La Espada del Amanecer

Antes de la construcción de los Jardines del Agua, Campoestrella fácilmente podría haber sido la edificación más hermosa de todo Dorne. Situada en una isla fluvial en la desembocadura del río Torrentine, la fortaleza se alzaba fuerte desafiante frente a un mar de cristalinas aguas. Era grande y antigua, evocando así el antiguo pasado en el que los Dayne habían sido reyes independientes de un gran territorio, ostentado riqueza y poder. Esos días habían pasado, pero los Dayne seguían contándose entre las casas más influentes de Dorne. Las torres de la fortaleza contaban con trabajados tejados que estaban coronados por una estrella. La fachada de la fortaleza y de los edificios adyacentes era blanca, con numerosas estatuas de animales y personas, así como grabados y mosaicos en piedra. Un observador señalaría con razón que el castillo, a pesar de su bello acabado, no estaba preparado para una adecuada defensa. Y ciertamente, no había mucha necesidad para ello, pues hacía varios siglos que la guerra no había llegado hasta ahí.

Campoestrella lucía aquel día en todo su esplendor, pues se celebraba una boda bajo sus muros. El matrimonio inesperado de Ashara Dayne con Eddard Stark había levantado mucho revuelo. Eran muchos los curiosos que querían ver al señor norteño, pues no habían visto a ninguno en su vida; y eran muchos otros los que querían ver las reacciones de los presentes. Estos últimos hubieron de volverse a cara decepcionados, pues en la ceremonia no hubo ningún rostro ofendido ni malas palabras. En el Patio de la Estrella lord Dayne había preparado las mesas para los invitados, así como un pequeño tablado en el centro donde se oficiaría el matrimonio y posteriormente se colocarían los músicos. Era este un gran recinto a cielo abierto, ajardinado con un gusto exquisito y con albercas en sus extremos, que palidecía ante los Jardines del Agua en tamaño pero no en belleza.

Ser Arthur Dayne había contemplado con gran dicha como su hermana y Eddard Stark se juraban amor eterno frente a todos los invitados. Había pocos señores, pero Arthur vio a hombres de Fowler, Uller, Qorgyle y Ladybright, y también a los Dayne de Ermita Alta. También había norteños del séquito de Eddard que no conocía, y eran estos los más ruidosos y alborotadores. Ahora se encontraba sentado, meditabundo y solitario en uno de los asientos. Ya habían dejado de servir viandas hacía tiempo y muchos de los invitados bailaban a su alrededor. Dayne observó con desagrado la pésima posición de los guardias de su hermano así como su relajada situación. Muchos habían dejado su labor de lado y se habían unido a la música y la fiesta. Si alguien hubiese querido atentar contra su hermana, lo habría tenido muy fácil. Por fortuna, los Dayne no tenían enemigos poderosos. Una brusca palmada en la espalda lo sacó de sus meditaciones. El caballero blanco no tenía la necesidad de girarse para saber de quién se trataba.

— ¡Espabila, hombre! Llevas ahí sentado un cuarto de hora, mirando a quién sabe donde.

— Es la costumbre, me temo. Demasiados días cumpliendo con diligencia mi labor.

— Deja de decir tonterías. Incluso un Guardia Real tiene derecho a descansar. Hoy estás aquí como Arthur Dayne, hermano de una feliz casada; no como Ser Arthur el Caballero Impoluto. Toma —lord Vorian Dayne le tendió su copa de vino. Ser Arthur la rechazó con un gesto, pero su hermano se la acercó aún más —. No voy a aceptar una negativa por respuesta.

Ser Arthur se rindió ante la avasalladora confianza de su hermano y terminó consintiendo. Lord Vorian Dayne, con veinticuatro días del nombre y ni uno más había salido a la familia de su padre. Era alto, fuerte, de ojos y cabellos morenos y de facciones duras; de verbo fluido y rápido ingenio, pero también pronto para el gesto de reto, si un desconocido se tomaba demasiadas confianzas con él. Ser Arthur observó que había ganado algo de peso desde su último encuentro, así lo delataban sus rellenos mofletes. Tomó un trago del vino que le acababan de servir al tiempo que su hermano se acercaba otra copa para sí.

— Bueno, ¿eh? El mejor de las viñas del Torrentine, de mi reserva personal. Dudo que en la capital encuentres algo mejor.

— Dudas bien. Pero no se come ni se bebe tan mal como piensas.

— ¡Ja! Eso habría que verlo… Hablando de comer, creo que la última comida se le ha indigestado al rey.

— No te entiendo.

— ¿El maestre Yorick no te ha comentado nada? Voy a tener que darle un buen capón. A pesar de esa capa, sigues siendo de la Casa, no debería desconfiar de ti. Hoy ha llegado un mensajero de Lanza del Sol. Lord Hoster Tully ha sido desposeído de sus feudos y su hermano el Pez Negro está en busca y captura. Todo a raíz del asunto de la lady norteña desaparecida, que por cierto, ya ha sido encontrada. Estaba en las mazmorras de Aguasdulces, pero dudo que Tully tenga nada que ver. No ganaba nada con aquello.

«De mal en peor». El semblante de Arthur se ensombreció. Las noticias ya habrían llegado a Lanza del Sol, donde había llegado ya el príncipe Rhaegar. Se preguntó que opinaría al respecto.

