La muerte de un hijo

Desde que la flota había regresado del Rejo la ciudad de Antigua se había sumido en un inquietante silencio. Una pesada neblina parecía haberse apoderado de la ciudad y pocas noticias llegaban del Faro. El cadáver de ser Baelor había sido desembarcado en un féretro sencillo y llevado hasta el hogar de su familia en el más absoluto de los silencios. Solo el llanto de su esposa y sus hermanas en la escalinata de la antigua fortaleza había roto aquel protocolo. Algunos decían haber visto a Lord Leyton rojo de la ira, alimentado por la venganza y con el brillo del odio reflejado en sus ojos. Otros decían que una lágrima, solo una, había corrido por su mejilla hasta su barba cana y el poderoso señor de Antigua había entrado en su fortaleza para no salir de nuevo.

Por eso cuando una vez más la gran plaza del septo estrellado se cerró al público los murmullos no se hicieron esperar. Corrieron los rumores al igual que los regueros de agua por las calles empinadas durante una tormenta. Nada pudo hacerse para que los rumores más alocados surcaran cada taberna, cada puesto del mercado y cada casa de Antigua. Solo al segundo día se supo que era lo que estaba sucediendo.

Lord Leyton Hightower había ordenado crear una gran pira, igual que la que ardía de manera sempiterna en lo alto del Faro. Allí, al atardecer, fue llevado el cuerpo de su hijo, cubierto por un manto con el emblema de su casa y escoltado por la guardia de su padre. Los hombres de Antigua formaron alrededor de la entrada del septo, al igual que en la coronación de Tywin I. Era extraño ver como en tan poco tiempo un mismo lugar pasaba de la alegría, la celebración y la esperanza a aquella tristeza insondable. Ser Baelor había sido un gallardo caballero, querido por los hombres y mujeres de Antigua. Por ello en el lugar, atestado de gente que había querido ir a presentar su admiración por el héroe de la ciudad no se escuchaba un solo ruido. Todo el mundo aguardaba en silencio a que Lord Leyton, en pie, frente al septo estrellado y con el emblema de la Mano de Lord Tywin al pecho dijese algo.

El señor del Faro al fin, cuando las luces del día se extinguían y daban paso a la noche alzó la mirada hacía el frente, hacía la pira que había frente a él. - Hombres y mujeres de Antigua hoy no solo incineramos a mi hijo, hoy con él se marcha el ejemplo de todo lo bueno que puede dar esta buena tierra. Un hombre que nos hizo enorgullecer a todos nosotros cada día de su vida y un baluarte para los grandes valores de la caballería – dijo haciendo una breve pausa para avanzar un paso hacía el borde de la escalinata. – Nuestro hijo, pues era un hijo de Antigua y Antigua sois todos vosotros, no solo yo, murió combatiendo al deleznable Euron Greyjoy. El maldito saqueador de las Islas del Hierro que en busca de un tesoro, cegado por la avaricia, quiso asaltar el Rejo. Nuestro hijo lo repelió, por dos veces impidió que esa alimaña y sus secuaces destruyesen la tierra de nuestros amigos los Redwyne y sacrificó su vida para lograrlo. Por ello en este día le honramos – dijo recibiendo de manos del septon Morris una antorcha y caminando lentamente hacía la pira.

El padre prendió fuego a la madera y al óleo, creando un hermoso fuego de color verde que iluminó el rostro de todos los que allí estaban y volviendo a su lugar. – Y aquí, delante de todos vosotros y de los restos de nuestro hijo os prometo que Euron Greyjoy será llevado ante la justicia. La Corona a la cual represento acusa a Euron de la casa Greyjoy de traición, penada con la muerte. Y yo, Lord Leyton Hightower, señor de esta ciudad lo acuso además de piratería y desde aquí insto a sus hermanos Balon y Victarion entregarlo si no desean ser acusados de sus mismos delitos. La ley debe cumplirse para todos, desde reyes hasta porqueros – anunció Lord Leyton.

Y de entre el silencio se alzó una voz, una voz anónima que empezó a gritar el nombre del hijo de Antigua. Los presentes le siguieron y poco a poco en cada rincón de la ciudad podía escucharse como desde el septo estrellado, desde el corazón de Antigua, los habitantes de la ciudad no olvidaban a su campeón. Tendrían venganza o justicia, igual daba, pero el hijo del hierro pagaría su crimen.

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