La Batalla del Vado de Wyl

-Los tormenteños han profanado el suelo de Dorne -arengaba la Princesa Arianne a las tropas, con armadura, la espada en la mano y el pelo suelto al viento, como las imágenes de la Reina Nymeria-. Han cruzado el río Wyl y han osado pisar nuestra tierra, con un ejército, con intención de invadirnos y sojuzgarnos. ¡Qué pocos libros de historia han leído! ¡Qué poco conocen a los dornienses! -exclamó desafiante, ante los asentimientos generalizados-. Pues les vamos a hacer pagar caro por cada yarda de nuestra tierra que han mancillado. Vamos a hacer que sus viudas lamenten el día en el que Renly Baratheon cruzó el río Wyl y se adentró en Dorne. ¡Porque Dorne no se arrodilla! ¡Dorne no se dobla! ¡Y Dorne no se rompe! -gritó alzando la espada al cielo- ¡A la batalla, dornienses!

El clamor que surgió de las gargantas de los soldados debió oírse hasta en el río, donde las tropas bajo el estandarte Baratheon se afanaban ordenadamente por cruzar el vado de vuelta al norte. Pero si eso no les sirvió de aviso, sin duda se dieron por enterados cuando vieron la marea humana enfurecida que bajaba hacia ellos. En número, ambos contingentes eran similares, sobre los veinte mil hombres, pero uno estaba retirándose por un vado y el otro poseído por una ira homicida. Era una de esas batallas en las que bastaba para ver el sentimiento imperante en ambos bandos para saber cuál sería el resultado.

El mismo Renly Baratheon, rodeado de sus mejores hombres, fue el primero en interponerse en el camino de los dornienses para dar tiempo a sus hombres de retirarse, noble gesto que le podía salir muy caro. Y Ser Andrey Dalt, de Limonar, formaba con los caballeros de su casa la punta de lanza de los ejércitos dornienses. Arianne, desde la retaguardia, observaba nerviosa. Por mucha armadura que llevara, no era una guerrera; sus armas no eran la espada ni la lanza.

-¡Dalt! ¡Limonar! ¡Dorne! ¡Dorne! ¡Dorne! -gritó Ser Andrey a pleno pulmón mientras sus fuerzas se estrellaban contra los defensores. Y a su lado, un joven saltó gracilmente del caballo tras la carga y se fue abriendo paso con la lanza, que manejaba como si hubiera nacido con ella en la mano, con un objetivo claro.

La defensa de Renly y sus hombres fue valiente, pero la aplastante superioridad dorniense amenazaba con barrerlos en cuestión de minutos. Sus caballeros empezaron a gesticularle a Renly: tenía que retirarse, ahora, antes de que cundiera el pánico, la soldadesca se agolpara para huir y el vado se volviera impracticable. Pero el heredero de Bastión, consciente del coste en vidas que conllevaría, era reacio a señalar la retirada, y en vez de eso antes de darse cuenta se encontró sumido en pleno combate, y no contra un oponente cualquiera.

-¡Muere, desgraciado! -le gritó Oberyn Arena con los ojos rojos de odio, lanzándole una estocada con la lanza que le atravesó la armadura en la junta del hombro, haciendo sangre- ¡Hijo de mil putas tormenteñas! -insistió, lanzándole otra directa al pecho que casi lo desestabiliza y lo hace caer- ¡Perro faldero de la Falsa Reina! -la estocada a la cabeza fue desviada por el yelmo, aunque le aturdió durante unos segundos.

Más allá del entusiasmo, esta era la primera batalla real de Renly, pero no así de Oberyn, y el dorniense nunca dejó de llevar la iniciativa. Cuando al fin consiguió hacerle trastabillar y caer, lo único que salvó la vida de Renly fue la presteza con la que uno de sus guardias, que llevaba un rato intentando abrirse paso de vuelta hasta él, se abalanzó contra el dorniense, hiriéndolo en el costado y haciéndole retroceder.

Renly se levantó, volvió tras sus líneas y ordenó la retirada, y en cuanto el heredero de Bastión de Tormentas cruzó a paso rápido el vado, toda pretensión de orden en la retirada se deshizo. Las tropas dorniense se lanzaron contra los muchos soldados que quedaban por cruzar forzándolos a arrojarse al río o afrontar una muerte segura; aunque algunos, como Lord Penrose y Lord Peasbury, optaron por una tercera vía y rindieron sus armas, salvando así la vida, al menos de momento.

El final de la batalla fue cruento, grotesco, y sobre todo, sangriento. Mil o dos mil cadáveres tormenteños flotaban en el río cuando todo acabó, y otros tantos yacían muertos en su orilla. Por la parte dorniense, las bajas habían sido mínimas, apenas las de la carga inicial. Un clamor de victoria surgió de las gargantas del orgulloso pueblo dorniense, y al otro lado del río sus enemigos en retirada no pudieron más que arrepentirse del día en que cruzaron el vado de Wyl.