La Batalla del Puerto de Lanza del Sol

Elia aspiraba y expiraba. Aspiraba y expiraba. Aspiraba y expiraba. Y ahogó un grito cuando una nueva contracción, más fuerte que las anteriores, la sacudió.

-Está empezando -musitó-. Ya viene.

La anciana partera, una mujer de piel manchada por el sol y mirada severa que se decía que nunca había perdido un niño, rajó el camisón por la mitad y puso la oreja contra el vientre de Elia, como quien escucha tras una puerta. Tras unos segundos de tensa espera asintió, fue hasta una mesita y cogió un mortero con agua y una daga ornamentada.

-Madre Rhoynar, la que siempre vigila, dadora de vida, manantial que sin fin fluye, escucha mi plegaria -declamó con voz rasposa. Cogiendo la mano de Elia, le hizo un corte en la palma y dejó fluir la sangre sobre el mortero. Acto seguido, vació en él una bolsita de tierra-. Agua del Rhoyne, sangre de sus hijos, barro de sus orillas. Agua del Rhoyne, sangre de sus hijos, barro de sus orillas -continuó recitando mientras agitaba el mortero para formar una pasta marrón.

Elia intentaba disimular sus temblores. Estaba aterrorizada. Su primer parto fue casi demasiado duro para su delicado cuerpo. Había tardado semanas en reponerse, y muchos temieron que no fuera a hacerlo. Pero, sobreponiéndose a sus circunstancias, algo le hizo abrir los ojos y mirar afuera. Gritos. Carreras. Órdenes. Algo estaba pasando.

-¿Qué pasa? -dijo mirando a la partera- ¿Qué está pasando fuera?

Esta la ignoró y, tras meter el dedo en el mejunje pardusco, dibujó sobre el vientre de Elia una línea sinuosa, como un río poderoso y salvaje, que bajaba de entre sus pechos a su bajo vientre.

-Madre Rhoynar, azote de Valyria, la que camina entre los juncos, la que blande la azagaya. Que el tránsito del niño sea veloz, como tus aguas cuando nacen en las colinas. Mantén a su madre entera y que su luz no se apague. Madre Rhoynar, la que ahoga a los malvados. Ayúdanos hoy. Tu sierva lo suplica.

Elia seguía preocupada por los ruidos, pero una nueva contracción que la hizo gritar de dolor la obligó a dejar todo lo demás en un segundo plano.


Doran contemplaba los preparativos desde el balcón. El puerto bullía de actividad y a sus pies, en la bulliciosa Ciudad de la Sombra bajo los muros, reinaba el caos. La flota que se acercaba a Lanza del Sol, más de medio centenar de barcos de guerra dirigiéndose en línea recta al puerto, había sembrado el pánico. Nadie sabía aún quiénes eran, pero en cuanto se corrió la voz, todos supieron que no venían a comerciar.

Era una flota enorme, ¿y quién les iba a hacer frente? Desde que la reina Nymeria quemó sus barcos, la flota de Dorne había consistido solo en un puñado de viejas galeras. No tenía ninguna posibilidad de detener la flota invasora.

Excepto haciendo esto, claro.

La idea le vino de súbito, como un relámpago. Doran debía ser fiel a su linaje. Era tan sencillo como eso.

Cuando los barcos que estaban anclados en el puerto zarparon y comenzaron a alejarse, Doran suspiró aliviado. Sabía que el plan era el correcto pero no estaba seguro de si habría suficiente tiempo para ejecutarlo. La flota enemiga ya se acercaba a la boca del puerto. Cinco minutos más y habría sido demasiado tarde.

Fue justo entonces cuando oyó algo cortar el viento, y un fuerte golpe bajo él, en las murallas, seguido por el crepitar del fuego. Una lluvia de proyectiles incendiarios caía sobre Lanza del Sol. Pocos llegaban hasta la orgullosa fortaleza, en lo alto de un risco, pero la Ciudad de las Sombras que se extendía abajo, contra las murallas, se convirtió pronto en un infierno. Mañana no habría más que cenizas.

A Doran se le encogió el corazón, pensando en las vidas perdidas y en los destrozos causados, y el efecto que esto tendría en sus arcas. Habían venido a destruir Lanza del Sol. O al menos, a provocar caos y confusión.