— En absoluto. Entonces, es la guerra.

— Sin duda. El Tridente no consentirá ver a su señor preso. ¿Nadie protestó ante ese atropello?

— El príncipe Rhaegar no estaba presente. Si no, lo habría hecho —Arthur lo conocía lo suficiente para poder afirmarlo con rotundidad—. En Desembarco pocos tienen valor para oponerse al Rey.

— Pues no debió de protestar mucho el príncipe cuando quemaron al príncipe Lewyn.

La ironía no había pasado desapercibida a los oídos del caballero blanco.

— El príncipe Rhaegar suplicó clemencia. Incluso la Mano pidió que al menos no se le quemase vivo —A Arthur Dayne le costaba imaginar a un hombre tan despiadado como Tywin Lannister pedir una pena más moderada—. No podíamos sacarlo de ahí, Vorian —anadió ante la mirada acusadora de su hermano—. Estaba a las puertas de la muerte, el viaje lo habría matado. Rhaegar sabía que seguramente sería ejecutado, pero hizo lo posible por evitarlo. Y pedir su absolución era una locura: Lewyn quebrantó sus votos, aunque tuviera excelentes motivos para hacerlo. Pero el rey fue implacable.

«Pobre Lewyn». Arthur había apreciado mucho a su difunto compañero. Compartían patria y muchas costumbres ajenas al resto de sus compañeros sureños, y ello les había unido desde el día que se conocieron. Recordaba con rabia el momento en que las llamas lo habían consumido. Un hombre como él no merecía tan funesto destino. «Debería haber muerto en combate, los Capas Doradas deberían haberlo matado». Se ve que hasta para eso eran incompetentes.

— Entiendo. El Rey Loco… Al principio creía que eran rumores para desprestigiarlo, el poder siempre levanta envidias, pero ahora… La paz no va a durar mucho. No en el Tridente, si no en todo el reino. Pronto intentarán darle la vuelta a la tortilla.

Arthur no dijo nada. ¿Qué podía decir? Odiaba admitirlo, pero era así. Su hermano prosiguió.

— Doran Martell puede parecer un pusilánime, pero te aseguro que nunca olvidará ni perdonará. Esperará el momento adecuado para cobrarse su venganza. Y Tully tiene amigos. No creo que Brandon Stark se quede de brazos cruzados ante el repetido ataque a la Casa de su prometida.

— No lo creo, no. Rhaegar quería evitar este escenario a toda costa, pero ha fracasado. Es consciente de la lacra de su padre y de su incapacidad para el gobierno. Quería apartarlo del poder manera pacífica y con el apoyo de los grandes señores…

— Será mejor que le digas al príncipe que es hora de actuar. No encontrará a los Siete Reinos más dispuestos que ahora a entregarle su corona. No a todos, claro, pero si a una buena parte. Nadie quiere estar expuesto a los caprichos de un monarca demente. En fin —suspiró, al tiempo que bebía el vino que le quedaba de un trago—, dejemos el politiqueo a un lado. Hoy no es día para hablar de desgracias. ¿Qué opinas del lobo? ¿Te parece un buen marido para nuestra Ashara?

— No he podido hablar mucho con él, pero parece honrado y leal. Aunque confieso que no es el esposo que habría imaginado para ella.

— Lo imaginabas más guapo, ¿verdad? —los dos hermanos rieron. Aunque Eddard no era feo, distaba mucho de tener el inhumano atractivo de su ahora ya mujer—. Sí, parece un hombre de principios. Muchos seguro que se han decepcionado al verlo, ¿eh? Esperaban encontrarse con un gigantón barbudo, y se han encontrado con un muchacho de poco más o menos, bien aseado y con un aspecto con el que podría pasar por un sureño más. Creo que será feliz a su lado. Lo deseo. Madre seguro que también se alegraría mucho por ella.

La difunta Lady Daenora Dayne había sido la única hija de su abuelo que había llegado a la edad adulta, y por derecho había sido la señora legítima de Campoestrella, pero el matrimonio por compromiso que había acordado con su padre, Manfred Uller, distaba mucho de haber sido feliz. Ella hizo todo lo posible por evitar ese destino a sus hijos.

— Espero que el Norte no se le haga demasiado duro. El clima, y por supuesto la gastronomía, distan mucho de ser benévolas.

Ser Arthur aún tenía pesadillas con la comida que había compartido con los Hermanos Juramentados de la Guardia de la Noche en Guardiaoriente del Mar. Ya habían pasado seis años de aquel viaje. El príncipe Rhaegar se había empeñado en visitar el Muro y su padre no había podido hacer nada para disuadirlo. Consintió, pero le encargó a Arthur el cometido de acompañarle y velar por su seguridad. El recién nombrado Capa Blanca obedeció la orden con dicha, pues era la primera tarea de importancia que se le encomendaba. Fue allí donde empezó su larga y provechosa amistad.

— El amor todo lo puede, ¿no? Supongo que se acostumbrará. Brindemos por el amor —comentó al tiempo que levantaba su copa de vino. Ser Arthur hizo lo propio con la suya—, y por los dichosos novios.

