La masacre de la Puerta del Rey

Entraron a caballo por las gigantescas puertas que daban paso al decadente esplendor de Desembarco del Rey. A su alrededor, como en aquella comitiva que había liderado tras la victoria contra los ejércitos de Tully y Stark hace apenas unos meses, se agolpaba el populacho arrojando flores y cantando alabanzas a los salvadores. Rhaegar permanecía impasible al principio de la fila, dedicando algún saludo a los que se habían congregado, pero manteniendo un gesto serio e imperturbable.

“Aún en la hora de la victoria tu alma está turbada, mi príncipe” Jon lo miraba con tristeza. Tywin Lannister había sido derrotado, y aquí, en la capital, se acababa de una vez el reinado del Loco y la rebelión del Traidor. Una victoria doble que no parecía haber aliviado las penas del heredero, del Príncipe que habría de traer la paz al reino. Miró tras de sí para ver a Oberyn devolviendo saludos a la plebe y a los nobles, gustándose en la fama alcanzada y regodeándose en la victoria. El príncipe de Dorne era un hombre peligroso. Atractivo, pero peligroso como el animal del que había tomado su mote. Aún así, los había seguido con honor y combatido con ellos en distintas batallas. Allí estaba, campeón de Rhaegar en la victoria definitiva.

Jon también alzó la mano para saludar y dedicó varias sonrisas trémulas a los que le aplaudían. Varias damas gritaron su nombre, pero sus maridos, o los que las cortejaban, les parecían más interesantes. En su corazón, aún orgulloso, se alegraba de ver que el pueblo le mantenía su cariño. Con eso y Rhaegar le bastaba. Había comenzado la guerra peleando por gloria y leyendas. El caballero del verano se había deshecho en el otoño del combate, y ahora solo aspiraba a haber ayudado a restaurar la honra de la caballería perdida. Tywin, Aerys, Robert…tantos hombres que podían haber sido admirables y que se habían lanzado por el camino de la traición, el deshonor y la locura. Ahora tenían una oportunidad de reconstruir un reino de paz, de honra y prosperidad.

Se dio cuenta de que la comitiva se había detenido y miró al frente. Rhaegar había desmontado y hablaba con alguien. Era…Jonothor Darry. El peor de los Guardias Reales. Cobarde y traicionero, sonreía mientras hablaba con el príncipe. Pero ahora Rhaegar lo apartaría a un lado. Avanzarían hacia la Fortaleza Roja y terminarían con esto.

No ocurrió.

En el espacio de varios latidos, latidos que se hicieron eternos, Rhaegar Targaryen se echó a un lado y miró hacia atrás. El rostro aún imperturbable. Tras Jonothor Darry aparecieron Capas Doradas. La guardia de la ciudad, uniformada y armada para un combate. En las cercanías, ballesteros y arqueros, las armas desenvainadas. Y Jon Connington, aún un caballero del verano, aún pensando en historias de caballería y de honor, comprendión.

El objetivo no había sido Aerys, sino los Martell. Un reino solidificado sobre el poder de la Casa Targaryen y no sobre los que tenían controlado a un heredero en Lanza del Sol. Sintió su corazón partirse. Rhaegar no podía haber planeado esto. Rhaegar no podía haber aceptado traicionar a aquellos que entraban bajo su protección en la ciudad y que le habían dado la victoria en el combate.

A su alrededor, la multitud contenía la respiración, se agolpaba para observar. Los vítores habían cesado. Tras él, oyó a Oberyn susurrar “maldito traidor cobarde”.

-Jon Connington, antaño Mano del Rey. - Era Jonothor Darry el que le hablaba. Casco en mano, espada aún envainada. - He tenido mis diferencias con vos, pero no sois responsable de lo que va a acontecer. Vos no sois un traidor, los dornienses sí. Han conspirado contra la Casa Targaryen desde el momento en que estalló la rebelión de Tywin Lannister. - Lo miraba a los ojos, con una sonrisa afilada en aquella cara odiosa. - Hoy pagarán su debido precio. Vos solo sois un hombre equivocado, un tonto sin señorío. Apartaos y os perdonaremos la vida. Podréis marchar, sin daño para vos ni vuestras propiedades o vuestros compañeros. No desaprovechéis este regalo.

Jon bajó del caballo. La espada también envainada. Tras él, Alistair ondeaba el estandarte del Grifo y lo miraba con ojos aterrados. Solo un niño…un niño que acababa de ser nombrado caballero.

