la cubierta con la lanza en ristre y ensartando a uno de los Capas Doradas.

El caos le dio a Lewyn la oportunidad de incorporarse de nuevo y volver a atacar.

-¡Vuelve al barco y partid, imbécil! ¡Protege a Elia! ¡Ella es la que importa! -vociferó.

Oberyn intentó retirarse, pero había demasiados enemigos y Ser Oswell parecía haber tomado un interés personal en él. El príncipe Lewyn vio con horror como la hoja del caballero ribereño se hundía en el costado derecho de su sobrino.

-¡OBERYN! ¡VETE! -gritó embistiendo a Ser Oswell con las fuerzas que le quedaban y haciéndolo volar por los aires. Arrojó a su sobrino al barco como un saco y se volvió, ensangrentado y con la armadura mellada, hacia los Capas Doradas que quedaban.

-¡POR ELIA! ¡POR DORNE! ¡MARTELL! ¡MARTEEELL! -gritó mientras se lanzaba contra ellos.

El barco empezó a alejarse y Elia, aún con Rhaenys en brazos, que ya se había despertado y lloraba con inusitada desesperación, se levantó de al lado de su hermano malherido, a quien la tripulación intentaba taparle la profunda herida como buenamente podían. Con el rostro desencajado, vio a su tío el Príncipe enfrentarse a un hombre, a dos, a tres, a cuatro. Y finalmente caer.

El viento le trajo en un susurro las últimas palabras de su tío.

-Alyssa… perdóname.

¿Qué ocurre? - Preguntó Tywin molesto cuando un Capa Dorada entró atropelladamente en la Sala del Concilio donde la Mano del Rey leía unos pergaminos.

Mi señor, la Princesa Elia, y Oberyn, y Lewyn…

El Lannister levantó la mirada interesado de los pergaminos e hizo un gesto que indicaba que quería oír lo que tenía que decir y que quería oírlo bien.

Han intentado huir en un barco a pesar de las órdenes del rey.

¿Han intentado? - Tywin no sabía que los dornienses estuvieran en Desembarco; cuando dejó Harrenhal el único que se había marchado era Oberyn y no supo nada de él hasta ese momento. – Explícate.

Ser Oswell Whente y los Capas Doradas pudieron interceptarlos. Hubo lucha y … Tywin estaba perdiendo la paciencia con aquel hombre y apretó los puños. – Oberyn y Elia pudieron huir en un barco. Ser Lewyn …

Príncipe Lewyn Martell.

El Príncipe Lewyn Martell. - Se corrigió el Capa Dorada mientras negaba con la cabeza. – Se quedó en tierra. No sé si su estado, partí a avisaros en cuanto tuve oportunidad, pero no creo que haya sobrevivido. Luchaba para morir.

Tywin hizo un gesto despachando al Capa Dorada y se quedó a solas, se levantó y se fue hacia la ventana para observar el mar al fondo. Sus verdes ojos se entrecerraron y sus labios se torcieron.

Casi había casado a su hija con un traidor. ¿Estaba volviéndose descuidado?

¡Príncipe Rhaegar! –exclamó un sorprendido Arthur Dayne al ver al heredero de los Siete Reinos entrar a las estancias comunes de la Torre de la Espada Blanca –. Por los Siete, no esperaba veros tan pronto.

Ni yo tampoco –respondió el príncipe con voz cansada. Había dejado a todo su séquito atrás y sólo había aceptado la compañía de Ser Richard Lonmouth y Ser Myles Mooton para recorrer en el menor tiempo posible la distancia que le separaban de la capital. A pesar de sus profundas ojeras y su más que palpable cansancio, el príncipe seguía irguiéndose majestuosamente atractivo. En la habitación también se encontraba Ser Oswell, que se levantó para recibirle con unos ojos taciturnos. Eran los únicos Capas Blancas que se habían quedado en la capital–. Ya me han notificado de la huida de Elia, pero no conozco los detalles. ¿Qué pasó exactamente? ¿Están mi mujer y mi hija bien?

Afortunadamente, sí –respondió Dayne–. Pero los detalles no te van a gustar.

En absoluto –añadió Oswell Whent en tono sombrío–. Me encargaron a mí apresar a tu mujer, no he tenido que hacer tarea más desagradable en mi vida. Llegó aquí un desvergonzado heraldo real diciendo que me reuniera con un par de patrullas de los Capas Doradas al pie de la Fortaleza Roja. Que habían visto a la princesa Elia salir apresuradamente en dirección al puerto y que no podía escapar de la ciudad, órdenes del Trono de Hierro. Así que salí de aquí lo más rápido que pude, preguntándome qué narices hacía tu mujer sola, sin tu compañía. Tenía que llegar al puerto cuanto antes para obtener respuestas.

¿Qué pasó entonces? –inquirió el príncipe–.

Nos encontramos a Elia con tu hija en brazos a bordo de un barco mercante y a punto de zarpar. Le acompañaban el príncipe Oberyn y Lewyn, y alrededor unos Capas Doradas qué no sabían muy bien qué hacer. Les pedí que depusieran las armas y se entregaran, pero Lewyn se negó. Se interpuso entre nosotros y ganó tiempo para que la princesa pudiera escapar ilesa, pero…

¿Pero?

Ser Oswell no respondió inmediatamente. Bajó la cabeza, y después miró a Ser Arthur. Entre ellos dos parecía darse una conversación silenciosa a la que Rhaegar no estaba invitado. El príncipe intuía que nada bueno podía salir de ahí. Fue el dorniense quién rompió el incómodo silencio.