Mientras el vino corría a través de su garganta, el caballero blanco aprovechó para echar una ojeada a su alrededor. Los recién casados bailaban frente al tablado, rodeados por la mayoría de los comensales. Eddard le comentaba algo al oído a su mujer, y Ashara reía, feliz. Lord Harmen Uller había subido al tablado con los músicos y cantaba una canción tradicional con sorprendente buena voz, mientras su hija bastarda Ellaria y otros nobles invitados lo animaban. En una mesa, un caballero con los colores de Qorgyle bebía de un cuerno una cerveza de trago, mientras un coro de norteños a su alrededor daban palmas y golpeaban con los puños la mesa.

— ¿Y qué hay de ti? Esperaba encontrarme con una lady Dayne a mi regreso al hogar, pero veo tu lecho vacío.

— Déjame disfrutar de la soltería un poco más. Los hijos acostumbran a traer preocupaciones.

— Puedes casarte y dejar los hijos para más adelante. La mayor de las Ladybright no ha dejado de mirarte, deberías darle una oportunidad.

— Pues yo creo que no ha parado de mirarte a ti, como la mitad de señoritas jóvenes de este banquete. ¡El famoso ser Arthur! —exclamó su hermano con exagerada reverencia. No pudo evitar sonreír ante su teatralidad— ¡La Espada del Alba! La delicia de los juglares del reino.

— Te equivocas. Esa era la pequeña. Pero te lo paso, se parecen mucho. Bueno, ha llegado el momento de conocer a posibles pretendientas, ¿no?

— Estás de broma —más cuando lord Vorian vio como su hermano se levantaba con una mirada traviesa y se dirigía con paso firme hacia las aludidas, no tuvo más remedio que levantarse para seguirlo— ¡Espera, espera!

Las hermanas habrían podido pasar por gemelas. Estaban sentadas en uno de los bancos de piedra del porche del patio. No pasarían la veintena, pero estaban cerca de ella. Eran las dos altas y espigadas, de lisos cabellos morenos, muy limpios y muy brillantes, y de piel de color oliváceo bronceado por el sol. No eran de pechos abundantes, pero tenían generosas caderas y su sonrisa era muy blanca y hermosa. Cuando los dos Dayne se aproximaron, dejaron la conversación que llevaban para esperarles, expectantes. Ser Arthur se dirigió a la mayor.

— Mi señora, mi hermano a veces es muy tímido, pero estoy seguro de que si le proponéis un baile no os rechazará. Y le vendrá bien algo de movimiento, está ganando algo de peso.

Las hermanas rieron ante la chanza. Su hermano le pegó un suave codazo.

— Os tomo la palabra, ser caballero —la mayor sonrió a lord Vorian con picardía—. ¿Queréis concederme el honor de un baile, mi señor?

Lord Vorian esbozó una sonrisa nerviosa y no tuvo más remedio que aceptar la mano que la mujer le tendía, ante la escrutadora mirada de su hermano. Ser Arthur se quedó a solas con la joven mujer, que la miraba con una media sonrisa y cierto descaro en sus orbes marrones.

— ¿Puedo saber vuestro nombre, mi señora?

— Sylva, Sylva Ladybright. Aunque podéis llamarme Syl, buen caballero. Cualquier cosa antes que “mi señora”. No estáis tratando con una anciana.

— Tenéis razón. Es un tratamiento más adecuado para nuestros hermanos mayores.

Sylva rió. Tenía una risa jovial y hermosa.

— He escuchado tantas historias de vos, Ser Arthur… pero seguro que no os hacen verdadera justicia. Preferiría oírlas de vuestros labios. Vamos, sentaos a mi lado, ocupad el puesto de mi hermana. Aún queda mucho para la noche.

Ser Arthur había visto lo suficiente como para saber que las intenciones de la joven señora iban más allá de una simple charla. Ya se había visto en esa situación otras veces, en la corte. ¿Debía hacerlo? Había hecho votos. Eso, sin embargo, no había impedido tener al príncipe Lewyn una amante, aunque quizás era aquello lo que le había llevado a romper sus votos con mayor facilidad. Sylva esperaba, expectante. Decidió sentarse junto a ella y apoyar uno de sus codos en el banco de piedra, cómodo.

— ¿Cuál de todas queréis escuchar?

Las torres de Dominio del Cielo se hicieron visibles en la primera semana del segundo mes de viaje, para fortuna de la comitiva Dayne que se aproximaba hacia él. La edificación se había ganado el nombre a pulso, orgullosa y desafiando a las propias nubes en lo alto de una de las montañas más elevadas de aquella cordillera que separaba Dorne del resto de Poniente, y que la gente llamaba las Montañas Rojas. Tras un último esfuerzo, podrían descansar adecuadamente. Y los Siete sabían que lo necesitaban. La travesía por el desierto, además de agotadora, había sido para ser Arthur sumamente aburrida, como para cualquier mortal que se hallase en su sano juicio. El paisaje era desolador, y el clima, duro. Tan solo el reencuentro con el príncipe Rhaegar Targaryen había hecho la jornada más llevadera. Largo y tendido habían hablado los dos inseparables amigos, pues mucho tiempo les había separado y mucho había ocurrido desde la última vez que se habían visto. El viaje, sin embargo, no terminaba ahí. Aun quedaba muchas millas para llegar su destino: Altojardín, el castillo más rico de Poniente, de legendaria hospitalidad. Lord Mace Tyrell y el príncipe Rhaegar tenían que tratar asuntos de gran importancia para el reino.