-Mi Señor de Darry, he combatido desde el primer momento por la Casa Targaryen. Luché junto al Príncipe Rhaegar, serví como Mano hasta que se me desposeyó del título por hacer caso a las normas de la honra y no dejar a una mujer embarazada ser ejecutada. Peleé por la paz. Derroté a los enemigos del Reino y acudí a proteger a mi Príncipe en la hora más oscura. Balon Swann podría dar testimonio de ello. - Todos los recuerdos de la guerra brotaron como de una herida supurante. - Nadie podrá dudar de mi lealtad. Pero esto es indigno. Aquí están los aliados con los que hemos combatido. Ellos ayudaron a darnos la victoria en los puentes de Atranta, con ellos hemos pacificado el reino. No entiendo el porqué de esta decisión, de este juicio sumarísimo. Combatíamos contra la injusticia, no queríamos convertirnos en los que juramos destruir. - Miró a Rhaegar. - Mi príncipe, os lo ruego. Detened esta demencia. Salvemos al reino. No deshagáis la victoria. No nos condenéis.

Rhaegar lo miró a los ojos. Sintió aquella mirada violeta, cansada y triste posarse en sus propios ojos azules. ¿Era una lágrima lo que recorría la mejilla del Targaryen? Pero en el fondo de los ojos había algo más. Algo que solo había visto en otra persona antes.

Algo que solo había visto en Aerys.

Rhaegar Targaryen se dio la vuelta y Jon supo que su destino estaba sellado.

-La muerte ha sido vuestra elección, mi señor. - Jonothor Darry sonrió y se puso el casco. Las armas salieron de las fundas. Los arcos se tensaron.

-Este estandarte es la joya de mi familia. - Jon señaló a la bandera, ensangrentada, que Alistair, temblando pero recto sobre su corcel, empuñaba. - El Nido del Grifo ha sido siempre tierra de caballeros. Un caballero permanece del lado de la justicia. Permanece del lado de los Siete. - Oyó a los dornienses desenvainar y miró a Oberyn. El príncipe de Dorne le sonrió y asintió. ¿No temía a la muerte? - Un caballero de Nido del Grifo moriría antes que dar pie a la traición, antes de dejar caer a los indefensos. Yo soy un caballero del Nido del Grifo. - Jon Connington se colocó el casco y desenvainó la espada. - Y la caballería no morirá conmigo.


Apenas habían pasado unos minutos, pero el resultado de la refriega estaba claro. Rodeados, peor equipados y en campo abierto. Las flechas habían dado cuenta del buen Bardo antes de que llegaran al combate, y Alistair tenía medio palmo de acero sobresaliendo de su garganta. Allí yacía su antiguo escudero, agarrado al pendón del grifo, ondeante sobre varios cadáveres y resistiendo orgulloso bajo el sol de la mañana. Jon se acercó a él. Protegía el cuerpo con su vida e interponía su espada ante todo aquel que pretendía acercarse. Varios capas doradas se habían dado cuenta de que no era una presa fácil e intentaban rodearlo.

De pronto, uno de ellos cayó de rodillas, chillando. Una lanza le había atravesado el pecho, y el príncipe Oberyn sonreía, empapado en sangre, tras el cadáver que se desplomaba. Dos golpes más y un segundo se vino abajo. Jon aprovechó la sorpresa para embestir al que faltaba y clavarle la daga de misericordia cerca del cuello.

-Morimos aquí, Connington. - Oberyn seguía sonriendo. ¿Estaba loco? - Cuando nos veamos en el infierno hablaremos de nuevo.

Se alejó, golpeando enemigos a diestro y siniestro mientras se metía en lo más profundo del combate. Jon miró alrededor, justo a tiempo para ver una hoja dirigiéndose hacia su cuello y detenerla con la daga, que salió volando tras el impacto. Saltó hacia atrás y esquivó un nuevo golpe. Una capa blanca, a modo de embozo, había pasado cerca de su nariz. Jonothor Darry venía a terminar lo que había comenzado hace tiempo.

-Connington, Connington. - Sonreía. Aquella odiosa sonrisa. - Ejemplar de la caballería. Caballero del honor. - Su voz ridiculizaba los títulos. - Y aquí, muriendo como un cerdo por defender a otro. Poético. Habría sido más rápido si os hubiera decapitado cuando Aerys os exilió.

Jon no respondió. Sabía que Darry era un buen espadachín, pero no contaba con una cosa: él sabía que ya estaba muerto. No tenía nada que perder. Aunque sobreviviera a aquel combate, ¿qué iba a hacer? Rhaegar, su amado Rhaegar, su príncipe plateado, lo había traicionado, a él y a todo por lo que habían luchado. ¿Tenía algún futuro más que tirarse de un acantilado, de abandonar aquella vida? Pensó, por un instante fugaz, en su sueño, y en el dragón moribundo. ¿Era la Dinastía Targaryen?, ¿era una profecía de la traición que estaba por venir?

Ya nunca lo sabría. Esto se acababa aquí. Jonothor Darry se acercaba.

