La caída de un Príncipe

El gentío se reunía ávido alrededor del cadalso espectante ante la ejecución que pronto tendría lugar; los rumores acerca del condenado habían volado desde que el día anterior se anunciara y muchos aún no creían que fueran a ejectuar a todo un Príncipe.

En un estrado improvisado a la derecha del patíbulo se sentaba el rey Aerys dominando la escena; a su derecha, de pie, la Mano parecía estar contando los segundos que faltaban para que todo terminara con un rictus serio en su rostro.

Los cuchicheos y la algarabía propia de la multitud daba vida al lugar donde después habría muerte puesto que pocos de los que pudieran acercarse se iban a perder un espectáculo como aquel, tan morboso que los más simples de entre la plebe no concebía disfrutar de ello máxime si la ejecución que presenciarían era de uno de los poderosos.

Entonces, la espectación creció cuando varios Capas Doradas empezaron a recorrer el camino que llevaba desde el interior de la Fortaleza Roja hacia la plaza donde el condenado encontraría su fin. Muchos se sintieron decepcionados cuando vieron que el Príncipe era llevado en volandas por varios hombres ya que no podía caminar por su propio pie; su rostro estaba tan pálido que algunos creyeron que lo que transprotaban era un cadáver pero de vez en cuando el Príncipe movía la cabeza y trataba en vano de abrir los ojos por algo más que unos instantes. Iba vestido con un atuendo formal pero no con la armadura por la que muchos lo reconocían desde hacía tiempo.

Cuando llegó al cadalso, lo situaron como bien pudieron ante el tocón, colocando la cabeza inerte sobre el mismo. No estaba atado ni falta que hacía, el Príncipe no podía moverse ni hacía atisbo de intentarlo. Aerys entrecerró los ojos observándolo y Tywin mantuvo la compostura; la Mano sabía que el condenado estaba bajo los efectos de sueñodulce y que si no estaba totalmente dormido era porque incluso herido mortalmente como estaba, la constitución del procesado era tal que aguantaba las dosis de la droga.

Sin más dilación, la Mano elevó la voz entre el gentío y leyó el edicto.

Príncipe Lewyn Martell-Nymeros, por vuestros actos de traición al Trono de Hierro al desobedecer órdenes de Su Majestad y enfrentarse a la Guardia Real de la que formábais parte, así como por permitir que miembros de la familia real abandonaran la seguridad de la Fortaleza Roja, se os condena a muerte por decapitación tal y como es vuestro derecho como noble de Poniente.

Si deseáis decir unas últimas palabras, hacedlo ahora. – Tywin tuvo el decoro de esperar un par de segundos antes de proseguir pues estaba claro que el condenado no iba a hablar. – Sea.

Tywin levantó la mano indicando al verdugo que se preparara. Sólo tenía que bajarla y la cabeza de Lewyn Martell sería separada de su cuerpo.

¡Esperad, Lord Tywin! – el rey se levantó de su asiento y comenzó a caminar hacia el cadalso. –La espada es una muerte demasiado digna para tamaño crimen.

Mi rey – añadió Lord Lannister mientras se acercaba a Aerys sabiendo lo que el rey planeaba –Os ruego no continuéis con vuestro plan.

La razón y la historia están de mi lado, y vuestra falta de coraje no me detendrá

Aerys alcanzó al reo y uno a uno comenzó a arrancar los broches que sujetaban su capa

¡Ni príncipe! ¡Ni ser! ¡Ni Nymeros-Martell!– la capa blanca cayó sobre el suelo de piedra –¡Tan solo Lewyn!– Con el último grito el blasón del sol y la lanza fue arrancado de la camisa de Lewyn –Quien traiciona a su rey merece la muerte, quien traiciona su juremento de la Guardia Real merece el olvido, quien traiciona al dragón sufrirá por ello.

Lord Rossart y sus hombres avanzaron desde las sombras y en tan solo unos instantes todo estuvo preparado. Las llamas verdes lo consumieron todo en minutos mientras la multitud observaba.

La noticia se extendió como un enrabietado incendio, acorde a lo presenciado por la multitud en Desembarco. Pronto se supo en todas las cortes de Poniente que ser Lewyn Martell había sido juzgado y condenado, despojado de su capa blanca e incinerado. Aunque ya se sabe cómo les gusta exagerar a los viajeros…Una chimenea se puede convertir rápidamente en una pira para brujas y un rey viejo y enconado en un loco despiadado.

Como no podía ser de otra manera, la noticia también alcanzó Altojardín. En algún rincón de los grandes jardines de la primera casa del Dominio se oyó decir a Lady Olenna Tyrell…

— ¡Ah, Lewyn! Lo mejor que había dado Dorne. Incluso era un caballero apuesto. ¿Qué le habría arrastrado a tamaña locura? Y la pobre Elia de Dorne, una muchacha inteligente pero, como nos pasa a todas, fácil de engañar por los hombres…¡Ese Oberyn y su lengua sibilina ¡Es una Víbora!

Rhaegar Targaryen no apartó la mirada cuando las llamas empezaron a consumir al otrora orgulloso príncipe. El comportamiento de Lewyn distaba mucho de ser ejemplar y debía de ser de castigado, más el escarnio había sido excesivo. Su padre había observado hasta el momento el espectáculo con mal disimulado aburrimiento, ya que el reo, cuyos sentidos habían sido inutilizados por el sueñodulce, no ofrecía más que compasión. Rhaegar había obligado a Pycelle a darle una dosis extraordinaria para matarlo y ahorrarle el sufrimiento, pero a la vista estaba que no había sido suficiente. Aún en sus últimos momentos, el caballero mostraba una fortaleza extraordinaria. Cuando las llamas acariciaron el cuerpo del dorniense, pareció escuchar de la boca del condenado un lastimoso gemido, pero con el crepitar de las llamas y el murmullo de la multitud era difícil asegurarlo.

Cuando el fuegodragón estuvo en su máximo esplendor el joven Targaryen no pudo evitar mirar fugazmente a su padre. Su desaliñado rostro, iluminado por las verdes llamas, mostraba una vivacidad y una atención casi grotesca de la ejecución. Lo que vio en sus brillantes ojos fue suficiente motivo para volver a contemplar el fuego. Junto con ser Lewyn Martell se consumía una época de paz y estabilidad y se daba paso a una que sólo los Siete sabían a donde les conducía.