Los Fowler recibieron a la comitiva real con gran pompa y júbilo. Lord Franklyn Fowler franqueó en persona el paso al príncipe Rhaegar y juntos se encaminaron al interior del castillo. Allí, tras las cortesías y asuntos de rigor, pronto se vio comiendo en el gran salón, acompañado por el señor, su familia y sus hombres de mayor confianza. Las pequeñas gemelas Fowler miraban al príncipe tímidamente y con cierta vergüenza. A ser Arthur le conmovía su infantil inocencia. El convite fue interesante, pues el anfitrión les iba informando de noticias a las que no habían podido tener acceso desde que se adentraron en el desierto. Cuando Lord Fowler le comentó a Rhaegar que el rey Aerys había nombrado a Lord Jon Connington su Mano del Rey, el rostro del príncipe cambió. Cuando terminó de comer, se excusó ante los presentes con una excusa no muy convincente y marchó del salón, con paso ligero. Ser Arthur se aprestó a seguirle. Sus pasos le llevaron hasta la torre del homenaje.

Encontró a Rhaegar Targaryen apoyado en la balaustrada de cima de la torre, que carecía de techo. Arthur se acercó a el sigilosamente, pero el príncipe, que tenía buen oído, se percató de su presencia. Giró levemente su cabeza para cerciorarse de quién osaba molestarle en sus meditaciones.

— Dejadme solo, ser Arthur. Os lo ruego.

Era mala señal que se dirigiera a él como “ser”, entre ellos había tanta confianza que los formalismos quedaban a un lado. «Nunca los hombres se apegan tanto a la etiqueta como cuando están a punto de perder los estribos», había escuchado decir al viejo Harlan Grandison en su juventud. Y la experiencia le había probado cuan cierto era aquello. Ser Arthur se acercó a su lado. El perfil apolíneo de Rhaegar estaba tallado en piedra.

— Alteza, no puedo hacer eso. Mi conciencia no descansaría tranquila si no velase por vuestra seguridad en todo momento. Hice un juramento.

— Leal y diligente hasta el amargo final, y más allá —Rhaegar esbozó una sonrisa triste—. Sois demasiado bueno. A veces me pregunto si me merezco vuestra amistad. A vuestro lado no soy más que una pequeña brisa, incapaz de rivalizar con la tempestad del mar.

— Os infravaloráis, Alteza. Y me sobrecapacitáis, yo no soy más que un espadachín muy hábil que ha seguido el camino de la caballería. Pero vos… Sois mucho más que eso: sois un hombre honrado, de nobles y profundas convicciones, virtuoso tanto con la pluma como con la espada, con gran visión tanto política como militar. En definitiva, sois el hijo más virtuoso de vuestra Casa y la esperanza de todo un reino que ansía un futuro próspero y pacífico.

En las palabras del caballero blanco no había falsa adulación o falta de honestidad. Tenía fe en el príncipe Rhaegar porque se la había ganado con creces. Es cierto que en los últimos tiempos había tomado alguna decisión cuestionable, pero eso no conseguía empañar sus virtudes. «Si los hombres más virtuosos no cometieran errores, serían dioses». Y si se hacía caso a las leyendas, los tiempos en que los dioses caminaban entre los simples mortales quedaban siglos atrás. Sus palabras no consiguieron turbar el triste rostro del príncipe en ningún momento.

— ¿Lo soy?

Su voz era un susurro, un viento tan leve que era incapaz de agitar las hojas de los árboles que se veían a su alrededor, en la montaña.

— Así lo creo yo.

Rhaegar Targaryen volvió a desviar su atención hacia el horizonte. El príncipe negó varias veces con la cabeza hasta que al final suspiró. Ser Arthur aguardaba impaciente a lo que tenía que decir, pero en respetuoso silencio. Al final habló, y lo hizo en un tono lleno de melancolía que jamás le había oído entonar el caballero blanco.

— Cuando partí de Lanza del Sol tenía la esperanza de que buena parte del reino se reuniría bajo mi estandarte para acabar con la locura que se había desatado. Creía que contaría con el apoyo de los Stark, y que el joven Eddard conseguiría convencer a su amigo Robert Baratheon para luchar por nuestra causa. ¡Ni siquiera los Tully han hecho ademán de ponerse de nuestra parte, y eso que les dí el perdón! ¿Les juzgué mal? ¿Estaba mi padre en lo cierto al desconfiar de ellos? Parece ser que sí. Me han tomado como un imbécil.

» Hasta ahora he recibido silencio y hostilidad por respuesta. Antes pensaba que medio reino estaba loco, pero ahora empiezo a pensar que el loco soy yo. ¿Por qué Lord Connington me ha abandonado? ¿Por qué se ha situado del lado de mi padre? Quería a ese hombre, Arthur, casi como a un hermano. Y creía conocerlo. El lord Connington que yo conocía no habría accedido jamás a las demandas de mi padre: le habría rechazado con altanería y habría caminado al patíbulo orgulloso, con la cabeza bien alta y la conciencia tranquila. Mi padre lo mantendrá a su lado para demostrarme la ascendencia que tiene sobre mí, que a pesar de todo, puede seguir haciendo y deshaciendo a su antojo.

