«Necio idealista», pensó Rhaegar con una amargura no exenta de compasión. Había pasado más de un año desde la última vez que había visto al joven y arrojado señor del grifo y no había cambiado ni en su apariencia ni en su carácter. No podía decirse lo mismo del príncipe. Su aura melancólica se había desvanecido bajo una capa de fría decisión, su mirada, antaño soñadora, se había tornado dura y distante. En su larga odisea, Rhaegar había tenido que atravesar un desierto en solitario para ver como se desmoronaba la visión del mundo que había creído tener. Entretanto, Connington se había distinguido en el campo de batalla y había realizado grandes hazañas que bordeaban la línea entre la gallardía y la locura, al nivel de los más grandes héroes de los cantares de gesta.
Hubo un tiempo en que el príncipe Rhaegar habría defendido y aplaudido tales acciones de buena gana, pero cuando contemplaba al hombre que había sido solo podía sentir lástima. Lástima y furia de haber sido tan inocente, tan necio. Afortunadamente no era aún demasiado tarde para deshacer el daño causado y encauzar la situación, o al menos, para morir con la conciencia tranquila. Quizá aún hubiera futuro para él. Eso, sin duda, le agradaría a Lyanna. Ah, Lyanna… tenía tanto que decirle. Y tenía tan poco tiempo…
Dejó a un lado sus pensamientos ante el reclamo de su padre. Tenía que improvisar algo para salvar a su amigo, que imprudentemente se había vuelto a meter en las fauces del dragón, tal vez, para no salir.
— No es la primera vez que Lord Connington desacata un mandato real, padre —comenzó el príncipe con voz grave y serena—. No podéis confiar en un hombre que socava vuestra autoridad cuando esta choca con sus principios. Muy rectos, sin duda, pero el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. La ley dicta la cárcel para la desobediencia de la autoridad, y la pena capital para los casos más graves. Lo sustancial, en todo caso, es que no podéis tener a un hombre como él a vuestro lado. No os aporta la seguridad que ahora necesitáis en esta hora tan aciaga.
Hizo una breve pausa antes de continuar. Veía confusión en los ojos de la Mano, y tal vez incredulidad por lo que acababa de escuchar. No le hacía falta girarse para saber que su padre estaba devorando la escena con sus ojos, con un placer casi obsceno.
— En cualquier caso… creo que sería una insensatez matarlo —por el rabillo del ojo observó como Jonothor Darry entornaba la vista, decepcionado—. Os ha traído una gran victoria y se ha abierto paso donde muchos otros habrían fracasado. Habría que ser un necio para poner en duda su valía u honor. Sus faltas deben achacarse a su excesivo idealismo y no a un afán de traicionaros. No obstante, debe ser castigado. Despojadle de su cargo y enviadlo lejos de la capital, donde no pueda perturbaros.
Rhaegar Targaryen podía imaginarse la lista de posibles candidatos a ocupar el puesto, a cual más zalamero e incapaz. En todo caso, un títere era un precio bajo a pagar por salvar una vida que apreciaba. Pero aún no había terminado. Miró primero a su padre, que empezaba a revolverse en el trono, ansioso por intervenir; y después a Lord Connington, que contenía el aliento, expectante.
— Creo que Lord Jon necesita un tiempo para reflexionar sobre sus acciones y para cambiar su extraña visión del mundo. Estoy seguro de que, al igual que yo, será capaz de ver lo desafortunado de su proceder.
Lanzó una última mirada a su amigo, llena de compasión y tristeza, antes de volver a enfrentar al rey.