-Vamos, Connington, reacciona. - La espada del Capa Blanca oscilaba, buscando su punto débil. - Esto se acaba aquí.

-Se acaba aquí. - Jon observó a su enemigo, que se lanzó hacia delante. Lo esquivó y bajó la espada. Jonothor se giró…

Medio segundo tarde.

Jon ya se había lanzado contra él, ignorando el riesgo que representaba la espada de su enemigo. El metal arañó su hombro izquierdo, pero había conseguido imprimir suficiente fuerza como para evitar que afectara al movimiento de la espada. Su acero se lanzó, veloz, hacia la desprotegida axila del Capa Blanca, y sintió como se hundía en músculo y hueso. Un chorro de sangre empapó hoja y suelo, mientras los ojos de su enemigo se abrían de par en par. Lanzó otro golpe a la desesperada, parado con sencillez. Otro, desviado. Una nueva estocada del Grifo, un tajo en el brazo del enemigo. Jonothor Darry tropezó.

-Piedad, Connington. - Lo miraba de rodillas. Los ojos asustados, el cuerpo tembloroso. - No es honorable acabar con un hombre que se rinde.

-Jon Connington ya está muerto, Darry. - La espada atravesó la desprotegida garganta y se quedó clavada ahí. Jon golpeó el cuerpo para liberarla y cayó de rodillas.

Oyó el sonido de los arcos tensándose. Se giró hacia el lugar de proveniencia. Varios arqueros, al mando del que parecía el capitán de la Guardia, apuntaban.

-Que sea rápido, señores. - Se agarró a su espada, respirando con dificultad. Alzó el pecho para presentarlo al enemigo. - Cumplan con su deber.

Los arcos cantaron.

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El joven señor de la Tormenta cabalgaba victorioso bajo los arcos de la capital, tal y como Robert había soñado hacer tantas veces. Junto a Rhaegar, con la melena al viento y un incipente bigote pensado para infundir algo de respeto a sus banderizos, avanzaba entre las calles con paso tranquilo, disfrutando de las alabanzas de la victoria con rostro serio. Stannis el Taciturno le llamaban, también el Bello en tono de mofa. Era un niño que había vivido la guerra y había perdido a su hermano, su ídolo desde que tenía razón de ser y especialmente desde la muerte de su padre Steffon en el mar. Y allí se encontraba, cabalgando junto al hombre que había matado a su hermano y que había provocado su caída en la depresión, aunque no olvidaba la provocación de Ashara Dayne como detonante de la locura de su hermano, ya agotado por la relación entre Lyanna y Rhaegar Targaryen. El Príncipe también estaba callado, casi apesadumbrado, mientras doncellas le lanzaban besos y pétalos de rosa.

Entonces tuvo lugar aquel silencio tenso, aquella orden. Entonces la guardia de la ciudad vino a asesinar a los dornienses con acero en las manos. Rhaegar dejó pasar a Jonotor Darry y Stannis observaba impasible el espectáculo. Lord Baratheon iba a aprender aquel día una importante lección. Tras tantas victorias y luchas Oberyn moría allí y el Grifo también. El mejor caballero de Poniente, el parangón del honor moría traicionado por aquel por quien tanto había dado. A Stannis se le encogió el corazón por momentos pero tampoco olvidaba que el Grifo no había acudido a la llamada de su hermano. Si hubiera seguido a Robert de ningún modo habría cabado allí. Stannis sintió una gran tristeza antes las ironías de la vida que presenciaba. Connington no había sido un buen político y tampoco Robert Baratheon. Oberyn Martell había sido más astuto pero sabía que podía morir. Stannis había presenciado algunas de las discusiones y ofensas que el Príncipe había lanzado a Rhaegar tras el asunto de Elia. Los Targaryen habían ofendido a la Casa Martell más que a ninguna otra. En los consejos militares veces habían encontrado puntos en común ante la pasividad estratégica o las solemnes formas de las que se quería dotar Rhaegar Targaryen. Su infielidad con Lyanna Stark no había sido olvidada en Lanza del Sol, tampoco en Bastión de Tormentas, aunque por otras razones. Oberyn Martell siempre había tenido una lengua ágil y descarada pero sin duda era leal, había sangrado como todos aquel día en Atranta. El Príncipe siempre había aguantado estoico todo aquello, por la búsqueda de su ideal. Pero realmente estaban allí para acabar todo aquello. Lo que Connington gritaba, suplicaba al Príncipe estaba cargado de razón. Sin duda había un Aerys en Rhaegar pero era él quien por derecho debía gobernar una vez Aerys muriera. Era el legítimo derecho de sucesión. Stannis confiaba en el Príncipe, creía en él. Tras la derrota de Robert había creído que el hombre sobre cuyos hombros debía reposar el destino de Poniente era Rhaegar Targaryen. Rhaegar sí era un político y ahora también un traidor. Stannis Baratheon pretendía sobrevivir y gobernar largos años desde el sitial de Bastión aunque le dolía admitir que aquello estaba siendo demasiado sucio mientras observaba morir a Lord Jon Connington y al Príncipe Oberyn Martell. Miró a Rhaegar impasible y dijo entre dientes “Ya está hecho.”