» Siempre me atormenta la misma pregunta por la noches. Siempre me pregunto si hay veracidad en la profecía, ya la conocéis, la de Azor Ahai y la Larga Noche. Mi abuelo Jaehaerys creía sinceramente en ella, por eso casó a mis padres. Mi bisabuelo Aegon también le prestó oídos en sus últimos días. ¡Dioses, hasta mi padre, cuyo cinismo raya lo extremo, llegó a creer en que yo era el Príncipe que Fue Prometido! Yo ahora no lo creo así, pero sí creo que la hora de la lucha final se acerca. Y si el dragón no tiene tres cabezas, el mundo de los Hombres que conocemos llegará a su fin. Hay demasiadas pistas, demasiadas coincidencias que hacen que me resulte imposible despreciarla y dejarla a un lado. Puede que todo no sea más que un mal sueño, o una maldición particularmente macabra que se ha cebado con mi familia durante generaciones. Pero, ¿y si no lo es? ¿Arriesgarías el destino del mundo a una corazonada? Yo, personalmente, no. Hay demasiado en juego.

» Conoces a Elia, amigo mío. Sabes que es demasiado frágil, que tras este parto no podrá traer más dragones al mundo sin poner en riesgo su vida. Y la quiero demasiado para querer evitarle ese destino. Es demasiado buena y gentil, no se lo merece. Si da a luz y sobrevive, al dragón todavía le faltará una cabeza… Por eso… Por eso elegí a Lyanna en Harrenhal. Alguien tenía que sustituir a mi esposa. Pobre muchacha… Si hay alguien que sea digna de ser llamada mi mitad femenina es ella, Arthur, no lo dudes. Pocos atisban a ver más allá de su físico, es una mujer extraordinaria. Ojalá pudiera verla de nuevo y decirle que lo siento. No tendría que haber sucedido así, y le he llevado mucho sufrimiento innecesario. Ahora pagamos caro el precio de mi imprudencia, más de nada sirve lamentarse, el daño está hecho.

» Pero saliendo del terreno de la conjetura, si lord Tyrell no me apoya, estoy condenado al fracaso. Con Dorne detrás no puedo aspirar a unir el reino. Todo habrá sido en vano. ¿Qué haremos si el señor de Altojardín responde con una negativa a mis demandas? O peor, ¿qué haremos si decide apresarme y enviarme con mi padre de vuelta a la capital? Vi lo suficiente a Lord Mace en Harrenhal como para ver que es de la clase de hombres que le gustan sentirse importantes y admirados. Y no hay nadie más experto que mi padre en todo el reino a la hora de dar palmadas en la espalda.

» Tengo dudas, Arthur. Antes tenía claro lo que había que hacer. Ahora ya no.

Ser Arthur escuchó en silencio como el príncipe se sinceraba y expulsaba todos sus tormentos de la cabeza. Tras su disertación, Rhaegar lo miró. Sus ojos suplicaban alguna respuesta, por pobre que fuese. Entendía que se viera abrumado por la situación, pues era muy delicada. Intentó poner en orden sus pensamientos y reflexionar sobre el torrente de información que había recibido.

— De nada sirve preocuparse de asuntos que no dependen directamente de nosotros, Rhaegar. Lo que haya de ser será. Hasta ahora estás haciendo lo correcto, y sé que es duro mantenerse en esa senda, pero no debes rendirte ahora que has llegado tan lejos. Tienes que perseverar. Y si no es por ti, debes hacerlo por todos los que creen en ti. Ellos también están haciendo grandes sacrificios para hacer realidad tu mundo. Pensad en el joven Myles y en ser Oswell, que estarán ahora en la corte, pensad en el bravo Ser Richard, que ha ido a luchar a la Tomenta por vos. Pensad en la princesa Elia, que a pesar de todo lo que ha pasado te ha perdonado. Y lo ha hecho porque cree en ti, porque sabe que eres un gran hombre que merece una segunda oportunidad —ante el silencio del príncipe, ser Arthur continuó, algo incomodado por la situación. Había asimilado demasiada información en muy poco tiempo—. Deberías descansar un poco. Has estado mucho tiempo atormentado por tus preocupaciones y necesitas relajarte. Con la mente clara verás las cosas más sencillas.

Rhaegar Targaryen suspiró. Tras largo tiempo con la mirada perdida en el horizonte, desvió su mirada hacia el caballero. Hizo un amargo de sonreír. Ser Arthur llevaba mucho tiempo sin ver una sonrisa sincera en su faz, y aquello le preocupaba.

— Tienes razón. Acompañame a mis aposentos. Me vendrá bien echar una cabezada.