“Y entonces… y entonces se llevarán a Elia”, comprendió. Este ataque era una respuesta a la marcha de Elia del torneo; lo supo con la certeza de un político avezado. La mano insidiosa del Rey Aerys debía de estar detrás de esto. ¿Pero de quién era la flota? No era la Flota Real, de eso estaba seguro.

Aguzó la vista e intentó distinguir los estandartes. "Una espada… no, una torre. Una torre de plata. Hightower". Sintió una punzada de odio. No era la primera vez que los orgullosos caballeros del Dominio venían a Dorne con afán de conquista. Habían sabido lidiar con ellos, y sabrían hacerlo de nuevo.


Elia gritaba y lloraba. Lloraba como nunca había llorado. Sobre todo porque por las ventanas estaba entrando un humo acre que irritaba los ojos y se pegaba a la garganta. Sabía, en algún rincón de su mente, que una gran calamidad estaba ocurriendo en Lanza del Sol. ¿Un incendio? ¿Un ataque? ¿Una revuelta? Pero no tenía tiempo ni fuerzas para pensar en ello.

Aulló una vez más, mientras la partera, con las manos en su vientre, movía los labios en una plegaria cuyas palabras quedaban ahogadas por los gritos de Elia y los que venían del exterior. Y al otro lado de la ventana, el cielo se tiñó del negro del humo y el rojo de las llamas.


Doran observaba la hilera irregular de barcos mercantes, de pesqueros y de viejas galeras cochambrosas ir al encuentro de la flota Hightower. Parecía una farsa; ¿que iban a hacer esas embarcaciones ruinosas, que ni siquiera llevaban armas, contra una armada de ese calibre? Doran rezó en silencio a los Siete porque el almirante se envalentonara y avanzara a toda vela.

Pero no rezó lo suficiente. Los barcos enemigos comenzaron a darse la vuelta y Doran maldijo en silencio. Cualquier buen almirante se habría olido una trampa, y al parecer, su enemigo lo era. Doran se iba a apuntar una victoria táctica y, sobre todo, ganaría tiempo, el tiempo suficiente para que las tropas llegaran. Ese había sido el objetivo, y se iba a cumplir. Pero había guardado la esperanza de que los enemigos se metieran en la boca del lobo, y así redondear la victoria de hoy.

Sin embargo, hacer cambiar de dirección una flota de 60 o 70 naves no era sencillo, y Doran vio con una sonrisa que un puñado de ellas no iban a poder corregir el rumbo a tiempo.

La extraña flota dorniense ya había llegado hasta la boca del puerto, y allí echaron anclas. Estaban a tiro de piedra de la flota enemiga. “Ahora”, pensó Doran.

-Ahora. ¡Ahora! -dijo en voz alta, como si sus marineros pudieran oírle.

Siguieron unos segundos de calma, mientras el terror iba apoderándose de Doran. ¿Y si todos los marineros habían sido barridos de las cubiertas por las salvas de proyectiles enemigas? ¿Y si no habían extendido bien la brea? ¿Y si…?

Y entonces la primera de sus naves salió ardiendo de súbito. La segunda le siguió. El fuego se extendió rápidamente por las cubiertas cercanas. Y en apenas un minuto, una barrera de navíos en llamas bloqueaba la entrada al puerto. Un puñado de barcos enemigos, los que más cerca estaban, salieron ardiendo a su vez. El resto se alejaban ya.

El puerto de Lanza del Sol estaba cerrado hasta nueva orden. Cuando los navíos dejaran de arder, se hundirían en las aguas poco profundas y supondrían un obstáculo más infranqueable si cabe. Sería imposible ahora para esa flota ni ninguna otra entrar en la ciudad; si seguían pretendiendo atacarles, no les quedaría más remedio que darse la vuelta y buscar algún lugar en el que desembarcar, y eso le daría a las tropas dornienses tiempo de sobra para acudir en su ayuda.

Doran suspiró. Se llevó la mano a la frente para quitarse el sudor y vio que estaba manchada de sangre; había estado apretando los puños tan fuerte que se había desgarrado la carne con las uñas. Abajo, en la ciudad a la sombra de los muros, el incendio arreciaba.


Tras un último esfuerzo y un grito agónico, Elia, entre las lágrimas y el humo, vio aparecer al fin el cuerpecito del niño. La partera terminó de extraerlo con habilidad y le dio un cachete, y el llanto del niño, fuerte, con rabia, fue para Elia el sonido más maravilloso que hubiera escuchado.