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El príncipe mantenía la cabeza baja y un rostro atribulado cuando cruzó a caballo bajo la atenta mirada de los reyes que decoraban el portón de la Puerta del Rey. No se atrevió a volver su mirada atrás, hacia el príncipe Oberyn. No lo necesitaba. Podía notar como sus ojos morenos lo taladraban con una ira tan inmensa como el firmamento, llenos de oscuras promesas. Martell lo mataría en cuanto tuviera la menor ocasión, pues ya era consciente de que había sido engañado y traicionado. Debía deshacerse de él y de su insidiosa ambición cuanto antes. Miró a su izquierda un instante, ahí se encontraba su leal Jon Connington, que lo miraba con triste compresión. «Me conoce demasiado bien, sabe que no estoy a gusto, que algo no encaja», pensó el príncipe, inquieto. ¿Acaso era consciente del complot que había organizado con su Padre? No, eso no podía ser posible. Connington era un cretino en cuanto a los ardides se trataba, era demasiado confiado, demasiado virtuoso como para manchar su preciado honor de esa manera.

Apartó esos pensamientos pesimistas de su cabeza. Hasta ahora todo había salido tal y como había planeado. No había motivo para cambiar de parecer. Se obligó a levantar la cabeza y a lanzar un par de saludos a la multitud enfervorecida, fingiendo una felicidad que distaba mucho de sentir. Poco pasó hasta que vio como Jonothor Darry se abría paso con su habitual porte arrogante y despectivo. El Capa Blanca le lanzó una mirada torva, sopesándolo. El príncipe de Rocadragón detuvo su montura y dejó que Darry se acercase. A su alrededor, las miradas de los presentes se llenaron de viva inquietud.

Ha llegado el momento –la voz de Rhaegar era apenas un susurro–. Disponed la justa justicia para el dorniense. Acabad con cualquiera que se interponga en vuestro camino.

Lo confieso, tenía dudas de que fuerais a consentir, aunque vuestro padre estaba convencido de lo contrario –la sonrisa de Darry era casi obscena, estaba disfrutando con la situación–. Ha llegado el momento de deshacerse de esta basura infecta.

Nada más pudo añadir la Mano del Rey, pues el Guardia Real ya lo había dejado atrás, acompañado por una cohorte de hombres armados hasta los dientes. Rhaegar dio la vuelta a su caballo y se encaró con la comitiva que se había detenido. Lord Stannis, conocedor de lo que iba a suceder, cabalgó a su lado. Su mirada taciturna no dejaba traslucir nada. Eso, a Rhaegar, no le importaba, mientras obedeciera y fuera leal. Hombres pragmáticos eran los que ahora necesitaba a su lado para restañar las heridas del reino.

Se había instalado un tenso silencio que Jonothor Darry rompió con brusquedad. El caballero del grifo le respondió con altanería, desafiante. «Necio estúpido, hazte a un lado y déjale morir. Esa basura no merece que le defiendas con tu vida», pensó el príncipe con furia. No lo hizo. Connington se mantuvo fiel a sus principios. Su reacción no le sorprendió, pero tampoco iba a cambiar el plan. La Mano del Rey estaba dispuesto a ir al mismísimo infierno si con ello conseguía salvar el reino. Le lanzó la misma mirada que le dedicó cuando Aerys decretó su exilio, meses antes, en el salón del trono. Rhaegar entonces había conseguido que su padre no decretase la espada por su traición, pero también le había dado un valioso consejo. Lord Jon lo había desechado, sellando así el final de un largo entendimiento entre ambos. La política y el honor eran incompatibles. Pensó por un fugaz momento en decir algo, más se percató de que las palabras eran inútiles y que estaba ya todo dicho. Se dio la vuelta y dejó a Darry y sus alimañas hacer. Habría disfrutado viendo morir a Oberyn Martell, viendo como la luz se escapaba de aquellos odiosos e insolentes ojos negros, pero no tenía ánimo para contemplar como caía un héroe con el que antaño había compartido tantas cosas. Escuchó a lo lejos el sonido del acero, la lucha y los gritos de dolor, una canción que conocía muy bien y que había escuchado en las muchas batallas que había presenciado, pero nunca aquella melodía le había turbado tanto. Una parte de él respiró aliviado cuando le confirmaron las muertes de los que podían poner en riesgo sus maquinaciones. Ahora sólo faltaba un último movimiento y todo habría acabado.

«Lyanna, dame fuerzas»

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