Tras dejar en el interior de las estancias que Lord Fowler había reservado para él, Ser Arthur montó guardia frente a su puerta. Era algo que había hecho tantas veces que ya podía permitirse el lujo de tener la mente ocupada en otros asuntos al tiempo que mantenía alerta sus sentidos. Pensó en su hermana Ashara y pensó en el beso que le había dado Sylva Ladybright al despedirse de él. El honor le había impedido que fuera algo más, pero no se arrepentía. Había olvidado lo grato que era sentir el tacto de la lengua de una mujer. Pronto un hombre que entró con paso firme en el pasillo lo sacó de sus preocupaciones. Estaba claro que no era del servicio del señor, sus ropas eran demasiado marciales y su aspecto descuidado denotaba que o bien había estado largo tiempo de marcha o bien que no le preocupaba su aspecto. Ser Arthur le salió al paso antes de que pudiera llegar a la puerta que custodiaba. Al ver su reacción, el desconocido se detuvo ante él.

— Buenas tardes, ser. Busco al príncipe Rhaegar Targaryen. Tengo un mensaje que darle de parte del príncipe Doran.

— El príncipe está ahora descansando y no desea ser molestado. Entrégamelo y yo se lo daré.

— Ser, no os ofendáis, pero Lord Doran ha insistido en que entregue su mensaje al príncipe en persona, y a nadie más.

— ¿No confiáis en la palabra de Arthur Dayne?

— ¿Ser Arthur? —los ojos del mensajero se abrieron como platos, y bajó momentáneamente la cabeza, avergonzado—. Ser… disculpad, no os había reconocido. Sin vuestra capa blanca… Disculpad. Tomad, aquí os lo entrego.

— Gracias —Arthur tomó la carta con su mano izquierda y la guardó bajo su cinto—. El viaje hasta aquí no habrá sido agradable, me imagino.

— Como todas las travesías del desierto. Gracias a los Siete no he tenido que soportar ninguna tormenta de arena.

Los dos hombres continuaron la charla un rato más hasta que el mensajero se despidió, afirmando que iba a la sala común del castillo. Aprovechó ser Arthur para examinar el mensaje que le había entregado el hombre. No había duda de su autenticidad, el lacre de los Martell estaba cerrando la carta, algo deteriorado por el paso del tiempo. La extremada cautela del mensajero le daba mala espina. Preveía que el papel que tenía entre sus manos no presagiaba nada bueno.

— Es extraño ver a una mujer con un caballo estos días —comentó ser Arthur a modo de saludo—. ¡Y con una espada, nada menos! Pero igual de cierto es que vivimos tiempos extraños.

La aludida dejó de dar de comer a su montura para girarse ante su alusión. Se trataba de una mujer con una capucha parda. Era muy joven, sus ojos eran de un color gris azulado, de pómulos altos y marcados. Llevaba la cabellera recogida, pero podía apreciarse el color moreno el varias hebras de cabello que le caían sobre las orejas. Era hermosa, sin duda, pero su belleza era muy particular, difícil de describir. «Una belleza salvaje», juzgó el caballero. Al girarse reveló a Arthur que estaba encinta. El caballero sospechaba que era la mujer que buscaba, pero decidió tantearla.

— No sé que buscáis, señor, pero si se trata de cortejo podéis ahorraros las galanterías estúpidas, no tengo ningún interés —respondió la joven con fiereza—. Además, en mi tierra lo que decís es común.

— ¡Vaya brío! ¿Permitiréis al menos que os ayude a ensillar vuestra montura? —Ser Arthur no esperó a que la joven diera su consentimiento y se acercó hacia ella. La joven cedió, poniendo los ojos en blanco y suspirando— ¿De dónde venís, si no es mucha indiscreción preguntar?

— De Dorne.

— ¿De Dorne, decís? Pues en vuestro verbo no hay ni un ligero acento, mi señora. Y os lo digo yo, que nací allí —Arthur se permitió una risita—. Y esas ropas que lleváis… demasiado abrigo para mi gusto. Para ser una dorniense —Ser Arthur le guiñó el ojo—. Si no queréis revelar vuestra identidad, será mejor que os busquéis otra coartada.

La joven le lanzó una mirada asesina.

— Sois muy observador, sin duda.

— Gracias, mi señora. Procuro serlo. Una yegua, por lo que veo —comentó Arthur, al mirar al animal con más atención—. Curiosa elección.

— La encontré abandonada. Se llama Esperanza.

— Buen nombre. Y qué modales los míos, aún no me he presentado. Soy Roland Ring.

— Un placer. Yo soy Jenny.

Los siguientes dos minutos transcurrieron sin ninguna palabra, mientras mujer y caballero cepillaban el corcel y colocaban el cojín sobre su lomo. Parecía que iban a seguir en silencio hasta que terminasen con el proceso, hasta que la joven dama volvió a hablar, como quién no quería la cosa.

— ¿Y vos a qué os dedicáis? Me imagino que tendréis alguna ocupación…

— ¿Ya queréis libraros de mí? Pensaba que habíamos empezado con buen pie. Soy un caballero errante. No hay otro camino para los que seguimos estrictamente las leyes de la caballería.

Aquello hizo reír a la joven. Tenía una risa jovial y una sonrisa hermosa e inocente.

— Mi padre decía que los caballeros errantes eran una plaga de estómagos agradecidos a erradicar. Que no conocían mejor señor que un buen techo donde dormir y una buena bolsa de oro a rebosar.