Jadeando y luchando por mantener la consciencia, pidió en un susurro que se lo trajeran. La sangre que lo cubría estaba oscurecida por el humo, y el niño tosió, lo que hizo que todo su menudo cuerpo temblara. Elia lo sostuvo contra su pecho, resguardándolo del humo, del calor y de todos los males del mundo, y sonrió.

-Reinarás -le dijo-. Tú reinarás, Aegon. Aegon Fireborn.

La flota de Antigua por fin divisó en la agreste costa dorniense la silueta de Lanza del Sol. El astro rey calentaba las tablas de la cubierta desde hacía varias horas y en las playas que había junto a la ciudad podía verse desde lejos los restos de tiendas y hogueras. La arena estaba revuelta y había multitud de restos de los hombres, sin duda había habido un ejército allí hasta hacía bien poco. Baelor torció el gesto desde la proa del buque insignia, su barco. Todo aquello había sido para él una obligación desde el principio y solo la oportunidad de pasar algo de tiempo con el gran Lord Comandante, su tio, le agradaba de todo aquello. Junto a él el Lord Comandante daba las órdenes pues él y no Baelor dirigía el ataque.

Se movió en el sitio nervioso al ver la maniobra realizada por los dornienses para evitar que las galeras y los dromones tomaran el puerto. Era evidente que era una trampa y habían tenido tiempo suficiente para realizarla por lo que lanzarse de cabeza era evidentemente un error de principiante. Baelor lo supo, Gerold lo supo, pero por lo visto ser Gylles de Puerto Ryam y su ansia de gloria no supo verlo. - ¡Virad estúpido! – le gritó Baelor desde la proa, alzándose por encima de los demás fuera de si. Buenos hombres iban a morir por la estupidez de un comandante mediocre.

Baelor aconsejó que los dromones continuasen con la incesante lluvia de flechas, virotes y demás artefactos incendiarios contra la ciudad mientras ellos seguían el plan alternativo. Era posible que Doran, Ellia y incluso Oberyn no se encontrasen en la ciudad. Habían decidido que de complicarse el plan inicial no perderían tiempo y dirigirían las galeras a los Jardines del Agua. Con suerte si se enviaba un mensaje ellos llegarían antes y podrían tomar a los posibles dornienses que allí hubiera por sorpresa.

El desvio se realizó con efectividad y las galeras partieron en formación, recorriendo las escasas leguas de costa que separaban ambos lugares con celeridad. Al llegar, tal y como los hombres sabían que debían hacer pues se les había enseñado ya desembarcaron en los botes en un orden que muchos ejercito no hubieran logrado en mil años entrenando. Sin embargo Lord Gerold había insistido, y con razón, y el desembarco fue ágil y rápido.

Ser Baelor tocó la arena dorniense de los primeros, dando órdenes con la armadura reluciendo ante la luz del mediodía y sus capitanes repitiendo las ordenes de su señor. Lord Gerold estaba al mando pero eran sus hombres y sus blasones los que se veían. Avanzó con los marineros, luchó a su lado contra los defensores durante el breve tiempo que duró su resistencia y en uno de esos lances, tras girar un pasillo del palacio fue herido. Un pequeño grupo de defensores se había atrincherado y en la reyerta una lanza atravesó la unión de dos partes de su armadura, atravesando su carne e hiriéndolo en el hombro. - ¡Acabad con ellos! – vociferó mientras sujetaba la lanza que se clavaba en su hombro con una mano y con la otra empuñaba su espada hasta atravesar a su adversario.

Tras aquel lance Baelor tuvo que replegarse pues la herida había atravesado alguna vena o arteria y la sangre manaba en exceso. Haber seguido hubiera sido una estupidez y la palidez de su rostro así lo aseguraba. Estaba Gerold, el registraría el resto del palacio y haría que los hombres volvieran a embarcar.

Escoltado por sus más leales caballeros Baelor montó en una barca donde fueron llevándolo hacía su barco fondeado en la costa. Cuando subía a cubierta fue cuando vio la polvareda que se acercaba y no tuvo dudas – haced las señas de retirada, avisad a la playa de que vienen enemigos, probablemente a caballo. Deben volver ya o será demasiado tarde – ordenó a sus caballeros. Estos dieron las órdenes a los marineros que portaban los banderines de señales, intercambiando señas con la playa.