La Memoria del Norte, Herencia de Lobos

El joven Lobo anduvo casi toda la noche recorriendo cada tienda, cada hoguera del asentamiento. Aquello era real, la victoria había sido aplastante, y los hombres rezumaban moral. Relataban la batalla de hacía horas, exaltando cómo la actuación de cada uno había sido crucial para el devenir de la contienda. Cregan se sentaba con ellos, destinando un tiempo a cada grupo, porque sabía que aquello era tan importante como una buena estrategia de guerra. Su padre, Rickon Stark, se lo había enseñado años atrás:

—Cregan, son tus hombres los que te alzarán hacia la victoria. Son tus hombres los que cubrirán de gloria el Norte… cuídalos.

—¡Lord Stark! —una voz grave, rota y vieja vino de una de las hogueras. Era un pequeño grupo formado por los veteranos de los Lobos de Invierno—. Venid, hacednos el honor…

Cregan así lo hizo, acercándose a ellos.

—Los Lobos, los viejos Lobos. Los hombres hablan —dijo mientras se sentaba, aceptando un cuenco de vino caliente—. Cuentan que de no haber sido por vuestro implacable avance contra la primera línea de defensa enemiga, la victoria no habría sido tan holgada…

Los viejos guerreros rieron y brindaron por las honorables palabras venidas de su señor.

—Mi joven señor —dijo uno de ellos, un veterano cuyo rostro era un mapa de cicatrices y años—, ha usted de saber que yo luché en mi juventud al lado de su padre, en apoyo al Castillo Negro contra las hordas de salvajes que, durante su mandato, no cesaban en sus saqueos a los poblados más cercanos al Muro… —El guerrero, visiblemente emocionado a la par que ebrio, hizo una pausa para eructar antes de continuar—. Me recordáis mucho a él, mi joven señor.

El joven Lobo escuchó aquellas palabras con una mezcla de orgullo y nostalgia, aunque eran memorias de otro, de un tiempo que nunca vivió. Resonaban profundamente en él.

—Contadme más —pidió con voz calmada, casi reverente—. Mi padre… ¿cómo era en el campo de batalla?

El viejo guerrero sonrió al recordar.

—Rickon Stark no era un hombre que alzara la voz en vano, mi señor. Su presencia lo decía todo. Los hombres lo seguían porque creían en él, no porque le temieran. Recuerdo cuando nos enfrentamos a los salvajes al pie de las Colinas del Frío… ¡qué tiempos aquellos! Éramos menos, mucho menos, pero Rickon nos hizo sentir que éramos gigantes.

Los demás veteranos asintieron, algunos murmurando su aprobación, otros perdiéndose en sus propios recuerdos.

—Recuerdo sus órdenes claras como el hielo. “Mantened la línea, hombres. El Norte no cede terreno.” Y no lo hicimos. Cuando la primera oleada salvaje chocó contra nuestras lanzas, él estaba allí, hombro con hombro con nosotros, con su espada corta brillando en la nieve manchada de sangre.

Cregan cerró los ojos un instante, tratando de imaginarlo. Su padre, Rickon Stark, no era para él un recuerdo cálido. Era más un espectro, una figura imponente que había dejado un vacío enorme en su vida. Pero aquí, entre los hombres que lo conocieron, Rickon cobraba una nueva dimensión: un líder, un guerrero, un norteño.

—¿Y qué os decía después de la batalla? —preguntó Cregan, con un hilo de voz que casi delataba su añoranza.

El veterano rió, un sonido profundo y rasposo.

—Nos llamaba imbéciles por arriesgar el pellejo más de lo necesario, pero siempre había algo en sus palabras… algo que te hacía sentir orgulloso de ser imbécil si eso significaba proteger el Norte.

Cregan no pudo evitar una sonrisa.

—Suena como él.

El joven señor se quedó un rato más con los veteranos, escuchando historias de su padre, bebiendo con ellos, compartiendo risas y recuerdos. Cuando se levantó para continuar su recorrido, sintió que un peso menos cargaba sus hombros. Rickon Stark no estaba tan ausente como pensaba; vivía en los hombres que lo recordaban, en los relatos que le contaban, y, quizás, también en él mismo.

A medida que la noche avanzaba, Cregan continuó visitando hogueras. En una de ellas, encontró a su hermana Sara Nieve, rodeada por jóvenes arqueros que la miraban con mezcla de admiración y temor. Ella estaba relatando cómo había organizado el ataque inicial, su voz firme y orgullosa como siempre. Cuando lo vio acercarse, sonrió con calidez.

—Hermano, ¿vienes a reprenderme por tomar más vino del que debería?

Cregan negó con un gesto y se sentó junto a ella.

—No hoy, Sara. Hoy somos Stark, y los Stark honran a sus muertos y a los vivos por igual.

Ella alzó su copa, un gesto que todos los presentes imitaron.

—Por el Norte —dijo, y las voces se unieron a la suya.

Mientras las llamas de las hogueras iluminaban los rostros cansados pero satisfechos de sus hombres, Cregan no pudo evitar pensar en las palabras de su padre: “Son tus hombres los que te alzarán hacia la victoria.”

Esa noche, mientras recorría el campamento, sintió el peso de su herencia más que nunca, pero también la fortaleza de los hombres y mujeres que estaban dispuestos a seguirle. Al mirar al cielo una vez más, bajo la fría luz de las estrellas, susurró para sí mismo:

—Que los antiguos me den la fuerza para merecerlos.

5 Me gusta