— Puede que tenga razón. Pero como caballero virtuoso que soy lamento disentir —ser Arthur se llevó su mano izquierda al pecho—. Muchos caballeros luchan por el señor que los mantiene, y están atados por esa cadena, pero nosotros somos libres de elegir a quién juramos nuestra lealtad, somos libres de escoger las causas por las que luchamos. En verdad no hay caballero más verdadero que el errante, mi señora.

— Visto así tenéis razón —la joven entonces le lanzó una mirada cínica—. Suponiendo, claro, que seáis tan virtuoso como decís.

— ¿Acaso lo dudáis? —la sonrisa de Arthur era afilada— Sería una pena tener que retar a una mujer tan hermosa.

La joven entornó los ojos y soltó un bufido.

— Sería una pena tener que mataros. Tenéis un ingenio bastante agudo, eso os lo concedo. Si sois un caballero errante, debéis de haber viajado bastante.

— Bastante, sí. Podría contaros muchas historias de mis viajes, si estáis interesada. Aunque tengo el presentimiento de que las vuestras serían más interesantes que las mías. ¿Que os trae a Rocadragón, mi señora? Aquí no hay grandes señores a los que servir, todos partieron a la guerra. Y no tenéis pinta de comerciante, ahora hay muchos buitres que están haciendo buen negocio con la guerra.

— Lo mismo podría preguntaros a vos, ser.

— Estoy aquí por mandato de mi señor.

— ¿Vuestro señor? ¿Eso significa que servís a alguien digno de vuestra excelencia?

— Por supuesto. ¿Conoce mi señora a alguien más digno que el príncipe Rhaegar Targaryen?

Los ojos de la joven se abrieron un poco, sorprendidos ante la mención del príncipe, pero pronto volvieron a sosegarse.

— He oído historias. Dicen que es un hombre muy hermoso. Es un gran caballero, muy hábil con las armas. Un hombre bueno y gentil, que es justo y que hace honor a su palabra. También he oído que es su dominio de la lanza solo es comparable al de las cuerdas de su arpa. Dicen que coronó a la mujer que amaba de verdad en el torneo de Harrenhal, ante todo el reino —la joven se mordió el labio, algo dubitativa—. ¿Estuvisteis en el torneo de Harrenhal, ser?

— No tuve el placer de poder asistir, otros asuntos me requerían. Pero ojalá hubiera podido estar presente. Oportunidades como esa solo surgen una vez cada siglo. Por como habláis parece que bebéis los vientos por el príncipe.

— Habría que ser estúpida para rechazar a un hombre así.

Ser Arthur no pudo contener la carcajada.

— Bien dicho, mi señora.

— ¿Y qué os ha encargado el príncipe? Es extraño que estéis aquí, cuando ahora está haciendo la guerra en el sur, por lo que he oído.

— Me encantaría satisfaceros, pero… no es algo de lo que pueda hablar a la ligera —el caballero le lanzó entonces una sonrisa enigmática—. Podemos hacer una cosa. Si me contáis vuestra historia, yo os contaré la mía, y por qué he acabado aquí.

— Es muy larga, os aburriríais, os lo aseguro.

— Tenemos tiempo de sobra. Yo, al menos. Y conozco un lugar de esta isla que os gustará. Tranquilo, a la par que hermoso. Está a menos de media hora a buen paso.

Veía dudas en el rostro de la joven dama. Ser Arthur había hecho lo posible por presentarse como alguien digno y honrado, pero sus encantos no parecían haber hecho mucho efecto en ella. «Demuestra sentido común». Si esa joven era, como sospechaba, Lyanna Stark, hacía bien en no prestar oídos a cualquier desconocido que se le presentase.

— Bueno… de acuerdo. Pero vos delante, y donde pueda veros.

— Tan fiera como desconfiada —Arthur esbozó una sonrisa cansada—. Como digáis, mi señora.

Ser Arthur encabezó la marcha hacia un risco que se alzaba desafiante, al mar. La joven dama lo seguía a no mucha distancia, montada en Esperanza. Los lugareños de Rocadragón lo llamaban el Risco Encantado, porque para subir hacia él había que subir por un sendero cubierto de cierta vegetación en el que se podían encontrar media docena de arcianos, con rostros tallados en ellos. Ecos de una época pasada que habían llegado hasta el presente, incorruptos. Decían los lugareños que cuando el viento soplaba, las ramas de aquellos árboles, tan viejos como el continente, susurraban la canción de los Antiguos Dioses. En lo alto del lugar, en el que se divisaban claramente tanto el castillo como el pueblo de Rocadragón, dama y caballero estuvieron hablando horas. Allí la señora le confesó que era norteña, que se había escapado para evitar el compromiso forzado al que su padre le había obligado, y muchas cosas más. Arthur, sin embargo, leía entre líneas, y cuanto más hablaba, más convencido estaba de que tenía frente a sus ojos a Lyanna Stark. Arthur le correspondió, hablándole de los viajes que había hecho y de la Hermandad del Bosque Real, pero desde la perspectiva de un caballero anónimo para el mundo, y no como la famosa y célebre Espada del Alba.

— No esperaba que hubieseis vivido tantas experiencias —Lyanna lo miraba desde lo alto, se había levantado para poder admirar mejor el horizonte. Arthur seguía sentado cómodamente sobre una piedra—. Me habéis sorprendido gratamente, ser.