Lewyn fue abatido –la voz de caballero estaba impregnada de gran tristeza–. Lo siento, Rhaegar.

¿¡Abatido!? –Rhaegar no pudo disimular su asombro–. Imposible, tiene que seguir vivo…

¡No lo sé! –estalló Ser Oswell– ¡Fue todo culpa de ese condenado de Oberyn Martell! Teníamos ya a Lewyn de rodillas, listo para llevárnoslo sin derramar más sangre, pero el muy imbécil saltó de la cubierta del barco lanza en ristre y ensartó a uno de los Capas Doradas – Ser Oswell tuvo que parar para tomar aire un momento, horadar en aquella herida tan reciente seguía poniéndole furioso–. Después de eso cundió el pánico y los hombres ignoraron mis órdenes. La princesa consiguió escapar ilesa con su hija, pero por su hermano no pongo la mano en el fuego, le clavé medio palmo de acero en el costado. Escapó también, pero sangraba como un cerdo. Espero que el muy miserable esté bien muerto, porque su tío valía por diez como él.

¿Donde está el príncipe Lewyn? ¿Qué habéis hecho con él? ¿Sigue vivo?

Pues en las celdas negras… –el caballero blanco pareció encogerse ante la mirada que le dirigió Rhaegar, pero pronto se recompuso– ¡No me mires así, no pude hacer nada por evitarlo! Llegó lord Hayford con hombres de su guardia y le imploré que lo intentasen atender, pero me espetó que por mucha capa blanca que llevase no era más que un simple caballero. Ya conoces a esta corte de lameculos, nadie tiene huevos a toserle a tu padre, y los Capas Doradas tampoco estaban muy por la labor.

Vamos a sacarle de ahí ahora mismo. Si aún respira, que al menos viva sus últimos momentos con dignidad.

¿Y qué opina el rey de todo esto? –inquirió Ser Arthur– ¿Que planea hacer con respecto a Dorne?

Eso no puedo respondértelo ahora. Pero nada bueno –el príncipe hizo un gesto con la mano dando por zanjada la cuestión–. Vamos, no hay tiempo que perder.

Los dos capas blancas se miraron mutuamente. Tenían muchas preguntas que hacer al príncipe heredero, quedaban muchas incógnitas sin resolver, más sentían que no era el momento propicio para ello. El trayecto que les separaba de las celdas era pequeño, pero se hizo eterno para el pequeño grupo que encabezaba el príncipe, que lo realizó en el más absoluto silencio. La noche se alzaba fría y sombría, en consonancia con su ánimo.

Al entrar en los calabozos de la Fortaleza Roja el trío se encontró en la entrada con un hombre alto y espigado de morenos cabellos que ya empezaban a ser teñidos por el otoño de sus días. Rhaegar conocía a ese hombre a ese hombre de vista, lo había visto alguna vez junto al Justicia del Rey: era el jefe de calabozos de las mazmorras. Tras las cortesías de rigor, el príncipe dejó claras sus intenciones.

Quiero que saquéis al Príncipe Lewyn Martell de su celda y lo llevéis a mis aposentos.

Pero, mi señor… –su interlocutor se mordió el labio, no estaba seguro de como proceder–. Lord Hayford ha dicho que lo mantuviéramos preso. Órdenes del Rey…

¿Es que eres sordo o eres igual de gilipollas todas las noches? –Ser Oswell no tenía la misma paciencia ni, por supuesto, el mismo tacto que Rhaegar– ¿Te crees que el príncipe no lo sabe? ¡Cállate y obedece!

Lejos de querer discutir, el hombre bajó la cabeza y terminó consintiendo. Tras llamar a gritos a un par de guardias que portaban antorchas llevó al grupo hasta el tercer nivel de las mazmorras, donde la luz del sol no estaba invitada y reinaba una ominosa oscuridad. Avanzaron a tientas por tortuosos pasillos de piedra iluminados por la tenue luz de las llamas hasta que el jefe de los calabozos hizo un alto. Sacó una llave de su bolsillo y les franqueó la entrada al habitáculo frente al que se habían detenido.

Está en esa celda.

Bien. Ahora vete lo más rápido que puedas a avisar al Gran Maestre, y cítalo en mis aposentos. ¿Entendido? – el jefe de los calabozos asintió, y después el príncipe miró a los guardias–. Vosotros quedaos fuera. Y dadme una de esas antorchas.

Llama en mano, el príncipe entró en la lóbrega celda flanqueado por sus dos amigos. El panorama que encontraron en una de las esquinas fue desolador: el mismo Lewyn Martell se encontraba sentado e inconsciente, con las piernas estiradas y la cabeza caída sobre el hombro. Sus ropas estaban manchadas de sangre y había un gran charco de ella a su alrededor. Rhaegar cedió su antorcha a Arthur y se arrodilló junto al moribundo. Le tomó uno de los brazos para examinar su estado.

Tiene aún pulso, pero es muy débil. Sigue vivo. Príncipe Lewyn –llamó Rhaegar, al tiempo que tomaba a moribundo por los hombros y lo sacudía energícamente– ¡Príncipe Lewyn!

No sirvió de nada. El caballero parecía sumido en un profundo coma del que quizá ya no volvería a salir. Ser Arthur y Ser Oswell observaban la escena en silencio, impotentes.

Vamos, ayudadme –pidió a sus amigos al tiempo que intentaba levantar al corpulento caballero–. Puede que aún podamos salvarle.