La Princesa de Hielo

Freydis se agitó en un sueño inquieto, y Jorund le pasó con ternura un paño por la cara, para quitarle el sudor, y luego le acarició con delicadeza su mejilla arañada y quemada por el sol, con un miedo irracional de que sus manos, débiles y cansadas, pudiera hacer más daño a quien ya había sufrido tanto.

-Mi niña… -le susurró-. Tranquila. Tu padre no va a dejar que nadie te haga daño. Descansa, vida mía.

La joven pareció calmarse al oír su voz, y su respiración se volvió regular de nuevo. Jorund se dejó caer en la silla e hizo una mueca de dolor. No se había separado de su lado desde que volvió, ayer de madrugada, exhausta, sucia y con la ropa rasgada, semanas después de su desaparición. Rumores de todo tipo corrían por Bjornfestning, pero a Jorund le importaba un bledo. Solo le importaba su hija. Cuando la vio así, algo se había roto dentro de él, algo que aún no había terminado de reparar. “Quizá sea verdad que los viejos nos volvemos unos sentimentales”.

Freydis entreabrió los ojos y miró confusa a su alrededor.

-Donde… -pareció preguntar con voz ronca.

Jorund se inclinó raudo hacia ella, haciendo caso omiso de los gestos de advertencia de su espalda.

-Estás en casa, hija mía. Todo está bien -le dijo con ternura, cogiéndola de la mano-. Descansa, tienes que recuperar fuerzas.

Le acercó un vaso de agua, consiguiendo con gran esfuerzo no derramar la mayor parte de él en el camino hacia sus labios, que Freydis bebió con avidez.

-No… Donde… Los enanos… ya no… el escudo… las piedras… ¡las piedras! -dijo angustiada.

-Ssssh -le dijo Jorund, apretándole la mano-. Ea ea, ea ea. Ya todo ha acabado, mi niña. Tranquila. Solo duerme.

-Padre… padre… tengo que…

El cansancio no la dejó continuar, y volvió a sumirse en un sueño inquieto. Jorund le acarició la mano. Más allá del cansancio físico, notaba un gran pesar en ella. Se preguntó qué le había pasado para estar así. Qué recuerdos terribles, qué visiones de pesadilla estarían ahora atormentando sus sueños.




Al llegar a la cumbre, vio que el descenso por la otra cara era imposible. No tenía otra opción que desandar todo el camino. Se sentó, para intentar al menos recuperar el aliento, abrió el petate, rebuscó por si hubiera aunque fuera una última migaja de pan, y al no encontrar nada lo arrojó con furia. Se perdió de su vista, y ni siquiera lo oyó caer. Su estómago rugía. Se llevó las manos a la cara y se preguntó si iba a morir aquí.




Agarró con una mano temblorosa un huevo, lo estrelló contra el tronco del pino y sorbió el contenido con ansia. Mientras hacía lo mismo con el segundo, un alarido le alertó de que el águila estaba de vuelta. Bajó por el tronco, ahora cayendo de rama en rama, ahora resbalando, arañándose brazos y manos hasta sangrar y dejando jirones de ropa colgados aquí y allá. Pero no fue suficientemente rápida. Cuando estaba a un par de metros del suelo, una masa aterradora de plumas y garras se lanzó a por ella.




Llegó arrastrándose hasta la entrada de la cueva, se tumbó, cerró los ojos y se dispuso a morir. Y entonces oyó más adentro… ¿era eso el murmullo del agua? Sacando energías de donde no quedaban, gateó hasta el hilo de agua pura y fresca que manaba de las montañas, y la sorbió de la misma roca. Esa fue la primera vez que oyó la voz.

Freydis.

Hija de las Montañas.

Eldjökullhvammur.




Paso a paso, pico tras pico, de pie o a cuatro patas. Ya apenas sentía el hambre ni la sed. Tenía un propósito.

Eldjökullhvammur.




La voz profunda.
Resuena en su cabeza.
Un paso más.




Túneles secretos a salones subterráneos. ¿O eran madrigueras? Una gran sala con un techo alto de gemas que brillaban como estrellas. La voz.

Madre.




Estaba en la cima de Eldjökullhvammur. Se tapó la mano con la cara. El calor la lamía, regalándole sus atenciones de manera tan poco buscada como los jóvenes vacuos y pomposos que la habían pretendido, en lo que parecía ser una vida anterior, ya muy lejana. Empezó a descender por la ladera, pero encontró su camino bloqueado por una corriente de magma fundido. Aunque ya se estaba enfriando.

No sabía cómo ni por qué, pero sabía lo que hacer. Se paró a una distancia prudencial y extendió la mano. La corriente fue haciéndose más lenta y perdiendo su color.

Pasó dando saltitos sobre la calzada magmática. “¡Au, au, au!”. No quemaba, pero aún estaba caliente. Y quien sabe dónde o cuándo había perdido las botas.




Un estruendo de metal contra metal. Tres figuras, achatadas y barbudas. Iban en su dirección. No, no en su dirección. Iban hacia ella.

Sabía quienes eran. Y sabía para qué venían.

Echó a correr ladera abajo, con el corazón encogido.




Se paró y cayó al suelo, tomando grandes bocanadas de aire. No le quedaban muchas más fuerzas. Miró atrás. Cada vez estaban más cerca. Ya casí podía ver los detalles de sus armaduras. Trotaban empuñando sus armas a través del glaciar.

¿El glaciar?

Se levantó y andó decidida hacia sus perseguidores. Al llegar junto al glaciar alzó ambas manos. Los tres enanos se pararon, miraron a su alrededor, y lo entendieron. El que iba delante gritó algo en su gutural idioma. Pero era demasiado tarde para ellos.

Bajó las manos, en diagonal, como si estuviera arrastrando un gran peso invisible. El glaciar hasta entonces inerte se convirtió en una tromba salvaje de nieve en caída libre, y los enanos desaparecieron bajo su superficie. Siguió descendiendo por la ladera, arrasando todo a su paso, hasta estrellarse en el valle, con un ruido ensordecedor.

Freydis cayó al suelo inconsciente.