— Ni yo tampoco esperaba que vos fuerais una caja de sorpresas. Aunque he de reconoceros una cosa: sois tal y como el príncipe me había descrito.

La cara que puso la norteña al volver a escuchar el nombre del príncipe no tuvo precio. Ser Arthur casi se sintió mal por haberla llevado a aquella encerrona, pero era necesario estar lejos de la miradas indiscretas. Desconocía como iba a reaccionar la norteña y era mejor evitar llamar la atención con un posible espectáculo bochornoso.

— ¿El príncipe? Yo… no entiendo… —balbuceó, en un intento de recuperar la compostura— Creo que os equivocáis, ser. No conozco a ningún príncipe.

— Vamos, Lady Lyanna, no sigáis fingiendo. ¿O vais a negarme que nacisteis como Lyanna Stark de Invernalia?

Todo fue tan repentino que Arthur reaccionó mal y a destiempo. En un abrir y cerrar de ojos, Lyanna había puesto cierta distancia entre el caballero y había desenvainado su espada.

— Eh, ¡eh! —ser Arthur se levantó a duras penas, y estuvo a punto de echar mano a su hoja, pero lo pensó mejor y se limitó a alzar las manos. Quizá eso evitó cualquier mal mayor. «Una loba de los pies a la cabeza»— ¡Envainad esa espada! No tengo intención ninguna de haceros mal. No estoy aquí para eso.

— ¿Quién demonios sois? —la espada de la norteña apuntó al pecho del caballero— Será mejor que habléis rápido.

— Soy Ser Arthur Dayne, la Espada del Alba.

— Imposible. Se dice que ser Arthur es el mejor amigo del príncipe Rhaegar, que son inseparables.

— Y precisamente por eso me ha enviado a buscaros, porque es el único en quién confiaba para tamaña tarea. Estoy aquí para protegeros, mi señora. Tenéis que creerme.

— ¿Por qué debería hacerlo?

— Es buena vuestra desconfianza. Hay gente que quiere veros muerta por el hijo que crece en vuestro interior.

— Mataré a cualquiera que ose intentar ponerle una mano encima. Y eso os incluye a vos.

— Coged mi espada, mi señora. Es la única prueba que puedo daros de mi identidad.

— ¿Vuestra espada? ¿Y para qué quiero vuestra espada teniendo ya la mía?

— Sin duda no la necesitáis… Pero, ¿de verdad no habéis oído hablar de la hoja que porto? ¿Albor, la heredad ancestral de mi casa? Dejad que os la entregue para que la podáis examinar a gusto. Veréis enseguida que no es un filo cualquiera —ser Arthur bajó las manos con lentitud, evitando cualquier movimiento brusco—. Os juro que no os atacaré, por mi honor de caballero.

— Un movimiento fuera de lugar y te ensarto aquí y ahora.

— No esperaría menos.

Ser Arthur se desabrochó el cinturón en el que portaba la espada con delicadeza y le tendió su hoja enfundada en la vaina a la joven norteña. Ella dejó su espada en el suelo y tomó a Albor entre sus manos.

— Desenvainadla y veréis que es muy ligera para su tamaño.

Lyanna obedeció. Alzó el mandoble con suma facilidad y con una sola mano. Si hubiera sido acero común, habría sido incapaz de realizar tal proeza.

— Esto debe ser cosa de magia…

— Estrella hecha acero, mi señora. Y si le quitáis el falso pomo, veréis el emblema de mi casa.

— No puede ser… Ser Arthur… yo…

— El príncipe me envió para protegeros y aseguraros que nadie os hacía daño. Atravesé buena parte del Dominio, el Tridente en guerra, los pantanos del cuello y las llanuras invernales hasta llegar a Puerto Blanco, donde me enteré que habíais escapado de vuestro hogar. Luego os seguí el rastro hasta aquí. Me alegro de haberos encontrado sana y salva. Rhaegar se alegrará mucho de saberlo.

Lyanna Stark dejó caer entonces a Albor al suelo. Ser Arthur vio como el rostro de Lyanna empezaba a llenarse de lágrimas y empezaba a llorar desconsoladamente, dando rienda suelta a todas las emociones que había encerrado a lo largo de su viaje. Arthur la tomó entre sus brazos con la misma ternura de un padre y dejó que se desahogara. Cuando su respiración se volvió mas relajada, Arthur liberó su abrazo con delicadeza.

— ¿Donde está? —Lyanna se sonó con un paño, y después miró al caballero, con los ojos aún vidriosos de la emoción— Necesito verlo de nuevo. Por favor, ser Arthur… Llevadme con él. He sufrido demasiado sin tenerle a su lado. Es lo que más deseo…

— Ojalá pudiera hacerlo, mi señora, pero es una locura. Estáis encinta, y el príncipe está demasiado lejos, en pleno corazón del Dominio. No puedo permitir que corráis semejante riesgo. Pero os tiene presente en todo momento, mi señora. Si no, no estaría yo aquí.

Se hizo de nuevo el silencio, sólo cortado por el sonido de las gaviotas. Lyanna miraba al horizonte, buscando respuestas a preguntas que no se atrevía a formular aún.

— ¿Y qué vamos a hacer ahora, ser Arthur?

— Sobrevivir a esta maldita guerra.